Capítulo 51

MIENTRAS CARVER SEguía en medio de la calle Leonard, gritando, los perturbados durmientes chillaban desde las ventanas abiertas.

—¿A qué viene este jaleo?

—¡Cierra la bocaza, muerto de hambre!

Una mujer musculosa con el pelo recogido en una redecilla y los ojos medio cerrados le lanzó una botella de leche. Por suerte con tan mala puntería que ni le rozó.

Un policía macizo y de aspecto concienzudo se acercó corriendo desde las Tumbas. Cuando vio el sudor que cubría la frente de Carver, su expresión de ira se esfumó.

—¿Estás enfermo, chaval? —dijo con fuerte acento irlandés.

—Allí —respondió Carver señalando la botica.

—Cerrada, hijo —dijo el hombre—. ¿Por qué no entras conmigo?

Carver negó con la cabeza mientras trababa de arrancar las palabras de su garganta:

—Arriba. A-a-asesinato.

El policía ladeó la cabeza, como si pensara que había oído mal. Al fijarse mejor en el comercio vio la luz del primer piso que salía por la puerta y cubría una franja de acera. Sacó su porra, aunque Carver se preguntó si no haría mejor en sacar el revólver.

—Espera aquí —dijo el guardia antes de dirigirse a la botica.

—¿Qué narices pasa, Mike? —gritó la mujer forzuda.

—Todavía no lo sé, Annie, pero cuida de que este no se vaya.

La mujer le dedicó una soldadesca inclinación de cabeza, miró a Carver con expresión amenazadora y aseguró:

—Yo esto no me lo pierdo.

Poco después el agente salía a la calle despavorido, con la cara blanca como el papel. El chirrido de su silbato sonó como el estertor agónico de un ave enorme. Poderosa. De un halcón, hawk en inglés.

Hawking. Carver había sido un loco al dejarlo solo allí arriba. Si no estaba muerto, estaría muriéndose. Avanzó como un autómata hacia la tienda. El tal Mike dejó de tocar el silbato y le cortó el paso.

—Mi… padre… —dijo Carver—, el señor Hawking necesita ayuda.

—Me encargaré de que la reciba, pero ninguno de nosotros va a entrar ahí, chaval.

—Mi padre —repitió Carver.

—Sí, la ayuda para tu papá viene de camino.

—No, mi verdadero padre ha… ha hecho esto.

Verdadero padre. Lo había dicho así, ¿pero era cierto? Quien se había portado bien con él, quien había creído en él era Hawking.

Tras observar a Carver un momento, el policía decidió que ocurriera lo que ocurriese excedía sus posibilidades y se dedicó a tocar de nuevo el silbato. Primero llegaron más agentes de las Tumbas y después carruajes. Los mirones de las ventanas bajaron a la calle vestidos con sus batas. Carver seguía sin moverse del sitio.

Cuando los sanitarios de la ambulancia lo sacaron en camilla, Hawking estaba ceniciento y desmadejado. Un lado de su cabeza tenía una hinchazón terrible. La sangre empapaba su enmarañado pelo.

—¿A qué hospital lo llevan?

—Al San Vicente —contestó Mike impidiéndole que se acercara—, pero tú te quedas aquí, chaval. Tendrás que contestar algunas preguntas.

—¡No! —protestó Carver. En ese momento no quería contestar a nada. Se vería en la necesidad de mentir para proteger los secretos de la Nueva Pinkerton y no se consideraba capaz de hacerlo. Por otra parte, ¿qué importaba todo eso si Hawking se moría?

Un coche de punto se detuvo a un cuarto de manzana de allí, y un Jerrik Ribe con cara de sueño se apeó de él. Estaba tan adormilado que hasta le costaba caminar erguido. Sin embargo, cuando distinguió a Carver se enderezó de golpe. Incluso de lejos, este vio desfilar varias emociones por el rostro del reportero, a saber: ofuscación, preocupación y ambición.

Ribe se le acercó a toda prisa, lanzando sus características ojeadas a izquierda y derecha que a Carver seguían recordándole a un hurón. Pensando que era preferible hablar con él que con la policía, se adelantó para recibirlo pero una mano firme lo arrastró hacia atrás.

—Me han ordenado que no hables con la prensa —dijo el agente Mike.

—Le conozco —respondió Carver.

—¿Ese también es tu padre?

Antes de que Ribe consiguiera llegar hasta Carver, varios agentes le cerraron el paso.

—Déjenme pasar —protestó el periodista—, conozco a ese chico. ¿Está arrestado? ¿Es un testigo?

Un joven ataviado con un moderno sobre todo impermeable se apartó del grupo para dirigirse a Carver y le tapó la vista de Ribe. El chico fue presa de la inquietud hasta que reconoció el fino bigote de Emeril. Iba a gritar su nombre cuando el joven le indicó con un meneo de cabeza que guardara silencio.

Al llegar junto a Carver, Emeril lo agarró del brazo y le dijo al policía:

—Yo me hago cargo de él… ¿Jennings, verdad?

—Sí, señor —dijo, ceñudo, el agente Mike—. Lo encontré gritando en la calle. Dice que lo ha hecho su padre, pero a su padre lo atacaron y va de camino al hospital. Ya solo falta que me llame padre a mí. Parece un poco ido.

—Y quién no. Buen trabajo, agente. Redacte su informe y envíemelo dentro de una hora. Yo tengo que ocuparme de algunos asuntos por aquí.

Los ojos de Mike Jennings se entrecerraron aún más.

—¿Ha entrado hace poco en el grupo de homicidios… señor?

—Sí, y además era el único despierto. Seguro que llega alguien más importante cuando ya no quede nada por descubrir. De momento, yo tomo el mando.

Jennings aceptó satisfecho. Emeril se llevó a Carver a un sitio más tranquilo y susurró:

—Pon cara de que estoy siendo duro contigo.

En cuanto se distanciaron lo suficiente, añadió a toda prisa:

—El golpe de la cabeza es feo, tiene conmoción cerebral. Los sanitarios de la ambulancia me han dicho que no había más heridas.

—Pero la sangre…

—No era suya —dijo Emeril con alivio—. Una suerte para él y una desgracia para la señora Parker. El bueno de Hawking debió de caer sobre el asesino en pleno asesinato, aunque yo lo único que sé es que a mí no me avisó de nada. ¿Sabías tú algo?

—¿No lo sabías tú? —preguntó Carver atónito—. Esta fue la última residencia de mi padre. El señor Hawking me dijo que te lo había contado y que vendríamos con más agentes por la mañana.

—Pues no es verdad. Tudd creía que estaba medio loco. ¡Dios santo! ¿Es posible que el viejo león quisiera reservarse la última cacería?

Al ver la reacción de Carver frente a la palabra «última», Emeril le dio un puñetazo cariñoso en el hombro y se apresuró a añadir:

—No te preocupes. Tiene la cabeza muy dura. Seguro que sale de esta.

—Subinspector —llamó alguien desde el gentío. Emeril saludó con la mano, dando a entender que se acercaría pronto, y se volvió otra vez hacia Carver para decirle:

—Quieren que vayas a la jefatura, pero yo te llevaré al hospital. Diré que es inhumano apartarte de tu padre adoptivo. Sin embargo, tendré que tomarte declaración.

—Yo quiero contárselo todo a la policía —dijo Carver.

Emeril parpadeó, sorprendido.

—No te culpo —afirmó—, pero la situación es peliaguda. Piensa en esto: en cuanto Roosevelt te vea, estará más que dispuesto a encerrarte, como a Tudd. Pueden pasar días antes de que consigas que alguien te escuche. ¿Por qué no esperas al menos a ver cómo evoluciona Hawking?

Algo se retorció en las tripas de Carver. Era una petición razonable, pero no le parecía bien seguir ocultándolo por más tiempo. Emeril le adivinó el pensamiento:

—Carver, tu declaración contendrá la verdad, o la mayor parte por lo menos. Fuiste adoptado por un detective jubilado de la Pinkerton y estudiabas este caso para practicar. El señor Hawking se encargó personalmente de visitar el último domicilio que, según sus pesquisas, pudo ocupar el asesino. Tú lo seguiste y viste lo que todos sabemos. Lo demás depende de ti.

Dicho esto lo acompañó hasta un coche de policía. Durante el trayecto, las palabras de Hawking resonaron en la mente de Carver al ritmo del traqueteo de las ruedas: «Una verdad dicha con mala intención supera siempre a la ficción».