Capítulo 68

TEMEROSOS de que otro grupo o la misma policía volviera a detenerlos, Delia y Carver pasaron corriendo por delante de las suntuosas viviendas. Los sirvientes atisbaban por detrás de cortinajes de satén o desde altas ventanas que se quedaban súbitamente a oscuras. Al no haber ido nunca a casa de los Echols pasaron tres veces por delante del gran edificio de mármol, dando por hecho que algo de ese tamaño era un museo o una biblioteca. Por fin vieron el número y subieron los amplios escalones recolocándose la ropa para estar presentables.

—¿Qué decimos? —preguntó Carver—. El mayordomo no se creyó quién era yo cuando hablamos por teléfono.

—Déjame hablar a mí. Soy más diplomática.

—¿Cómo con los de la patrulla? —repuso Carver sonriendo.

Delia no le hizo ni caso y giró un pomo dorado que emitió un agradable tintineo. La gran puerta negra se entreabrió y el amargado mayordomo los miró fijamente.

—¿Sí?

Delia se aclaró la garganta y dijo:

—Buenas noches, somos amigos de Phineas.

—¿Seguro? —preguntó el hombre con recelo—. Pues el chico no parece barrendero.

—¿Y por qué narices debería parecerlo? —preguntó Delia empezando a enfadarse—. ¿Está en casa o no?

Carver puso los ojos en blanco.

Al hombre no pareció importarle en absoluto el tono de la chica, pero aun así se disponía a cerrarles la puerta cuando una voz dijo:

—¡Delia!

Pese a parecer más deseoso aún de impedirles el paso, el mayordomo abrió la puerta con un resoplido de resignación. Un refinado vestíbulo de inmensa escalera apareció a su espalda. Finn estaba en el quinto peldaño y, por su aspecto, daba la impresión de estar más fuera de lugar que Delia y Carver.

Bajó la escalera con la gracia de un elefante, levantando ecos con sus pisadas. Al ver a Carver se paró en seco.

—No he venido a pelear —dijo este, pensando que con eso sería más que suficiente, pero Delia le dio un codazo—. Lo siento… lo que pasó —añadió sin ganas—. Tenemos que hablar contigo de algo importante.

—Muy importante —corrigió Delia.

Finn clavó los ojos ora en uno, ora en otro, cambiando radicalmente de expresión según quién fuese el observado. Mientras contemplaba a Delia y se hacía a un lado para dejarlos pasar, dijo:

—Está bien. Pero no debemos hacer ruido. El señor Echols está en su despacho.

Ambos pasaron al vestíbulo de baldosas de mármol y miraron con la boca abierta la araña de cristal que colgaba del alto techo.

—Es de Europa o algo así —gruñó Finn. Tras mirar con inquina al mayordomo, que obviamente estaba escuchándolos, señaló un vestíbulo situado a la derecha de las escaleras—. Vamos al jardín. Hace más frío, pero hay menos gente.

—No tomarán nada, entonces —dio por hecho el mayordomo con otro resoplido.

—No le gusto —dijo Finn mientras pasaban por delante de una delicada colección de pinturas, estatuas y jarrones. El chico lanzó una mirada asesina a un viejo jarrón en particular, como si tuviera que contenerse para no romperlo—. Dice que soy un ga… ga…

—¿Galopín? —completó Carver, y se granjeó la misma mirada que acababa de ganarse el jarrón.

Por fin llegaron a una puerta acristalada de doble hoja. Finn no se molestó en girar la fina manija: se limitó a empujar una hoja, levantando en la madera un crujido de indignación. Entró a zancadas en un patio ajardinado. Los macizos de flores y las fuentes estaban cubiertos para pasar el invierno.

Delia se detuvo junto a la puerta para cerrarla con suavidad.

—Tuviste suerte de que nos separaran —dijo Finn a Carver.

—¿Eh? —preguntó Carver tenso—. Yo… siento lo que pasó. —Seguía sonando a falso, pero algo menos.

Finn se dejó caer en una silla. Parecía sentirse incómodo. Con la cara y el cuerpo de toro casi en sombras dijo:

—¿Qué era eso tan importante?

—Creo que debería empezar yo —sugirió Delia. Carver profirió un gruñido.

Mientras ella hablaba, él miró a su alrededor. La noche era fría, pero en aquel espacio protegido resultaba más templada y más serena. Altas columnas recorrían las tres plantas del edificio de suelo a techo, donde acababan en un rectángulo de cielo. La luz de las ventanas atenuaba la luminosidad de las estrellas pero no la de la luna, que estaba alta y brillante, medio escondida detrás de una gran chimenea de forma extraña.

No era fácil adivinar qué pensaba Finn mientras escuchaba a Delia. Carver creyó que se disgustaría, que se preocuparía al oír la amenaza, pero apenas reaccionó. Delia, que lo conocía algo mejor, hizo varias pausas para preguntarle:

—¿Nos crees, verdad?

Él asentía distraídamente.

¿Y si ni siquiera le importaba? Carver sabía que Finn era desgraciado, ¿pero odiaba a sus padres adoptivos hasta el punto de desearles la muerte?

Cuando Delia acabó su relato, el chico se levantó y le bloqueó a Carver la vista de la luna y la chimenea.

—Ella está aquí, se lo diré, pero no sé si me creerá. O lo mismo creen que es un estupendo motivo para salir todavía más en los periódicos.

—Phineas —dijo Delia pero, al recordar su promesa, se corrigió—: Finn, ¿quieres que te acompañemos?

—No —contestó él mirando de reojo a Carver—, iré yo solo.

Todos se levantaron torpemente.

—Quizá podríamos ayudarte —dijo Carver—. Ellos saben que soy discípulo de Hawking.

—¡No! —ladró Finn, aunque más que enfadado, parecía… avergonzado. Por primera vez Carver cayó en la cuenta de lo estúpido que los Echols hacían sentirse al matón. Después de años de ser el pez gordo del Ellis, detestaba aparentar debilidad. Carver sentía algo similar con Hawking, sobre todo en los últimos tiempos. ¿Sería posible que matón y víctima no fuesen tan distintos?

—Escucha, Finn, en el despacho del abogado tú estabas tratando de ayudar, yo… yo estaba siendo simplemente estúpido.

—Y no por primera vez.

Carver exhaló un suspiro.

—Lo único que intento decirte es que lo siento de verdad. Lamento haberme enfadado, lamento haberte pegado. Y también quiero decirte que sé cómo te sientes, en cierto modo. Yo tampoco puedo contar con mi padre y tengo mis problemas con Hawking.

Finn reconocía el ofrecimiento de paz pero ignoraba qué hacer con él.

—Yo no robé el guardapelo.

Carver se contuvo las ganas de poner los ojos en blanco y, por miedo a decir algo que los enfrentara de nuevo, miró a lo alto, a la chimenea extraña. No solo es que fuese rara, es que vibraba con el viento.

Y en ese instante desapareció.