HORAS después la mesa de roble estaba llena de notas, libros y artículos de periódicos, en una pila de equilibrio tan precario que Carver se imaginó al señor Beckley explotando de horror al verla. Al no estar el bibliotecario, Carver pensó en utilizar la máquina analítica y le explicó a Delia el sistema de las tarjetas perforadas. Sin embargo, ignoraba cómo ponerla en marcha y en qué podría ayudarlos.
En vez de la máquina, Delia se sentó enfrente de Carver, pluma estilográfica en ristre, y empezó del mismo modo que Carver la primera vez que acudió al ateneo: escribiendo una lista de lo que sabían. Cómo había encontrado Carver la carta, dónde la había encontrado, qué fecha tenía… Era un trabajo lento. Cada pregunta requería hojear docenas de páginas, cada revelación era más terrorífica que la anterior. Carver quería dejarlo más o menos cada quince minutos, pero Delia perseveraba.
—¡Venga, tienes que intentarlo! —Delia repitió su última pregunta—: La carta de tu padre llevaba fecha del 18 de julio de 1889. ¿Coincide eso con el final de los asesinatos, sí o no?
Carver asintió como atontado hacia la colección de artículos que acababa de leer.
—Depende de lo que preguntes. La última de las cinco víctimas más famosas, Mary Jane Kelly, fue asesinada el 9 de noviembre de 1888, pero después se produjeron otros asesinatos que pudieron o no ser obra suya. Una de las últimas víctimas se llamaba… McKenzie, creo. La recuerdo porque fue asesinada el 17 de julio de 1889, el día antes de ser escrita la carta que encontré.
Delia tomó nota y se dio golpecitos con la pluma en la barbilla.
—¿Hay más hechos que relacionen lo que pasó en Whitechapel con lo que está pasando aquí?
Carver observó la oscuridad.
—¿Carver?
—Todas las víctimas eran mujeres —contestó el chico encogiéndose de hombros.
—Dicen que odia a las mujeres.
—No parece que le gusten mucho, desde luego, pero quizá…
—¿Qué?
—No te ofendas, pero puede que simplemente le resulten más fáciles de matar. Son más débiles, y encima las de Whitechapel eran pobres y estaban desesperadas.
—Pero las de aquí no —señaló Delia—. Ha elegido a dos célebres y adineradas.
¿Por qué? Carver recordó la recomendación de Hawking: pensar como un asesino, como su padre. ¿Por qué escogía un tipo opuesto de víctimas? Pobres. Ricas. La diferencia no podía ser mayor.
¿Era por eso? ¿Había elegido algo tan distinto para llamar la atención? ¿Igual que había querido llamarla al dejar uno de los cadáveres en las Tumbas? Carver frunció el ceño.
—¿Qué? —preguntó Delia.
—Algo que han dicho Hawking, Tudd y Roosevelt, y no coincidían muy a menudo. Los tres pensaban que esto es algún tipo de juego. Mujeres pobres, mujeres ricas, el cuerpo dejado en las Tumbas, mi carta y la carta del Times, y los nombres que me llevan de un sitio a otro.
—¿Nombres?
—Jay Cusack y Raphael Trone —explicó Carver—. Los descubrí cuando trataba de encontrar a mi padre, cuando aún pensaba que eso era buena idea.
Carver miró cómo los escribía Delia y dijo:
—Cusack es con una ese, y Trone es con… ¡un momento! ¿Me lo dejas ver?
Agarró la hoja y miró fijamente el primero de los nombres, con la ese de más limpiamente tachada. Se lo había dicho a sí mismo un montón de veces, pero solo en ese instante vio las letras separadas por primera vez.
—¿Cómo se llamaban esos rompecabezas de letras? —preguntó.
—¿Anagramas?
—¡Eso! —exclamó Carver tachando más letras. Acababa de encontrar la palabra Jack cuando Delia soltó:
—¡Saucy Jack! ¿Jay Cusack es Saucy Jack?
—Así es, el Destripador se llamó a sí mismo Saucy Jack, o Jack el Descarado, en una de sus cartas —contestó Carver. Sacó del montón una carpeta con recortes de periódicos y añadió—: Aquí está. En una postal que envió a la Agencia Central de Noticias. Este artículo no reproduce la postal, pero sí lo que decía:
No fue broma querido Jefe cuando le di el consejo, mañana tendrá un dos por uno de Jack el Descarado la primera chilló un poco y no me dio tiempo a cortar las orejas pa los polis. Gracias por guardar mi última carta hasta que entruve en faena.
Jack el Destripador
—Jack el Descarado, y repite lo de Jefe, y comete faltas de ortografía —dijo Delia—. ¿Quién crees tú que es el jefe?
—No sé, pero lo menciona en las cartas que envió a Scotland Yard y en las dos de aquí. Yo creo que era alguien para quien trabajaba, un jefe de verdad.
Mientras Delia miraba el artículo, Carver repasó las notas de su amiga.
Raphael Trone. Empezó a cambiar las letras de sitio otra vez, hasta que se derrumbó en la silla.
—Raphael Trone. Leather Apron, o Mandil de Cuero. Otro de los apodos que los periódicos londinenses pusieron al asesino. Esto es un juego.
—¿Entre él y la policía?
Carver meneó la cabeza. No se encontraba bien.
—Quizá en Whitechapel lo fue, pero creo que ahora es entre él y yo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué mandó esa carta al orfanato? —se preguntó Carver con tono ausente—. ¿Quería que yo me enterase de quién era y de lo que estaba haciendo? ¿Quería fanfarronear? Tú dices que no soy como él, pero mira lo que le hice a Tudd.
—Tú no has matado a nadie, Carver —protestó Delia sosteniéndole la mirada. Luego parpadeó y miró más allá del chico—. Uy, qué tarde. Lo siento, tengo que volver. ¿Crees que ya has recopilado suficiente información para hablar con Roosevelt?
—¿Sin la carta de mi padre? Yo creo que no es suficiente ni para convencer a Jerrik Ribe.
—Llevas razón. Seguiremos buscando mañana. ¿Puedo contarle algo de esto a Jerrik? Me sería más fácil venir si le digo algo.
—Haz lo que quieras —contestó Carver encogiéndose de hombros—. Vamos, te acompaño a la calle.
—No me gusta nada dejarte solo. ¿Estarás bien? ¿Sabes cuándo volverá el señor Hawking?
—No me lo ha dicho, pero no te preocupes. No hay sitio más seguro que una sede central secreta.