—¿EL asesino es tu padre y tú formas parte de una organización secreta de detectives?
—Sí.
—¿Que está en los almacenes Devlin? —preguntó el inspector por enésima vez.
Carver y Hawking habían sido separados nada más entrar a las lujosas dependencias, y el viejo detective no había dedicado a su pupilo ni una mirada cómplice. Carver había decidido contar la verdad, pero estaba resultando bastante más complicado que mentir.
—Debajo. La sede central es una prolongación del metropolitano neumático de Beach —explico Carver.
—Quizá montaran ustedes de niños, yo sí lo hice —terció Sabatier con su inalterable sonrisa. Después sus ojos verdes saltaron del inspector hacia Carver y hacia Roosevelt—. ¿Sería mucho pedir que estas dos mentes privilegiadas formularan otras preguntas?
El inspector miró de través al abogado.
—Tiene razón —admitió Roosevelt—. Esto no nos lleva a ninguna parte. Sabatier, me gustaría hablar un momento a solas con el chico, sin tantas… formalidades.
—Me temo que no puedo… —empezó Sabatier, meneando la cabeza.
—No pasa nada —cortó Carver—. Cualquier cosa es mejor que estar aquí sentado repitiendo siempre lo mismo.
—No me parece lo más acertado, pero en fin. ¿Será usted consciente de que una conversación privada no es admisible como prueba ante un tribunal? —preguntó el abogado a Roosevelt.
Este asintió y Sabatier se volvió hacia el inspector para decirle:
—¿Le apetece un whisky escocés?
—Mientras estoy de servicio no —gruñó el otro.
—Entonces quizá le apetezca mirar cómo me lo bebo yo —dijo Sabatier saliendo con él. Antes de cerrar la puerta, miró a Roosevelt y añadió—: Diez minutos. Ni un segundo más.
Roosevelt se acercó a Carver y dijo:
—El tipo con el que te peleabas era mucho más grande que tú. ¿Te gustan los desafíos imposibles o conocías al chico de antes?
—Las dos cosas —respondió Carver—, conozco a Finn del orfanato Ellis.
—Le diste unos buenos mamporros. Fue impresionante, pero no estuvo bien.
—Ya dije que lo sentía.
—¿Haberle pegado?
—No… haberle pegado en esas circunstancias.
Roosevelt se permitió una risita.
—Así que tú no te limitaste a quedarte sentado frente al matón, como tu señor Hawking. No es necesario que me contestes a eso. Si hacemos que repitas tu historia, es para descubrir las contradicciones. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí —contestó Carver.
—Pues no has cometido ninguna, lo cual significa que o estás muy bien entrenado o crees en lo que dices. El difunto señor Tudd quería hacerme creer que eras un iluso, pero también quería hacerme creer que él me era fiel. Sé que eso no era verdad y que tú pareces bastante sensato. ¿Irrumpiste en la fiesta del Times porque encontraste la carta y estabas seguro de que era de tu padre?
—Sí.
—En casa de los Ribe estabas dispuesto a contármelo todo, pero Tudd te lo impidió.
—Así es.
—Alice se quedó impresionada contigo —dijo Roosevelt entrecerrando los ojos—. Yo no, no del todo, no todavía. Que no estés mal de la cabeza no significa que digas la verdad. Los anagramas que has descubierto se basan en un rastro que empieza con una carta extraviada, según tú —añadió enlazando las manos a la espalda y recorriendo el despacho arriba y abajo—. Siempre me gusta conocer bien a mis enemigos. Echols es una sabandija, ¿no crees?
—Sí —contestó Carver, sorprendido al ver que Roosevelt utilizaba la misma palabra que su mentor.
—Quiere desautorizarme porque le debe mucho a la corrupción que yo combato y porque le encanta ser el centro de atención. Pero, créeme, a diferencia del señor Hawking, Tudd no trabajaba para Echols. Guardaba silencio para defender la existencia de una organización extraordinaria. Por otra parte, en la habitación contigua, tu mentor no ha dicho nada de ellos ni de tu relación con el asesino. ¿Por qué?
—No lo sé —contestó Carver.
—¿No lo supones?
Carver no quería decir lo que en realidad pensaba: que su mentor parecía cada vez más trastornado.
—¿Para protegerme? ¿Por qué quiere que se lo cuente yo? Dice que tengo un gran futuro.
—¿Ah, sí? Pues estar preso no es futuro para nadie, jovencito. Deberías aprovechar mejor tus oportunidades.
—No todos tenemos las mismas oportunidades, señor —replicó Carver ceñudo.
—Muy cierto —admitió Roosevelt. Luego inclinó la cuadrada cabeza hacia delante—. No sé qué hacer contigo. Eres inteligente, pareces tener principios, pero hay algo en ti que no me cuadra. Eres como una criatura exótica que uno se tropezara mientras caza. Sin embargo, voy detrás de una pieza mayor y no puedo desviarme de mi objetivo. Al final, todo se reduce a esto: mis agentes te llevarán a los almacenes Devlin y tú les enseñarás esa mágica sede tuya, si es que existe.
Carver exhaló un suspiro y sonrió.
—Gracias.
—Y espero que exista, por varias razones. Una organización así representaría una ayuda inestimable. Si no es el caso, si estás tratando de engañarme por alguna razón, en cuanto atrapemos al asesino y yo disponga de un poco de tiempo libre, me aseguraré de presentar cargos contra ti por entorpecer una investigación policial.
Pese a que Roosevelt pretendía amedrentarlo, Carver no perdió la sonrisa.
—No se preocupe. Allí estará.
Roosevelt le dedicó una rápida inclinación de cabeza y salió de la habitación.
Por alguna razón misteriosa, Hawking había preferido no ir, pero Carver, Sabatier y dos de los agentes de Roosevelt se encontraban en el lateral de los almacenes Devlin.
Pensando que las palabras del Comisionado significaban que, después de todo, había un futuro para la Nueva Pinkerton, un emocionado Carver se arrodilló junto a los tubos metálicos. Los agentes flanqueaban el rectángulo de cemento de la acera. Sabatier se entretenía limándose las uñas.
—Es como una cerradura de combinación —explicó Carver.
—Pues adelante.
El tubo no se movió. Carver lo agarró de nuevo y giró y tiró con más fuerza. ¿Estaba atascado? Lo intentó por tercera vez, hasta que las manos le resbalaron por la fría superficie.
Los agentes se miraron.
—¡Está aquí! —gritó Carver.
—Ajá. Una cerradura de combinación.
—¡Está aquí debajo! ¿No lo entienden? ¡Alguien ha cambiado la combinación! —Carver trató de mover los demás caños, con patadas incluidas, pero no consiguió nada. Solo se detuvo cuando reparó en que se había congregado un grupito de gente para observar sus maniobras.
Mientras uno de los detectives les ordenaba circular, el otro se volvió hacia Sabatier y dijo:
—Vamos a informar al Comisionado, querrá presentar cargos.
—Suerte que el chico dispone de un abogado excelente —dijo Sabatier sonriendo de oreja a oreja.
Los dos agentes se montaron en el carruaje de la policía y se marcharon.
—No lo entiendo —protestó Carver volviendo a tirar de un tubo.
Sabatier esperó hasta que el coche de la policía se perdió de vista, después sacó un sobre blanco del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó a Carver diciendo:
—Para ti.
—¿Qué es esto?
—No lo sé.
—¿De quién es?
—Buenos días, señor Young. —Sabatier se tocó el ala del sombrero y se perdió entre la multitud.
Carver, furioso, confuso, avergonzado, rasgó el sobre y desdobló la única hoja de papel que contenía. Allí, trabajosamente mecanografiada tecla a tecla, estaba la nueva combinación.