Capítulo 54

LA alegría de ver a Hawking recuperado se diluyó en una mezcla de nerviosismo y perplejidad. Al salir de la habitación, Carver se quedó sorprendido por lo bien que Emeril había vaciado el pasillo. Estaba desierto salvo por el regordete y muy aburrido guardia apoyado contra la pared, leyendo un ejemplar de la Police Gazette.

—Necesito ir al servicio —dijo Carver.

Como Hawking había predicho, White lo escoltó a regañadientes hasta los aseos del otro extremo del corredor. El guardia se quedó junto a los lavabos mientras Carver entraba en uno de los retretes. Mientras el hombre hablaba de sus dolores de espalda, Carver apoyó la oreja en la fría pared de azulejos. Oyó el característico arrastrar de pies de Hawking, cerrar una puerta y unos pasos mucho más firmes, probablemente de los inspectores.

Tiró de la cadena y salió a toda prisa.

—Aquí está nuestro chico —dijo un gigantón de cabello rubio y ojos verdes. El otro, de pelo rojizo y apelmazado, asintió con brusquedad. Ambos llevaban los ternos y los bombines característicos de los inspectores neoyorkinos.

Despidieron al guardia y escoltaron a Carver hasta un montacargas. Al mando de su canoso ascensorista, el aparato descendió con la velocidad y la gracia de una tortuga soñolienta, provocando en Carver un suspiro de añoranza al recordar la elegante versión neumática. Por fin, el aparato se detuvo en un pequeño vestíbulo con una puerta abierta que daba a un callejón. Por ella se veía el carruaje que los esperaba. Estaban a punto de salir cuando un alboroto procedente del vestíbulo principal llamó la atención de los inspectores. Los tres se acercaron a mirar. En medio del amplio espacio, incontables reporteros se arremolinaban en torno a un hombre de cara chupada y costoso traje negro: Alexander Echols, fiscal del distrito, el hombre al que Hawking calificaba de sabandija.

Mientras Echols se aclaraba la garganta, Carver localizó a Emeril entre la multitud, casi al mismo tiempo que este lo localizaba a él. Con los ojos muy abiertos, el subinspector se abrió camino hasta el vestíbulo trasero.

Echols sonreía, regodeándose con la atención de los flashes, al decir:

—Estoy convencido de que nuestro Comisionado se preocupa más por investigar a los agentes de policía que a los asesinos. Por lo tanto, me he tomado la licencia de contratar, con mi propio dinero, al único hombre de esta ciudad que ha demostrado tener cierto éxito en la caza de ese criminal salvaje…

Echols señaló a alguien que estaba a su lado, pero Carver no podía verlo. Al moverse para ver quién era, Emeril lo agarró y trató de alejarlo de allí mientras siseaba:

—¿Qué demonios te pasa? ¡Quítate del medio!

El fiscal echó el brazo por los hombros de su invisible compañero y dijo:

—Su fama le precede, ya que fue un empleado modelo del mismísimo Allan Pinkerton.

Al oír tal descripción, tanto Carver como Emeril volvieron la cabeza. Al lado de Echols se distinguía una figura muy familiar, encorvada, apoyada en un bastón y tratando de proteger sus ojos de los flashes con una mano a guisa de visera.

—El señor Albert Hawking.

—No deja de sorprendernos, ¿eh? —masculló Emeril.

Tras un momento de silencio, un torrente de preguntas llenó el aire:

—¿Vio usted al asesino?

—¿Pretende que despidan a Roosevelt?

—¿Trabajará con la policía?

Después del esfuerzo que era preciso hacer para oír la vocecita de Echols, todos los asistentes retrocedieron ante el potente trueno que salió de la gibosa figura:

—¡No! No vi al asesino, pero él a mí sí. Sin son tan amables de cerrar la boca un momento, contestaré a sus obvias preguntas. No creo que el Comisionado Roosevelt sea un incompetente, pero es menos competente que yo.

La multitud soltó risitas.

Jerrik Ribe gritó:

—¿Qué vio exactamente en Leonard, 27?

Al volverse hacia Ribe, Hawking vio a Carver. Antes de contestar, le susurró algo a Echols, que asintió con la cabeza y chasqueó los dedos.

—Cuando llegué, la señora Parker estaba tumbada en el suelo. Por la naturaleza y la extensión de las heridas, resultaba evidente que o había fallecido o ya era inútil proporcionarle asistencia médica. Poco después me golpearon por la espalda y, casi con toda seguridad, me hubieran rematado allí mismo si mi brillante protégé no me hubiera seguido contraviniendo mis instrucciones…

—¿Su protégé? ¿Cómo se llama?

—Carver Young.

—¿El chico que retienen en calidad de testigo?

Carver no pudo oír más. Un hombre con muchas energías, pelo castaño y barba de chivo lo agarró y lo arrastró hacia la salida de servicio. Aunque también cargaba con un fino bastón y un fajo de papeles, se movía tan deprisa que Emeril y los dos inspectores no los alcanzaron hasta que estaban en la salida.

—¡Eh, usted! —gritó un inspector—. Ese chico está bajo custodia policial.

El hombre pivotó ágilmente, sonrió, se quitó uno de sus guantes blancos y tendió la mano.

—Armando J. Sabatier, abogado. El señor Echols me ha contratado para representar a este joven. ¿De qué cargos se le acusa?

El inspector se quedó desconcertado, o deslumbrado quizá por la blancura de los dientes del otro.

—¡Es un testigo y está cooperando! —exclamó el policía y volviéndose hacia Carver añadió—: Estás cooperando, ¿no?

El enjuto y nervudo desconocido dejó de sonreír al instante. Miró a Carver y meneó la cabeza: no. Aunque Carver no tenía ni idea de qué tramaba Hawking se sintió en la obligación de decir:

—Yo… creo que no.

—No puede llevárselo sin más, tendrá que esperar a que venga el Comisionado —dijo el policía.

—Es justo al revés: son ustedes los que no pueden llevárselo —afirmó Sabatier. Una tarjeta blanca apareció en su mano como por arte de magia. El abogado se la entregó a Emeril y dijo—: El Comisionado puede contactar conmigo para fijar una cita en la que discutir del caso. Cooperaremos en todo, pero en un lugar menos llamativo que la jefatura, y, por supuesto, yo estaré presente durante el interrogatorio. ¡Buenos días!

Antes de que nadie pudiera poner la menor objeción, Sabatier arrastró a Carver hacia la calle.