CARVER y su flamante abogado compartían asiento mientras las ruedas del carruaje traqueteaban hacia el este, de vuelta a Broadway. Sabatier seguía siendo amable, pero estaba muy callado. Carver no sabía ni qué decir.
—Gracias —dijo por fin.
—No hay de qué —contestó el abogado.
—¿Así que el Comisionado Roosevelt se pondrá en contacto con usted?
—No lo dudes.
—¿Puede decirme qué está pasando?
—Me temo que todo lo que sabía se lo he dicho ya a los inspectores, no sé nada más, así que no, no puedo —contestó Sabatier lanzándole su blanca sonrisa—. Me pagan muy bien por saber solo lo que me cuentan.
Carver asintió con la cabeza y se reclinó en el asiento, y como el cuero era mucho más cómodo que la silla metálica del hospital, acabó por adormecerse. Dado lo prometido por Hawking, no se sorprendió cuando el coche de punto se detuvo en los almacenes Devlin.
—Aquí nos despedimos —dijo Sabatier tocándose el ala del sombrero—, y no, no sé por qué.
—No se preocupe —contestó Carver apeándose—, yo sí.
En cuanto el coche se perdió de vista, el chico bajó a la sede central. Si la última vez le había parecido solitaria, esta la encontró totalmente desolada. Recorrió la plaza, mirando hacia el lugar que ocupaba el camastro de Hawking. Tenía pinta de cómodo y Carver llevaba un día entero sin dormir. Hubiera querido llamar a Delia, pero ella estaría trabajando. Un sueñecito no le haría daño, ¿no?
Probó el colchón y se tumbó, con la intención de cerrar los ojos unos minutos. Antes de darse cuenta se sumergió muy, muy profundamente en el más extraño de los sueños.
Ya no existían los edificios que tanto le gustaban, ni las calles de adoquines, ni las aceras asfaltadas, ni las verjas de hierro, ni la gente. Estaba solo en un campo de hierba amarilla y seca.
Únicamente otro ser vivo compartía con él aquella tierra baldía: un avestruz grande y feo que, tras mirarlo un momento, le clavó el pesado pico en el hombro, una y otra vez.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Ni siquiera podía levantar las manos para protegerse de los golpes.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
—¡Basta! —gritó Carver—. ¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!
El pajarraco apartó la cabeza y siseó:
—¡Despierta, chico!
Carver abrió los ojos. Hawking estaba de pie junto a la cama, golpeándole el hombro con la punta del bastón.
—Creí que tendría que hacerte sangre para despertarte.
—Usted dijo que no vendría —observó Carver levantándose—, que estaba muy ocupado. No es que no me guste verle…
Hawking se dejó caer en una silla, con una expresión insólita en el rostro. Insólita al menos para él, porque estaba llena de emoción, de tristeza.
—Los planes han cambiado —anunció con gravedad.
—¿En qué?
—Septimus… —Hawking parecía tener serias dificultades para expresarse—. Septimus Tudd… ha muerto.
Carver se puso en pie de un salto.
—¿Que ha muerto? ¡Pero si estaba en la cárcel!
—Ninguna ley dice que no puedas morir en la cárcel —respondió Hawking sin apartar los ojos del suelo—. Sucede a menudo. En este caso ha sido por un motín. Su cuerpo fue encontrado después. Estrangulado. Yo creo que trató de ayudar a los guardias.
La culpa sacudió el cuerpo de Carver.
—Lo hemos matado nosotros.
El bastón de Hawking se estampó contra su espinilla.
—¡Ay!
—¡De eso nada, chico! Yo sí lo hubiera matado, con pistolas, navajas y hasta con mis propias manos, pero tú no. Todavía no, por lo menos. Créeme cuando te digo que yo soy mucho más responsable de esto que tú. Pero Tudd tomaba sus propias decisiones, y decidió su destino. Podía haber entregado esa carta a Roosevelt en cualquier momento, ¡viejo loco tozudo! Sin embargo, por mucho que lo lamentemos, no es momento de perder de vista nuestros objetivos. Tu padre sigue ahí fuera, ¿recuerdas? Y su próxima víctima también, de momento viva, por lo que sabemos. Podemos salvarla. A eso debes dedicar tus energías, ¿entendido?
—Sí, señor —contestó Carver sin dejar de frotarse la pierna.
—Bien —Hawking hizo una mueca y recompuso el gesto—. La pregunta que debes contestar a continuación es ¿qué quieres hacer?
—¿A qué se refiere? ¿A dormir? Estoy tan cansado…
—No, a dormir no —contestó Hawking, luego respiró hondo y añadió—: ¿Qué te dije de la carta de tu padre?
—Que era probable que Tudd la llevara encima, quizá cosida dentro del forro del gabán.
—Su cuerpo está en el depósito de la cárcel, y lleva la ropa con la que fue arrestado. Ese aparatito que tienes debería de abrir todas las puertas.
Carver dejó de frotarse la espinilla para preguntar:
—¿Cómo dice, señor?
Hawking giró el bastón, miró al suelo y farfulló:
—Roba para atrapar al ladrón, mata para atrapar al asesino. —Dicho lo cual volvió a mirar a Carver, y en sus ojos seguía habiendo tristeza—. Nunca dije que sería fácil. En este momento debes preguntarte hasta dónde exactamente estás dispuesto a llegar para detener a tu padre.
—¿Me está pidiendo… que registre el cadáver de Tudd?
—La carta es una prueba… la prueba —contestó Hawking—. El verdadero delito ha sido ocultársela a la policía. Tú mismo dijiste algo así. Ahora tienes la oportunidad de enmendar el error.
—¡No! —protestó Carver—. ¿Por qué no le decimos a Roosevelt que la busquen ellos?
—Porque si me equivoco, tú perderás la poca credibilidad que puedas inspirarle. Es un cadáver, chico, un montón de carne, nada más. Mi viejo compañero se ha ido y estará gozando de los placeres de la otra vida, si tal vida existe —dijo Hawking y miró fijamente a Carver—. Ya es hora de ver de qué pasta estás hecho. Créeme, no es un proceso fácil para nadie.