Capítulo 65

CARVER solía disfrutar del silencio del ascensor neumático pero, en ese instante, hubiera preferido que algún estruendo amortiguara su desbocado corazón. Corrió por los pasillos, subió como un rayo al vagón cilíndrico y, al llegar a la plaza, profirió un grito que resonó en todos los rincones del más sofisticado laboratorio criminológico del mundo.

«El juego es para ti».

Ya no podría convencer de nada a Roosevelt, a menos que él mismo resolviera el caso. ¿Eso pretendía Hawking con todo aquel revuelo? ¿Y dónde estaba en ese momento el detective loco? ¿Había vuelto cojeando al Octágono para contar el dinero de Echols? ¿Le quedaba a Carver una sola persona en la vida en quien pudiera confiar?

Tras soltar otro grito, descolgó el teléfono y marcó el número del New York Times.

—¡Dicen por ahí que le has mentido a Roosevelt! —siseó Delia.

—Lo que ha pasado —dijo Carver apretando los dientes— es que estoy metido en un lío por decirle la verdad. ¿Puedes venir a los Devlin? Me estoy volviendo loco; no me vendría mal una ayuda… o un poco de compañía.

—Considerando que todo el mundo está en la sala de redacción hablando del último asesinato y que yo estoy aquí atascada con los pasatiempos, me muero por hacer algo útil. Dame cinco minutos para terminar el anagrama de hoy, aunque este lo podría hacer hasta un mono, la verdad.

La línea se quedó muda, pero Carver sintió que el enorme peso que acarreaba había disminuido un poco.

Cuando abrió la puerta del ascensor que daba a la calle, Delia ya estaba esperando.

—Qué rápida —dijo Carver.

Ella le sonrió, lo empujó de nuevo hacia el ascensor y entró detrás de él.

—Tengo una hora, dos como mucho. Todos están tan entretenidos que no creo que nadie recuerde cuándo he dicho que bajaba a comer. ¿Entonces qué ha pasado?

Carver se lo contó a toda prisa.

Y lo primero que dijo Delia fue:

—Pobre Finn.

—¿Pobre Finn? —repitió Carver horrorizado—. ¡Insultó al señor Hawking!

—Él se limitó a decir lo que tú estabas pensando. ¿Para eso me has hecho venir? ¿Para darme lástima?

—No… —dijo Carver, aunque hubiera querido contestar que sí, que por supuesto—, pero… ¿qué piensas tú de Hawking?

—Suponiendo que no me vas a pegar por estar de acuerdo contigo, yo creo que tienes razón. El golpe en la cabeza y la muerte del señor Tudd le han nublado el juicio. Aunque sea de una forma retorcida y horriblemente peligrosa, da la impresión de que sigue intentando enseñarte.

—¿Haciéndole creer a Roosevelt que soy un mentiroso? —dijo Carver cuando entraban al ateneo.

—Por lo menos te ha dejado una biblioteca estupenda —contestó Delia.

Al principio había llamado a su amiga simplemente para verla, pero al toparse con su escritorio sintió la urgencia de hacer algo más que «quedarse sentado». La acercó una silla a Delia y replicó:

—Vaya cosa. ¿De qué me sirven los libros si no sé qué hacer con ellos? Mi padre ha ido dejando pistas de su identidad, anagramas de sus nombres, pero eso no es precisamente una dirección donde buscar. No tenemos ni idea de dónde está ni de cuál será su próxima víctima… a menos que… haya dejado alguna pista sobre eso.

Delia lo miró fijamente, dubitativa y comentó:

—Tendría que ser una pista muy buena. En esta ciudad hay lo menos un millón de personas.

Carver se dejó caer en el asiento y dijo:

—El señor Hawking me enseñó a reducir la lista basándome en lo que ya sabía. Sabemos que el Destripador solo ataca mujeres, ¿verdad?

—Eso la reduce a medio millón.

—Pero no solo son mujeres —siguió Carver—. En Londres atacaba a prostitutas, pero aquí va tras las damas de la alta sociedad. Eso la reduce bastante más. ¿Qué otras cosas sabemos? Lo que sea, aunque parezca de cajón.

—¿De cajón? Le gustan las pistas de letras y de nombres, de los suyos al menos.

—Su nombre. Eso está bien —dijo Carver—. ¿Y los de las víctimas?

Echó mano a un volumen de periódicos de 1889 y lo abrió por una página marcada.

—Este reportero trató de imaginarse dónde vivía el Destripador. Suponiendo que era en Whitechapel, confeccionó una lista de las víctimas y de los lugares donde las asesinaron.

Empujó la lista hacia Delia y la señaló:

Mary Ann Nichols, Buck’s Row

Annie Chapman, Hanbury Street

Elizabeth Stride, Dutfield’s Yard

Catherine Eddowes, Mitre Square

Mary Kelly, Miller’s Court

—Bien, ¿pero qué buscamos? —preguntó Delia.

—No lo sé. Tú eres la experta en rompecabezas. ¿Ves algo en común en los nombres? Las fechas, las palabras, algo…

—¿Quieres decir que puede estar reproduciendo los crímenes? No es un aniversario; las fechas no coinciden…

—Ha cometido un asesinato doble —dijo Carver—, y ha reproducido incluso parte de la carta original. A Stride y Eddowes las mató el mismo día, como ha pasado con Parker y Petko. Roosevelt mencionó que los dos apellidos empezaban por P, ¿puede significar algo?

Ambos miraron la lista con gran concentración, sin descubrir nada de nada. Por fin Delia rompió el silencio:

—Quizá deberíamos empezar por lo de aquí.

—De acuerdo, escribiré la lista de las nuevas víctimas —dijo Carver. Nada más acabarla hizo una mueca.

—¿Qué pasa? —preguntó Delia. Carver volvió el cuaderno hacia ella y señaló la lista de nombres:

Elizabeth B. Rowley

Jane H. Ingraham

Rowena D. Parker

Reza M. Petko

—No lo entiendo. Es… —Delia miró la lista, confiando en ver algo de un momento a otro. Antes de que la palabra se formara por completo, sus ojos se iluminaron—. ¡Cielo santo! Las iniciales de los apellidos forman RIPP, de Ripper, Destripador, ¡su principal apodo!

—Y le faltan la E y la R —dijo Carver—. Otro juego estúpido, y para completarlo debe cometer dos asesinatos más.

—¿Cómo no se habrá dado cuenta nadie?

—Quizá alguien de la policía lo haya visto —contestó Carver encogiéndose de hombros— y estén trabajando en ello. Yo le hablé a Roosevelt de los anagramas, y él me habría creído si Hawking no hubiera cambiado… ¿Adónde vas?

Delia corría hacia los estantes.

—Si llevamos razón —dijo sin detenerse—, la siguiente víctima será una mujer rica cuyo apellido empiece por E.

Volvió con una guía de sociedad, pasando las páginas mientras se acercaba. De pronto se detuvo, anonadada:

—Edders, Egbert, Eldwin… hay centenares.

—Eso es mejor que un millón —dijo Carver recordado lo abrumado que se había sentido al empezar la búsqueda de su padre.

—Si no podemos salvarla, no —replicó Delia, dejando la guía abierta sobre la mesa—. ¿No hay nada más? ¿Ninguna otra cosa en común?

—¿Y los lugares de los crímenes?

—La biblioteca Lenox, las Tumbas, la jefatura —recitó Carver—; edificios públicos en su mayoría.

Ambos repasaron la lista de las fallecidas, antiguas y nuevas, una y otra vez. De puro cansancio, Carver empezó a perder la concentración pero, como le gustaba tanto la compañía de Delia, no hizo ningún comentario. No pudo evitar, sin embargo, que se le fueran los ojos a su piel, a sus mejillas, sobre todo cuando ella se retiró de la mesa y estiró el cuello.

Delia dejó de estirarse al notar que Carver la observaba. Sus ojos se encontraron.

—Tengo que volver —dijo ella—. A lo mejor consigo escabullirme pronto y podemos seguir con esto. Por lo menos podré decirle a Jerrik lo de RIPP.

Al ver que su amiga se levantaba, Carver sintió el apremiante deseo de no dejarla ir. Se volvió, hecho un manojo de nervios, y sus ojos cayeron de nuevo en la lista de las víctimas recientes, encabezada por Elizabeth B. Rowley.

B. Rowley, B. Rowley. Resultaba familiar, ¿no?

—Buck’s Row —dijo en voz alta.

—¿Qué? —preguntó Delia.

—B. Rowley, B. Row. Buck’s Row, el callejón donde asesinó a la primera víctima, Mary Ann Nichols. La B es la inicial del segundo nombre de la primera víctima de Nueva York.

Delia se puso rígida, volvió a sentarse y dijo:

—No creo que sea un segundo nombre: las mujeres acostumbran a conservar la inicial de su apellido de solteras.

Volvieron a inclinarse sobre la lista.

—Jane H. Ingraham. ¿Podemos encontrar su apellido de soltera? —preguntó Carver.

Sacaron los artículos sobre la muerte de Ingraham, casi desgarrando las páginas por su ansia de volverlas.

—¡Aquí! —gritó Delia, y su voz resonó en el amplio espacio—. Donde las notas necrológicas: ¡Jane Hanbury Ingraham!

—Annie Chapman, segunda víctima original, asesinada en Hanbury Street —dijo Carver—. Tiene que haber más coincidencias.

Aunque no encontraron nada que coincidiera con la M de Reza M. Petko, Carver descubrió una nota de sociedad donde el padre de Rowena Parker figuraba como John Dutfield. Elizabeth Stride había muerto en Dutfield’s Yard.

—Lo que significa —anunció Delia— que la próxima víctima tiene un nombre de casada que empieza por E y uno de soltera que empieza con M, por Miller’s Court.

—Allí encontraron a Mary Kelly, última víctima de Whitechapel. Ese fue… fue el asesinato más brutal de todos. De todas formas, tenemos que mirar los apellidos que empiecen por E. Nos llevará horas, quizá días.

—Entonces hay que empezar cuanto antes —dijo Delia mirando la guía de la mesa.

—¡Un momento! —Carver chasqueó los dedos—, ¡la máquina analítica! Según Emeril, contiene los nombres de los neoyorquinos de clase alta, y ya no queda nadie en la biblioteca que nos impida probarla.

—Pero si no sabes ni cómo ponerla en marcha —objetó Delia—. Además, ¿no tendríamos que fabricar nuestras propias tarjetas perforadas para hacerle la pregunta?

Carver se dirigió al escritorio de Beckley y dijo:

—Sé dónde están las instrucciones. Podemos echarles un vistazo. ¡Y a ti se te dan bien los rompecabezas! Lo podría hacer un mono, ¿recuerdas? Si no va a pasar nada…