Capítulo 50

LAS horas de búsqueda resultaron inútiles. El despacho de Tudd tenía miles de archivos y de periódicos. Si hubiera querido esconder allí la carta, le habría bastado con meterla en medio de cualquiera de los montones de papeles. Carver encontró, sin embargo, la «ganzúa» que le habían quitado, de modo que volvió a guardársela en el bolsillo con el beneplácito de Hawking.

—Más fácil que hacerte un juego de llaves —comentó su maestro.

Carver la utilizó para entrar en la zona dedicada a los análisis grafológicos, pero la estancia era aún mayor que el despacho de Tudd y estaba aún más abarrotada de papeles. Sin la ayuda del experto, que no estaba por ninguna parte, era un callejón sin salida.

A la hora de comer, Carver logró un éxito propio. Se había llevado el electrobastón para ver si podía arreglarlo. Aunque al principio no le encontraba ni pies ni cabeza y tenía miedo de electrocutarse al desmontarlo, acabó por ver que el extremo más grueso disponía de una especie de tapita que ocultaba un pequeño espacio con una forma extrañamente familiar.

Por una corazonada, apoyó la ganzúa en el hueco para ver si abría el bastón, pero, en lugar de eso, se insertó en él con un fuerte clic. Segundos después, aquel emitía su característico zumbido. Carver no supo cómo ni por qué, quizá solo había movido algún cable suelto, pero la ganzúa había arreglado el arma. Quién sabía qué más era capaz de hacer.

A las nueve de la noche la sede central estaba desierta. Hawking dormía en un catre que le habían sacado a la plaza, para huir rápidamente si era preciso. Carver se quedó a solas en el oscuro despacho de Tudd, rodeado de recuerdos del hombre que lo había traicionado y había sido traicionado por él. A veces, al pensar en la placa de su bolsillo, se sentía un ganador; otras, al preguntarse en qué clase de celda dormiría el antiguo director de la agencia, se sentía culpable.

Cuando apagó la luz, descubrió que echaba de menos la cama del manicomio. Los gemidos resultaban molestos, pero el silencio absoluto de aquel despacho era agobiante. Peor aún, la negrura no dejaba de transformarse, primero en algo que se parecía a Tudd y luego en un hombre con capa y chistera. Y pensar que se había considerado un amante de la oscuridad…

Pese a su agotamiento, estaba seguro de que tardaría en dormirse. Sus sentidos seguían escrutando el vacío, ansiosos por ver u oír algo que no fuese producto de su agitada imaginación. Hasta el más leve movimiento de la cama le hacía abrir los ojos de golpe y preguntar:

—¿Qué ha sido eso?

Como estaba demasiado nervioso para dormirse, decidió encender la luz y seguir buscando la carta. Se sentó en la cama y apoyó los pies en el frío linóleo que cubría el suelo.

Volvió a sentir un movimiento, como una vibración.

Era débil, pero real. Recordó el estúpido equívoco que había sufrido en Blackwell, pero esto no era un manicomio. Era una sede secreta, teóricamente desierta. Conteniendo el aliento logró distinguir un zumbido continuo. Provenía del ventilador, la gigantesca máquina que alimentaba el ascensor y el metro.

¿Estaría utilizando alguien el vagón?

Se vistió rápidamente y salió de puntillas a la plaza. La tenue luz que entraba por las altas claraboyas le permitió ver el andén, la vía y la elegante curva del coche. Seguía allí, pero el zumbido era más intenso. El ventilador estaba en marcha y no tendría por qué estarlo.

Al adentrarse más en la plaza, la cama de Hawking se hizo visible. Vacía. Súbitamente preocupado, Carver apretó el paso, pero cuando llegó al andén el vagón se alejaba en silencio por el túnel.

¿Dónde iba su maestro a esas horas?

Bajó a la vía y se internó en el paso subterráneo. Comparado con la alcantarilla, aquella limpia fábrica de ladrillo continuamente recorrida por el aire del ventilador resultaba de lo más agradable. Por delante la luz del vagón se apagaba poco a poco. Lo malo era que, al tener que avanzar entre tinieblas, Carver se golpeaba los dedos gordos o se tropezaba cada dos por tres. Cuando llegó por fin a la estancia de las paredes con frescos y la fuente con peces de colores, el vagón estaba vacío.

Echó a correr hacia el ascensor, pero no respondía al botón de llamada. El zumbido y la corriente de aire habían dejado de existir. Hawking había apagado el ventilador porque no deseaba que lo siguieran.

Carver no lo había puesto nunca en marcha. Se encendía de forma automática al accionar las tuberías de la calle o la palanca del vagón. Si regresaba en este a fin de arrancarlo, la puerta se sellaría para el viaje de vuelta y él se quedaría encerrado, con lo cual volvería al punto de partida.

Estaba perdiendo un tiempo precioso. Hawking ya le llevaba una buena ventaja. Cruzó el vestíbulo para examinar el enorme ventilador. Una palanca sobresalía en la mitad superior del eje metálico, pero al empujarla o tirar de ella no pasaba nada. Siguió buscando hasta que descubrió un pequeño panel con interruptores de palanca y pulsadores metálicos. Los dos pulsadores más grandes, verde y rojo, estaban juntos y el último sobresalía menos. Probando en primer lugar lo más obvio, Carver pulsó el verde.

Después de un ruidito seco, el ventilador se puso en marcha con un gruñido, echándole hacia atrás el cabello. Listo.

Poco después estaba en Broadway, mirando la calle para buscar la figura renqueante de su maestro. Tenía que calmarse. Se dijo que Hawking sabía lo que se hacía, pero siguió experimentando la misma sensación de temor. Cuando se preguntó una vez más adónde habría ido el detective, se le ocurrió una respuesta inquietante: Leonard, 27.

¿Para ver al «ave nocturna» que conoció a Raphael Trone? Tudd quería atrapar al asesino por su cuenta. ¿Habría mentido Hawking por motivos similares? No. Si acaso, trataba de proteger a Carver, por si el asesino estaba vigilándolo. ¿Pero quién protegería a su mentor?

Ignoró la gelidez del aire y corrió las seis manzanas que lo separaban de su objetivo. No se detuvo hasta llegar al edificio en cuestión. La luz del primer piso de la botica le indicó que estaba en lo cierto. Al ver la puerta entornada la empujó y la campanita situada sobre el marco tintineó con una alegría de lo más inoportuna.

—¿Hola? —dijo Carver a voces—. ¿Señor Hawking? ¿Señor?

No hubo respuesta. Recorrió los pasillos de polvos y tinturas hasta llegar a la estrecha escalera del fondo. La luz del piso superior le animó a subirla al trote.

—¿Señor Hawking?

En el descansillo había una puerta abierta, así que se acercó y asomó la cabeza. Lo que vio a continuación le hizo preguntarse si seguiría soñando.

Hawking estaba acurrucado en el suelo, como un viejo león abatido por un solo disparo. Tenía la cabeza torcida y, en la frente, una mancha oscura que se extendía más allá del nacimiento del pelo. A su lado, al borde de su mano extendida, había un charco de sangre, pero no toda era suya. La mayor parte pertenecía a la mujer que yacía exánime en el centro de una alfombra oval, con heridas espantosamente familiares en el cuello y el abdomen.

Su costoso sombrero, una vez delicada prenda con plumas de avestruz, tenía la copa ladeada, como si lo hubieran pisoteado durante un forcejeo. Una de las largas plumas se había desprendido y flotaba en la sangre.

A diferencia de en las Tumbas, los colores no eran irreales a causa de las lámparas de arco, las heridas de la mujer no estaban difuminadas por el viento y la nieve. Aquello no tenía el menor parecido con una obra de teatro.

—¡Socorro! —gritó Carver, pero apenas profirió un susurro.

Bajó trastabillando por la escalera, se tropezó con las estanterías, derribando frascos que se hicieron pedazos, esparciendo polvos.

—¡Socorro! —repitió un poco más alto, pero no lo suficiente.

Se precipitó contra la puerta, de la que casi rompió el cristal, y tragó aire en cuanto se vio en la calle, para llenar hasta el último rincón de sus pulmones con aquel calor gélido.

Así, por lo menos, tendría el aliento necesario para gritar, una y otra vez.