Capítulo 75

LA llovizna matutina se había transformado en una niebla tan gris que las luces de la ciudad, tanto de gas como eléctricas, eran simples borrones, y tan espesa que se arremolinaba al paso de los transeúntes. Aquel mundo similar al de un sueño aterraba a Carver.

En la parte trasera del City Hall, Alice esperaba atónita en un elegante carruaje situado entre dos coches de policía llenos de agentes armados.

Roosevelt, que se dirigía hacia su hija, se detuvo un momento para observar la lobreguez del ambiente.

—Esto —dijo apoyando la bota en el estribo del carruaje— es lo que llaman tiempo de suicidios. Señor Young, suba por el otro lado.

—Pero, padre, yo no quiero… —dijo una vocecita asombrosamente sumisa desde el interior del coche.

—Ya está decidido, Alice. Edith y tus hermanos vienen de camino. Ya gritarás y patalearás todo lo que te apetezca en Sagamore Hill —dicho esto, Roosevelt montó y cerró la puerta.

Carver corrió al otro lado, pero el asiento era de dos plazas y, siendo el padre robusto y llevando la hija un vestido de fiesta, los tres tuvieron que retorcerse y comprimirse para que el chico cupiera.

Alice parpadeó y suspiró. Con los hombros en un ángulo extraño, Roosevelt dijo en tono paternal:

—Dale las gracias a este joven, Alice. Puede haberte salvado la vida.

—Gracias, puedes haberme salvado la vida —recitó Alice.

—Ahora, sugiero que disfrutemos de la niebla —dijo el padre, tras lo cual golpeó el techo con la mano y los tres coches se adentraron en Broadway. Con la fiesta a media celebración, la multitud había disminuido y la circulación de vehículos había mejorado. Roosevelt trató de acomodarse, pero solo logró colocarse en una postura más difícil.

Llevaban apenas media manzana recorrida cuando el coche vibró como si le hubiera caído encima algo pesado. Roosevelt brincó hacia delante para ver qué era y empujó sin querer a su hija contra Carver. Al mismo tiempo el carruaje ganó velocidad de golpe, arrojándolos a los tres hacia atrás.

—¿Qué demonios…? —Roosevelt miró por la ventanilla—. ¿Dónde está la escolta? ¡Debería haber un coche a cada lado!

El Comisionado no tenía intención de esperar la respuesta. Pese a la velocidad en aumento, empujó la portezuela y se inclinó en el aire frío y gris.

—¿Está borracho, imbécil? —gritó—. ¡Deténgase ahora mismo!

El coche zigzagueaba entre los demás vehículos. Roosevelt miró hacia el cochero y le gritó a Carver:

—¡Young, saca a Alice de aquí, ya!

Carver estaba a punto de agarrar a la chica, pero un hecho atrajo bruscamente su atención hacia la portezuela abierta. Pese a su coraje y su fuerza, Roosevelt acababa de ser arrojado a la calle por una patada de las fuertes piernas que colgaban del techo.

Alice gritó.

—El Destripador —dijo Carver.

Rogando por moverse con suficiente rapidez, el chico agarró a Alice por la cintura y trató de abrir su portezuela. Sin embargo, antes de lograrlo, una sombra apareció en el espacio que Roosevelt había ocupado y se deslizó por el asiento. Su cabello, que sobresalía por debajo del sombrero, era oscuro como el de una pantera; sus ojos, negros y más monstruosos que los de cualquier lobo.

En esa ocasión, Alice no gritó. Usando a Carver a modo de abrazadera y los tacones de sus zapatos a guisa de martillos, pateó al intruso como un molinete enloquecido. Uno de los golpes acertó a la chistera y la mandó volando hacia la noche. En la frente del asesino se hizo visible el moratón del ladrillazo de Carver.

—¡La rodilla, la rodilla derecha, dale! —gritó este al recordar el patadón de Finn. Pero en cuanto Alice se tomó un segundo para apuntar, el Destripador le agarró las pantorrillas y gruñó. Al sentir la fuerza con que tiraba de la chica, Carver fue capaz por fin de abrir la puerta de un empujón. El embarrado suelo pasaba zumbando por debajo. El asesino debía de haber atado las riendas y dejado los caballos a su aire. Carver supo que no tenía elección. Tiró de Alice con todas sus fuerzas para tratar de sacarlos a ambos al borrón de niebla y adoquines.

Durante un tiempo las fuerzas estuvieron igualadas. Alice volvió a gritar, Carver no supo si por terror o por el daño que le hacían entre ambos.

Al tirar otra vez, le sorprendió no encontrar resistencia. ¿Se habría liberado Alice con una nueva patada? Ya estaban prácticamente fuera. Un pequeño impulso y caerían a la calle.

Pero en el instante en que Carver tomaba ese impulso, el asesino tiró de Alice con tal rapidez que el chico perdió el agarre y cayó del carruaje solo. Al golpearse contra el empedrado, se dio cuenta de que su padre se había servido del cuerpo de la chica para empujarlo.

Caballos al galope se abalanzaban sobre él. Carver se puso de rodillas y esquivó por un pelo al primer carruaje de la policía, que en vez de seguir tras Alice se detuvo a su lado.

Un frenético Theodore Roosevelt llego corriendo desde media manzana más atrás y cruzó la calle a lo loco, provocando las iras de los conductores.

—¡Alice! ¡Alice! —gritó el Comisionado.

Pero hasta su atronadora voz fue apagada por la niebla mientras el coche con su hija y el asesino desaparecía en el muro gris de la noche.