Capítulo 67

CARVER intentaba hablar con los Echols por teléfono, pero el mayordomo no quería ponerle con ellos.

—¡Trabajo para el señor Hawking! —dijo Carver frenético.

—Recibimos docenas de llamadas falsas respecto a los asesinatos —fue la indiferente respuesta—. ¿Por qué no tendrán las telefonistas más conocimiento para juzgar a los que llaman? —añadió antes de colgar.

Carver llamó a Blackwell para ver si podían ponerle con Hawking, pero su mentor no estaba. ¿Lo había abandonado a su suerte el viejo detective? ¿En ese preciso momento? Carver paseó arriba y abajo como un poseso.

Una preocupada Delia intentó calmarle:

—Quizá no sea la señora Echols. Tú mismo dijiste que la máquina podía haberse roto.

—¡Claro que lo es! —espetó Carver—. ¿No lo entiendes? Mi padre sabía que yo estaba en el orfanato Ellis, porque allí envió la carta, y eso significa que también conoce a Finn; y, gracias a Echols, la cara de Finn ha salido en todos los periódicos. ¡Está relacionado con la prensa, las ricas, las pistas y yo! Tengo que ir a su casa como sea. Al menos si me ven les sonará mi cara.

—Entonces vamos —dijo Delia.

Salieron de la sede central poco después de las cinco, así que las calles estaban abarrotadas tanto de coches como de gente. Por cruzar Broadway a todo correr, Carver estuvo a punto de tirar a Delia a los pies de unos caballos galopantes.

—¡Carver! —chilló su amiga—. ¡Cálmate un poco!

—Los Echols viven en la Quinta con la 84 —dijo Carver—. Podemos tomar el elevado de la Tercera Avenida en la calle Fulton. Eso será lo más rápido.

—¡Espera! —exclamó Delia mirando el edificio del Times—. ¡Espera! ¡Se lo puedo decir a Jerrik! ¡Él sí podrá hablar por teléfono con los Echols!

Carver meneó la cabeza.

—Los Echols no escucharán a un reportero; solo quieren hablar ellos.

—Pues a la policía, entonces.

—¡No! Gracias al señor Hawking, a mí ya no me harán ni caso —contestó Carver y se detuvo para mirarla—. Delia, no quiero perderte. Eres… la única persona en quien confío, pero debes hacer lo que creas mejor. Si quieres decírselo a Jerrik para ver qué puede hacer, hazlo. Yo tengo que encontrar a Finn.

—Entonces voy contigo —contestó Delia.

Zigzagueaban, se agachaban y cuando algún hueco entre la multitud se lo permitía echaban a correr. Cruzaron bajo el puente metálico del tren cuando una locomotora rechoncha y sus cuatro vagones de pasajeros se paraban sobre ellos, enviándoles partículas de metal oxidado que cayeron como una lluvia ardiente y anaranjada.

Mientras corrían escaleras arriba, Carver dijo:

—No hay tiempo para billetes. Saltaremos la puerta, ¿lista?

—No será la primera vez. Yo también soy huérfana, ¿recuerdas? —contestó Delia extrañamente orgullosa.

La aglomeración de gente facilitó la tarea. Saltaron sin problemas al andén y subieron al vagón más abarrotado. De aquel modo, el revisor no podía circular y mucho menos pedir los billetes. El siseo y los bandazos del tren al arrancar, le recordaron a Carver el dragón de una pintura que había visto una vez, un dragón negro que escupía fuego mientras un santo le daba muerte; y ese dragón le recordó a su padre.

Estaba apretujado por un hombre de negocios que intentaba leer las noticias vespertinas. El vagón era un mar de periódicos abiertos, todos con llamativos titulares sobre Jack el Destripador y el cadáver encontrado en la azotea del 300 de la calle Mulberry. La última vez que Carver había subido al elevado, los pasajeros también leían, pero además hablaban entre sí. Esa tarde el único ruido era el chaff-chaff del vapor que escupía la locomotora por los cilindros laterales mientras el émbolo empujaba las ruedas.

Llegarían pronto, pero ¿cómo iba Carver a enfrentarse a Finn? La última vez que se habían visto casi se matan. Todo aquel jaleo le parecía en este momento insignificante. ¿Y si Finn había robado el guardapelo, qué? Lo había devuelto, y Carver había hecho mal al pretender castigarlo. Delia llevaba razón.

De todas formas, ella siempre se ponía del lado de Finn. Bueno ¿y qué importaba lo que sintiera por él? El propio corazón de Carver era un verdadero desbarajuste. Al fin y al cabo, ¿qué podía ofrecerle él, sino su horripilante linaje? De pronto recordó la figura de su padre en el callejón, su velocidad, su fuerza… y la comparó con su irremediable enclenquez. Tenía que calmarse; si perdía la cabeza, se iría todo al garete.

Tan concentrado estaba que apenas notó que el tren se detenía en la calle 84. Delia tuvo que sacarlo a empujones al andén, donde los demás pasajeros se dispersaban rápidamente, ansiosos por volver a casa.

Había anochecido, y las sombras difuminaban los gabanes mientras las farolas coloreaban los rostros. Aún así no costaba ver que habían entrado en otro mundo. Aunque Delia y Carver no iban mal vestidos, no alcanzaban ni por asomo el refinamiento de aquel barrio lleno de sombrererías, sastrerías, peleterías, tabaquerías y restoranes caros y elegantes, por no hablar de las viviendas de la clase alta. Hasta los caballos olían mejor.

Por el camino su ropa resultó tan inadecuada que llamó la atención, al menos a un grupo de hombres con ternos, es decir, chaqueta, pantalón y chaleco de la misma tela, que marchaban por la calle como soldados. Carver y Delia apretaron el paso y bajaron la cabeza al cruzarse con ellos, pero fueron detenidos por el cañón de un rifle que apareció súbitamente bajo el mentón del chico.

Todos formaron un semicírculo a su alrededor, algunos enganchándose el pulgar en la cinturilla del pantalón para revelar sus revólveres enfundados. Carver aferró el electrobastón, pero los superaban en número, con mucho.

—¿Qué trae a estos dos muchachos por aquí? —dijo uno muy antipático de ojillos hundidos.

—Si tanto les interesa, venimos a visitar a un amigo —replicó Delia.

—Delia —siseó Carver para rogarle cautela sin quitar ojo al rifle.

—Hay que tener cuidado con los sitios a los que se va. La prensa está informando de la aparición de mujeres asesinadas.

—Yo no me limito a leerla —espetó Delia—, mi padre es Jerrik Ribe, el reportero que cubre esos asesinatos para el Times.

—¿No me digas?

—¿Son ustedes de la policía? —inquirió ella—, porque si no lo son ¿a santo de qué nos están interrogando?

—¿Policía? —resopló el hombre—. Si esos hicieran su trabajo, nosotros no estaríamos aquí fuera tratando de salvaguardar nuestros hogares.

Antes de que Delia soltara alguna inconveniencia, Carver dijo:

—Yo trabajo con Albert Hawking; él también piensa que los policías son idiotas.

—¿Hawking? —preguntó el hombre con los ojos muy abiertos—. ¿El detective que ha contratado Echols? Pues vaya par de famosos que nos hemos encontrado. Qué suerte hemos tenido. ¡Yo soy el sobrino de Abraham Lincoln!

Los hombres se troncharon de risa.

—Me llamo Carver Young. Mírenlo en un periódico si quieren. Yo soy quien encontró a Hawking sin sentido en la calle Leonard, a él y a la tercera víctima. Vamos a casa de los Echols para llevarle un mensaje al fiscal.

El líder miró a los otros. Un hombre delgado que llevaba un periódico bajo el brazo asintió con la cabeza y dijo:

—Está bien. Dale al señor Echols recuerdos de nuestra parte, y cuida de la chica.

—Así lo haré —contestó Carver y tomó a Delia del brazo para alejarse a toda prisa.

—¿Patrullas callejeras? —dijo ella exasperada—. Es de locos. Son más peligrosos que el Destripador.

—Ojalá llevaras razón.