Capítulo 58

AL volver a la sede central, Carver se derrumbó en una silla. Hawking dio zancadas a su alrededor, cada vez más inquieto, hasta que por fin dijo:

—Tengo que irme, Echols me espera.

—¿Por qué trabaja para él? —preguntó Carver.

—¡Ahora no es momento! No puedo dejarte solo, tal como estás podrías hacer cualquier… ¡la chica! Llama a tu amiga la reportera. Dile que te espere a la salida. No le cuentes nada por teléfono.

—Pero…

—¡Hazlo!

Demasiado débil para discutir, Carver levantó el auricular de un teléfono candelero.

—Edificio New York Times, por favor.

Mientras esperaban, Hawking agitó su mano sana en el aire y dijo:

—La sala de redacción estará hasta arriba de llamadas: falsas pistas, falsas confesiones… Pregunta por otra sección. ¿Dónde trabaja? Di que quieres quejarte de algo.

Cuando la telefonista contestó, Carver dijo:

—Quiero… quiero quejarme del crucigrama de ayer.

—Le pongo con la sección de pasatiempos, señor —dijo una voz entre crujidos.

Carver cerró los ojos.

—Sección de pasatiempos —respondió una voz joven y desenvuelta.

—¿Delia?

La voz se redujo a un susurro urgente:

—Carver, ¿dónde estás? ¿Qué está pasando?

—¿Puedes encontrarte en el parque conmigo dentro de cinco minutos? —preguntó el chico mirando a Hawking.

—¿Cinco minutos? No hago el descanso para comer hasta… sí, está bien. Voy ahora mismo.

En cuanto colgó, Hawking lo arrastró hacia el metro diciendo:

—Esa chica puede ayudarte con Roosevelt.

—No he encontrado la carta original. He fracasado.

—No has fracasado —contradijo Hawking—. Si no la encontraste era porque no estaba. Lo has hecho bien, esto y lo de antes, llevas haciéndolo bien todo el rato y seguirás haciéndolo igual de bien de aquí en adelante.

Carver hubiera querido darle las gracias, pero la impresión por recibir tal halago sumada a la impresión del depósito de cadáveres lo enmudeció por completo. Los dos guardaron silencio hasta que salieron a Broadway y Hawking paró un coche.

—Volveré lo antes que pueda —le dijo su mentor antes de irse.

Poco después Carver paseaba con Delia por el parque contándole los sucesos de los últimos días entre carraspeos y vacilaciones, con el temor de ver de nuevo en sus ojos una mirada de reproche o, peor aún, de repulsión.

—¿Hiciste que encarcelaran al hombre que pegaste y él murió en la cárcel? —preguntó Delia frunciendo el ceño—. ¿Y dices que fue idea tuya?

Carver se retorció de angustia.

—Delia, ¿qué otra cosa podía hacer? ¡La que decía que estaba mal ocultar pruebas eras tú! ¡Tudd le dijo a Roosevelt que yo estaba loco! ¡Ocultaba la carta!

Delia ni se inmutó.

—¿Qué te está enseñando ese hombre exactamente? ¿A luchar contra el crimen o a ser un criminal?

—Creo que esto no ha sido buena idea —dijo Carver con tristeza cuando cruzaban Broadway—. De no ser por el señor Hawking, yo estaría en la cárcel. Además, arriesgó su vida para atrapar a mi padre.

—Entonces es que además de no ser trigo limpio, está loco. Y ahora, encima, está trabajando para ese… ese… Echols.

—¡Tendrá sus razones! —protestó Carver—. Puede que lo necesite como excusa para trabajar en el caso. Pero… tengo que contarte algo peor.

Cuando se acercaban a los almacenes Devlin, dudó, temeroso de que Delia lo odiara de por vida.

—¿Has oído hablar de Jack el Destripador? —dijo por fin.

—¿Entonces sabes lo de las cartas?

—Sí, y ya no hay duda. Mi padre… el asesino de las Tumbas… y Jack el Destripador… son la misma persona. Puede que lleves razón al odiarme. Al fin y al cabo, soy hijo del mismísimo diablo.

—Oh, Carver, lo siento —dijo Delia, todo su desagrado convertido en simpatía—. La noticia ha corrido como la pólvora por toda la sala de redacción; no saben si publicar o no las cartas. Yo quería decírtelo, pero no sabía dónde encontrarte. Puedo imaginarme lo que significa para ti tener a… alguien así como padre. Carver… no sé qué decir, me siento inútil y no me gusta. Quiero hacer algo. Espera, ¿qué haces?

—Hay algo que puedes hacer —dijo Carver arrodillándose junto a uno de los tubos. Mientras Delia lo observaba con fascinación, él giró y tiró en el orden establecido. La puerta de la fachada se abrió de golpe.

—¡La repanocha! —exclamó Delia.

—Pues esto es solo el principio —dijo Carver conduciéndola al ascensor.

Cuando viajaban en el metro neumático, Delia estaba tan maravillada que temblaba como una hoja. Su emoción consiguió distraer un poco a Carver de sus preocupaciones.

—¿Hay más? ¿Cuándo lo han hecho? ¿Por qué no hay más por toda la ciudad?

Carver extendió las manos para detener el aluvión de preguntas.

—Te explicaré todo lo que quieras, pero me gustaría que antes vieses algo.

Cuando salieron del vagón, la expresión de Delia, el rosa de sus mejillas y el centelleo de sus ojos hicieron que Carver sintiera algo muy parecido al orgullo.

—Está más bonito con gente —dijo.

—Pues nosotros somos gente. ¿Por qué estamos aquí, Carver?

Él se lo explicó de la forma más sencilla que pudo, y acabó por decir:

—Yo no quiero revelar la existencia de la Nueva Pinkerton, pero sí quiero que la policía sepa lo mismo que yo. Soy el mejor vínculo con el asesino, y tengo que resumirlo todo de modo que convenza a Roosevelt. Como tú eres escritora, me gustaría que me ayudaras. Sin la carta de mi padre no será fácil, pero si funciona, Jerrik será el primero en enterarse de la historia. Eso le ayudaría en su carrera, ¿no?

A Delia se le iluminó la cara.

—¡Claro que sí! Gracias por pedírmelo, de verdad. Nunca me hubiera imaginado que podría hacer algo tan importante. ¿Por dónde empezamos?

Él la condujo por la plaza hasta el ateneo. El cavernoso espacio estaba vacío y las enormes filas de libros eran sobrecogedoras.

Pese a que no había nadie a quien molestar, Carver susurró:

—Creo que primero deberíamos buscar todo lo que haya sobre Jack el Destripador.