EN la calle seguía habiendo luz.
—¿No deberíamos esperar a que anocheciera? —preguntó Carver.
—No hay tiempo —contestó Hawking, moviéndose a una velocidad sorprendente—. El celador tiene la siguiente hora libre. Después trasladarán el cadáver a una funeraria para la cremación, y no sé a cuál.
Carver, cargado con un montón de periódicos vespertinos, se esforzaba por seguir el paso de su mentor.
—¿Cómo puede saber todo eso?
—Emeril ha averiguado lo que ha podido.
—¿Está también en esto? ¿No le molesta?
—Sabe que es necesario.
En la calle Center se detuvieron para mirar hacia las Tumbas.
—Estamos cerca del lugar del último asesinato de tu padre —comentó Hawking—, pero no creo que se arriesgue a actuar a plena luz del día.
Al ver la calle Leonard, Carver sintió un escalofrío, y la sensación aumentó cuando pasaron por la botica en la que Hawking había estado a punto de encontrar la muerte.
Cruzaron la calle y pasaron por delante de las Tumbas, donde el aire estaba cargado de azufre, hasta llegar a un pequeño edificio de tres plantas rodeado por una verja de hierro. Desde allí, Hawking contó las ventanas semicirculares del sótano de la cárcel.
—Cinco, seis, siete… allí —se detuvo y apoyó la espalda en la verja—. Mira con disimulo: el depósito de cadáveres está justo detrás de mí. Tudd se encontrará sobre una mesa, preparado para el transporte. Doy por supuesto que recuerdas cómo era —añadió, y dirigió el bastón bloque abajo—. Hay una entrada lateral a unos veinte metros a mi izquierda. Si te descubren en el interior, serás un vendedor de periódicos que debe hacer una entrega y se ha perdido.
—Señor Hawking, no sé si voy a poder hacerlo —confesó Carver.
—Yo tampoco —respondió su mentor—, pero estamos a punto de averiguarlo.
Carver se cambió los periódicos de mano y echó a andar. Llevaba la ganzúa debajo de aquellos, así que cuando bajó los dos escalones que conducían a la puerta del sótano, abrió esta con tanta rapidez que pareció que le habían abierto desde dentro.
Al entrar sujetó la puerta con el talón para que no diera un portazo. Después del asunto del ramo de flores y sus otras aventuras le parecía cada vez más fácil colarse en los edificios. Lo malo esperaba más adelante, más allá de la puerta doble sobre la que ponía Depósito.
Carver respiró hondo y la empujó con el fajo de periódicos. La amplia y fría sala estaba iluminada por el sol de la tarde que entraba por las ventanas semicirculares. El fuerte olor a sustancias químicas, en concreto a líquido de embalsamar, daba náuseas. Sobre una pared había una serie de pequeñas puertas de madera con manijas metálicas: los refrigeradores donde se guardaban los cadáveres.
Por lo menos no tendría que andar abriéndolos. Como Hawking había dicho, Septimus Tudd estaba sobre una camilla metálica cerca de la pared opuesta. Con los ojos cerrados, las manos entrelazadas sobre el vientre y el sombrero hongo sobre el pecho, daba la impresión de estar echándose una siesta.
Carver dejó los periódicos contra la puerta y se acercó. Cuanto más miraba a Tudd, más muerto le parecía. Su tórax estaba inmóvil, por supuesto, y la piel de su rostro de perro pastor se había caído todavía más, de una forma terrible y antinatural; además, salvo en el moratón debido al puñetazo de Carver, se había vuelto gris azulada.
—Lo siento —dijo el chico en voz baja.
¿Por dónde empezaba? ¿Cómo iba a poder?
Tenía que controlarse, acabar con aquello, hacerlo y ya está. Ya se sentiría mal después. Aguantando las náuseas que le provocaba el olor del líquido para embalsamar, agarró el bombín y lo dejó aparte. Lentamente al principio, fue palpando el lado izquierdo de la chaqueta de Tudd, perturbado por la frialdad del cuerpo que cubría, ese cuerpo que parecía más un objeto que un ser humano.
La dificultad del registro disminuyó según avanzaba, pero no mucho. Revisó la chaqueta, la camisa, los pantalones, incluso los zapatos. Nada. Después se dedicó al bombín.
Al pasar la mano por encima notó un bulto irregular debajo del ala. Nervioso y emocionado, metió los dedos por un descosido y sacó un sobre doblado. ¡Sí!
Su emoción disminuyó al ver que no era el sobre que había contenido la carta de su padre. Este era más grueso y en el remite decía Scotland Yard. Quizá Tudd lo había utilizado para proteger la carta…
Dentro había un trozo de papel grueso y resbaladizo. Lo abrió. Era papel fotográfico, un facsímil, con otro mensaje de su padre:
25 de septiembre de 1888
Querido Jefe:
No hacen más que dicir que la policía me tié pillao y de eso na. Qué risa me da cuando van de listos y presumen de andar tras la pista. Con esa guasa del Mandil de Cuero es que me parto. Odio a las putas y las pienso seguir destripando hasta que reviente. Gran trabajo el último. Ni tiempo de chillar tuvo la dama. A ver si me pillan, a ver. Me gusta mi oficio y estoy deseando entrar en faena. Pronto sabrá de mí y de mis jueguitos. Hasta recogí un poco de la cosa roja propiamente dicha de mi último trabajo en una botella de cerveza pa escribile la presente, pero se puso tan gorda que no he podío usala. La tinta roja pega, digo yo, ja, ja. A la siguiente le cortare las orejas pa mandárselas a los polis pa que se partan. Guarde la presente hasta que yo trabaje algo más, después suéltela. Mi cuchillo es tan bonito y tan afilao que quiero empezar lo antes posible. Buena suerte.
Atentamente
Jack el Destripador