Capítulo 57

CARVER sufrió un mareo. ¿Jack el Destripador? ¿Su padre era Jack el Destripador?

El abismo sobre el que Hawking le había prevenido se abrió ante sus pies, y Carver se sintió perfectamente capaz de arrojarse a él de cabeza. El líquido de embalsamar olía cada vez más fuerte; la habitación daba vueltas.

De la ventana llegó un golpeteo. Era Hawking. De alguna forma, Carver se había arrastrado hasta ella y la había abierto un poco.

—¿Qué pasa? —susurró el detective.

—Mi padre…

Carver se acercó aún más a la ventana y se apoyó en la pared; le temblaban las piernas. Arriesgándose a ser descubierto, Hawking se arrodilló para verle la cara.

—¿Qué has encontrado? Dámelo.

El chico levantó una mano temblorosa y le entregó la carta. Tras mirarla, Hawking apretó los dientes.

—¿El muy insensato estaba ocultando esto? ¿En serio se creería capaz de atrapar él solo al Destripador?

—¿Estaba usted al tanto de las sospechas de Tudd? ¿Por qué no me lo dijo?

—Claro que estaba al tanto de la absurda teoría de Tudd, y me asombra que las similitudes de los crímenes no te hicieran sospechar a ti. No creo que fuese por no haber oído hablar del asesino de Whitechapel; al fin y al cabo, eras aficionado a las novelas de detectives. En esa época tenías siete años, suficiente para leer los periódicos. La carta de tu padre procedía de Londres, y era de la época de los asesinatos. Solo tenías que sumar dos y dos.

Carver había oído hablar de Jack el Destripador, por supuesto. Su terrible tanda de asesinatos era el caso sin resolver más famoso de todos los tiempos. Durante cuatro meses de 1888 había hecho una carnicería con cinco prostitutas de un barrio bajo de Londres. Hasta había enviado a la policía un riñón humano.

No lo atraparon, simplemente los asesinatos se interrumpieron.

—La señorita Petty no nos dejó leer los periódicos durante ese tiempo. Decía que era un asunto muy desagradable. Yo intenté leerlos, pero solo conseguí enterarme de algo por el cocinero —explicó Carver, y a continuación cayó de rodillas—. Mi padre…

—¡Chico! —siseó Hawking desde la ventana—. ¡Como se te ocurra desmayarte no sales de aquí en la vida! ¡Levántate! ¡Ahora mismo! Vete a la puerta. Sal de ahí. Necesitas aire. ¡Vamos!

Carver se tambaleó, pero fue capaz de levantarse y seguir las órdenes de Hawking, que siguió guiándolo:

—Eso es. Cruzas la puerta y sales por donde has entrado. Estaré esperándote.

Lo siguiente que Carver sintió fue el aire frío en la cara al salir tropezándose por la puerta lateral. Un frenético Hawking lo agarró y tiró de él para cruzar rápidamente la calle.

—Esto no es ninguna novela, chico —le dijo su mentor mientras avanzaban—, es la vida real, y la vida no ha cambiado, tú sí. Bienvenido al abismo. A partir de aquí eres tú quien decides si te arrojas o no. ¿Voy a tener que llevarte a Blackwell y encerrarte en una celda acolchada como a esa pobre mujer que no soportó la obra de teatro?

—Quizá sería lo mejor —farfulló Carver.

Hawking lo agarró por los hombros con ambas manos y lo sacudió.

—No digas estupideces. No pienso dejar que arruines mi arduo trabajo. Tú seguirás adelante, igual que hiciste al descubrir que tu padre no era precisamente tan recto como Sherlock Holmes. ¿Recuerdas lo que te dije entonces?

—Que yo no tenía por qué ser como él.

—Eso es, y también te dije que podías haber heredado algo de su astucia. Él la utiliza para matar, pero tú vas a utilizarla para descubrirlo. Eres el más capacitado para ello. ¿Lo entiendes, chico? ¿Querías ser detective? ¿Era tu sueño? Pues ya lo eres. Eres un detective que trabaja en el mejor laboratorio criminológico del mundo, ocupando un puesto privilegiado para atrapar al más famoso asesino desde que Caín mató a Abel. ¡No es momento de blandenguerías!

Sin embargo, pese al malhumorado sermón, era Hawking quien por primera vez ayudaba a Carver a seguir caminando.