PESE a las protestas de Delia, Carver le acercó el grueso manual que explicaba cómo perforar una tarjeta. Y resultó que no era tan difícil como ella se temía.
—Ah —dijo la chica—, las tarjetas se parecen un poco a las de los telares automáticos, de esas para hacer telas con cualquier tipo de dibujo. Vi una en Garment District, ya sabes, el barrio de la confección. En las de esta máquina, en vez de crear una forma, cada perforación de las dos primeras filas representa una letra; el resto de filas se refiere a nombre, apellidos, calle y demás…
Pero Carver no la escuchaba: estaba muy ocupado con el segundo manual, el que explicaba cómo poner en marcha el laberinto de ejes, vástagos y engranajes.
En menos de media hora, Delia había elaborado una tarjeta que, casi seguro, preguntaba por una mujer cuyos nombres de soltera y casada empezaban respectivamente por M y por E. Carver, sin embargo, seguía con las instrucciones de funcionamiento.
—¿Puedes hacerlo o no? —preguntó Delia.
El chico frunció el ceño y se quedó con la mirada perdida un segundo, pero de repente gritó:
—¡Sí!
—¿Seguro?
—No, qué va.
Dicho esto agarró la tarjeta de Delia y se dirigió a uno de los extremos de la enorme máquina. Allí puso con mucho cuidado los agujeros redondos de la tarjeta sobre las correspondientes protuberancias metálicas. Como indicaba el manual, antes de arrancar la máquina se aseguró de que el engranaje principal no estuviera trabado y de que la caldera tuviese suficiente agua.
Bajo la atenta mirada de Delia, echó papel y carbón a un pequeño horno contiguo a la caldera y le prendió fuego con una cerilla. Cuando aquel calentó el agua, la presión del vapor subió la manecilla indicadora y, al poco tiempo, el engranaje principal empezó a girar.
—¡Perfecto! —exclamó Carver, muy orgulloso de sí mismo.
—Pero no hace nada —observó Delia señalando el resto de la máquina.
—Todavía no, porque tengo que engranar el engranaje.
Cuando la manecilla de la presión llegó a la zona verde, Carver accionó la palanca que bajaba el engranaje principal. Por un momento temió que siguiera sin pasar nada, pero la máquina entera se estremeció y sus piezas empezaron a moverse. No era de extrañar la aversión que le inspiraba a Beckley. El ruido resultaba insoportable, como si estuvieran encerrados en una habitación con una locomotora. No obstante, era asombrosa de ver.
Ejes con ruedas metálicas en las que figuraban grabados de números y letras giraron. Vástagos metálicos, similares a dedos, entraron y salieron, agarrando aquí y soltando allá. Dentro del armazón, miles de tarjetas perforadas cambiaron de lugar, cada vez más deprisa, como canicas rodando por un laberinto. Hipnotizados por las piezas móviles y las tarjetas que parecían clasificarse por arte de magia, ni Delia ni Carver notaron que el ateneo se estaba llenando de humo.
Por fin, los ojos de Carver volaron a la caldera. De la parte inferior salían espesas nubes negras.
—¡El fuego no tiene ventilación! —gritó el chico corriendo hacia el horno.
En cuanto abrió la pequeña puerta de hierro, una bocanada de humo lo obligó a retroceder trastabillando. Solo había conseguido empeorar las cosas. Ahora, además de humo, el fuego lanzaba chispas. Si una de aquellas partículas encendidas caía sobre un libro o una hoja de papel, el ateneo sería pasto de las llamas. Perfecto. Por si no había tenido suficiente con un intento de inundación, ahora provocaba un incendio.
—¡Agua! ¡Trae un cubo de agua! —le gritó a Delia, pero no se la veía por ninguna parte.
Con los ojos llorosos, Carver se abrió paso hasta la caldera, se envolvió la mano en la manga de la camisa y cerró la puerta. Después, conteniendo el aliento lo más posible, se dirigió a la parte trasera de la máquina con la esperanza de encontrar algo similar al tiro de una chimenea.
Ya no podía más, y el tiempo pasaba. Tenía que haber un conducto de ventilación, tenía que haberlo. Por fin sus llorosos ojos distinguieron un cilindro metálico que salía del horno. En su superficie había un pomo. Tiró de él y se echó atrás.
Por encima del estruendo de los engranajes, se oyó un débil runruneo eléctrico. Carver siguió retrocediendo en busca de aire más limpio. Estaba jadeando y tosiendo cuando Delia llegó a todo correr con una palangana llena de agua.
Entre jadeos, Carver la detuvo y dijo:
—Espera… creo que…
El aire se aclaraba poco a poco. Enseguida, a pesar de que aún quedaba una buena humareda, la mayor parte se disipó.
—¡Uf! —exclamó Carver.
Pese a sentir un gran alivio, Delia notó que a la máquina le pasaba algo raro:
—Los engranajes siguen girando, pero las tarjetas ya no se mueven. ¿Se ha roto?
Carver se dirigió al extremo opuesto.
—No, yo creo que ha terminado —contestó, y se agachó para extraer una ficha con agujeros recién hechos—, y aquí está nuestra respuesta.
—¿Una sola ficha? —inquirió Delia.
Carver se encogió de hombros. Después de mirar cientos de Jay Cusacks, parecía de lo más raro.
—Quizá la lista está incompleta. La máquina puede haberse roto o quizá es que solo hay una posibilidad.
—¿Qué dice?
—Eso tendrás que descifrarlo tú —dijo Carver entregándole la cartulina.
Delia, que había olvidado por completo lo de volver al Times, repasó el libro de codificación. Pocos minutos después, su rostro palidecía.
—¿Qué pasa? —preguntó Carver.
—Samantha Miller Echols —contestó Delia con voz ronca—, la madre de Finn.