Capítulo 69

—¡EL DESTRipador! ¡Está en el tejado! —gritó Carver señalando hacia arriba. Acto seguido corrió hacia las puertas de cristal. Su padre había estado vigilándolos todo el rato, espiándolos, esperando a ser visto.

—¿Dónde está tu madre? —pregunto Delia a Finn con la voz teñida de pánico.

—No es mi… Arriba, en su dormitorio. —Finn estaba sorprendido por la súbita conmoción, como si aún no fuese consciente del peligro. Carver se había burlado a menudo de la torpeza mental de su enemigo, pero en aquel instante le dio pena. Sus vidas podían depender de lo que hicieran en los próximos minutos.

Al apoyar la mano en el picaporte, Carver se percató de que él tampoco estaba reaccionando con suficiente rapidez. Se giró hacia Finn y preguntó:

—¿Cuál es la forma más rápida de subir?

—Por ahí no —respondió el otro, y, afectado por fin por la urgencia de sus compañeros, corrió hacia una de las columnas de nueve metros de altura.

—¿Pero qué…? —dijo Carver.

A menos de un metro de distancia, Finn saltó, envolvió el pétreo cilindro con brazos y piernas y empezó a trepar a toda prisa.

—¡No, Finn! —advirtió Carver—. ¡Así no!

—Lo he hecho un millón de veces —dijo Finn desde unos tres metros de altura.

Pero a Carver no le preocupaba que se cayera. Finn era fuerte, pero el Destripador era sobrehumano. No tendría la menor oportunidad.

Carver fue como un rayo a la siguiente columna, apretó el pecho contra la fría superficie y se impulsó con los pies. No era ni mucho menos tan rápido como Finn, pero subía.

A su espalda oyó el desolado grito de Delia:

—¡Yo no puedo trepar por ahí!

—Vete a pedir ayuda —dijo Carver. Al menos uno de los tres haría algo sensato.

Al no oír nada más de ella, supuso que le había hecho caso y dividió su atención entre trepar y vigilar a Finn. Cuando estaba a medio camino, el otro ya había llegado al canalón y se aupaba al tejado en pendiente con la agilidad de una araña, perdiéndose en las alturas.

A Carver le llevó menos de un minuto alcanzar el mismo sitio, ¿pero cuánto se tardaba en matar a una persona?

Cuando agarró el canalón para impulsarse hacia arriba, el conducto estuvo a punto de desprenderse, por lo que el chico buscó un agarradero más seguro; una vez que salvó el borde se dejó caer sobre las tejas. Por algún sitio más alto oyó un arrastrar de pies y un gruñido. Hubiera querido levantar la cabeza para mirar, pero tenía que mantenerse tumbado a fin de no rodar tejado abajo. Tan rápido como pudo, clavando las uñas y pateando, tirando de paso alguna que otra teja, consiguió alcanzar la azotea impermeabilizada con alquitrán y negra como boca de lobo.

Rodó sobre sí mismo, sacó el electrobastón y apretó el pulsador.

¡Shiiic!

El peso y el zumbido del objeto le hubieran reconfortado con cualquier otro atacante. En aquel momento, entre el cansancio, el terror y la falta de aliento solo sentía mareo. Miró rápidamente en torno. Sin la luz de las ventanas, las estrellas se veían brillantes; la luna, esplendorosa. Todo lo demás estaba en sombras.

—Carver —gimió Finn desde alguna parte.

Aquel sostuvo por delante la punta de cobre del bastón y avanzó escrutando la negrura.

—Finn, ¿estás bien? ¿Te ha cortado?

—No —contestó el otro débilmente—, pero creo que me ha roto un brazo. No puedo… moverlo. Duele…

—¿Dónde está?

Al oír pisadas sobre la azotea movió el bastón a izquierda y derecha.

—Finn —repitió—, ¿dónde está?

Dos anchos rectángulos se alzaban a unos cuatro metros de distancia, uno a cada lado del tejado. Al fijarse mejor, Carver vio que se trataba, ahora sí, de chimeneas.

Una sombra encorvada salió por detrás de una de ellas.

Antes de que Carver pudiera reaccionar, el asesino se plantó delante de los dos. Un solo paso situaría su alta figura a una sola zancada del matón caído. La sombra miró a Carver.

«Mi padre».

Era alto y erguido, iba envuelto en la capa negra y llevaba la chistera en la mano. Como un mago al hacer un truco, sacó de la nada un afilado cuchillo de carnicero. El arma silbó, como una espada al ser extraída de su vaina, y después pareció flotar en el aire, único brillo en un mundo de negros y grises.

Entonces pivotó y se lanzó contra Finn.

—¡No! —gritó Carver abalanzándose sobre el asesino y golpeándolo en el hombro con el bastón eléctrico.

¡Kzt!

El hombre profirió un aullido bestial y se volvió para golpearle la mano: el bastón salió volando. Carver estaba desarmado. Sin embargo, consciente de que si se rendía en ese momento, Finn estaría abocado a una muerte segura, se lanzó hacia delante y golpeó al asesino en el costado. Para el caso, podía haberle hecho una caricia. Su padre ni se inmutó. Con un leve gruñido, agarró a Carver por la pechera de la camisa y lo apartó de sí de un empellón.

El hombro derecho del chico se llevó lo peor de la caída, ya que impactó contra el ladrillo desprendido de una chimenea. Una mano ruda lo agarró por la espalda, enviando oleadas de dolor por todo su cuerpo.

La figura se cernió sobre él y, por primera vez, Carver pudo verle claramente el rostro. Era jubiloso, era ardiente, era hambriento. Ni la peor pesadilla le hubiera hecho justicia. Era largo y afilado, casi con el aspecto que Carver imaginaba para Sherlock Holmes, pero más joven, de cabello espeso y rizado, de sonrisa demoníaca y torcida. Sus ojos eran profundos círculos donde bailaba una furia juguetona. A pesar del terror, Carver vio algo inquietantemente conocido, algo que no pudo o no quiso concretar, quizá porque le recordaba a sí mismo.

Finn gimió con desconsuelo.

—¡Corre! —gritó Carver—. ¡Vete de aquí!

El Destripador agitó la cabeza lentamente y dijo:

—No.

Carver entendió muy bien lo que aquella negación significaba. Finn no correría. No correría nunca más.

Sosteniendo la hoja en alto, el asesino se volvió hacia la indefensa figura, el chico que hacía tantos, tantísimos años, había sido la peor pesadilla de Carver.

Al no disponer de tiempo para buscar el bastón, Carver usó la mano que podía mover, la izquierda, agarró el ladrillo sobre el que había caído y, con un grito fuerte y prolongado, como si él mismo se hubiese convertido en una bestia, se puso en pie y estrelló el ladrillo contra el cráneo de su padre.

—¡Aggggg! —bramó el Destripador, pero no se caía, no había forma. Al menos se tambaleó y su sonrisa fue reemplazada por una mueca de ira. Estaba herido. Un espeso borrón de líquido brillante se abría paso por su oscuro nacimiento del pelo.

—¿Y ahora qué vas a hacer, eh? —inquirió Carver—. ¿Matar a tu propio hijo?

No lo sabría nunca. Desde el suelo, Finn propinó al Destripador una fortísima patada en la rodilla derecha. Carver hubiera jurado que había oído romperse un hueso, aunque quizá fue el ruido de cuchillo al impactar contra el suelo.

Apoyándose en la pierna sana, el asesino recuperó el arma. Para entonces, Finn se había levantado y había retrocedido, pero con los puños en alto, dispuesto a plantar cara.

El Destripador miró alternativamente a los chicos. Aunque avanzó hacia ellos, cuando la pierna se le dobló, dio media vuelta y pareció lanzarse al vacío desde el tejado.

Carver y Finn se miraron y después corrieron al borde de la azotea, donde llegaron a tiempo de ver que el hombre descendía por la fachada exterior. Lo habían herido tres veces, pero bajaba con el doble de agilidad que Finn. Incluso saltó los dos últimos metros. Luego correteó por la calle y se perdió en las sombras.

Cuando estuvieron seguros de que no volvería y el único sonido fue el de sus respectivos jadeos, Finn se volvió hacia Carver y le dijo:

—Me has salvado la vida.

—Lo mismo te digo.