Capítulo 49

—ES una lo-locura, Carver —tartamudeó un pálido John Emeril en el andén del metro—. Han descubierto a Tudd, ¡y Roosevelt lo ha metido a la cárcel!

—¿A la cárcel? —preguntó Carver atónito.

—¡Cree que forma parte de una banda callejera! ¡Quiere darle un castigo ejemplar!

Siguiendo las instrucciones de Hawking, Carver había vuelto a la sede central y, por supuesto, no podía contar nada de sus tejemanejes del día anterior. Al mirar en torno para no mirar los ojos de Emeril, se quedó sorprendido de la rapidez con que habían cambiado las cosas. Muchas de las zonas abiertas estaban vacías.

—La gente se va —dijo Emeril—. Jackson fue uno de los primeros en marcharse. Él lo hizo por lealtad a Tudd, pero otros creen que si el director revela nuestra existencia, nos arrestarán a todos.

—¿A todos? —preguntó Carver.

Emeril le dio palmaditas en el hombro.

—Tranquilo, chico. Conozco al señor Tudd; no hablará. Ha invertido años en esto y no se rendirá tan fácilmente.

—¿Esta aquí…? —Carver sentía un nudo en la garganta—, ¿está el señor Hawking?

Emeril señaló un solitario rincón donde el viejo detective, sentado a un escritorio sobre el que descansaba una máquina de escribir, hablaba con gravedad a un agente.

—Ha venido para evitar que esto se convierta en un absoluto caos. Yo estoy al cargo, en teoría, pero quien da las órdenes es él. La verdad es que me alegro de que esté aquí.

Carver se sentía demasiado culpable para seguir hablando con Emeril, así que enfiló hacia Hawking.

—No te preocupes —dijo Emeril a su espalda—, a veces las cosas se arreglan solas.

Aporreando tecla por tecla, el encorvado detective maldecía con su habitual inventiva.

—¡Maldito armatoste del demonio! —masculló mientras Carver se acercaba—. ¡No estoy acostumbrado a este tipo de máquina!

—Señor Hawking, la sede está…

—Librándose del lastre —cortó el detective—. ¿Sabías que Tudd encargó nada menos que tres de esos carruajes eléctricos? Gracias sean dadas de que he podido anular los otros dos pedidos —añadió levantando la vista para escrutar el rostro de Carver—. ¿Qué pasa?

—El señor Tudd está en la cárcel —susurró el chico—, y yo me siento como si hubiera destruido este lugar.

—Qué ridiculez. Lo que hemos hecho es salvarlo, de momento. Y ahora puedes decirle a Roosevelt lo de la carta y lo de tu padre. ¿No es lo que querías?

—Sí, pero…

—En la vida no hay decisiones fáciles, y hasta los que desean hacer el bien acaban haciendo daño. Aprende a vivir con eso o no durarás ni tres días.

—Sí, señor —contestó Carver—. ¿Sabe usted dónde guardaba el señor Tudd la carta y el impreso de inmigración de mi padre?

—Otro misterio —respondió Hawking meneando la cabeza—. El señor Tudd consideró que era más inteligente esconderlos.

—Pero Roosevelt cree que soy su sobrino loco, o algo peor, ¡un espía, como Tudd!

—Bueno, pero no lo eres, ¿no?

—Sin esa carta…

—La única forma de convencerlo sería trayéndolo aquí —completó Hawking—. Bien, si decides hacerlo, no seré yo quien te lo impida. Sin embargo, tendré que advertírselo a los agentes, al menos a algunos de ellos —añadió entre risitas.

—Tengo que pararle los pies a mi padre —dijo Carver.

—Sí, sí. Me saca de quicio la repetición, pero te lo diré otra vez: en la vida no hay decisiones fáciles. ¿Qué otras posibilidades tenemos?

—Buscar la carta.

—Empieza por el despacho de Tudd. Como supuse que pasaríamos aquí la noche, te he preparado una cama. ¿Qué más?

Carver se devanó los sesos, pero no sacó nada en limpio.

—¡Venga, chico! Usa ese melón pocho de encima de tu cuello.

—¡No sé! —espetó Carver—. Ayer fue un día muy largo.

—Uy, y las noches lo serán mucho más, te lo digo yo. La culpa te está atontando. Líbrate de ella. Utiliza a los Pinkerton…

—Para que sigan las pistas —completó Carver—. Calle Leonard, 27.

Hawking aplaudió lentamente.

—Respecto a eso, Emeril ha hablado con la propietaria del edificio por teléfono, la señora Rowena Parker. Recuerda bien a Raphael Trone. La mujer es un ave nocturna pero ha aceptado recibirnos a la, según ella, intempestiva hora de las diez de la mañana. Emeril pensaba ir con varios agentes. Y tú y yo iremos con ellos, detective Young.

—¿Detective?

—Ah, sí, eso también podemos hacerlo ahora —dijo Hawking. Luego abrió un cajón del diminuto escritorio, sacó una billetera y se la tiró a Carver. Contenía una placa dorada con un número y su nombre.

Al chico se le desorbitaron los ojos.

—Es totalmente inútil —advirtió Hawking—, salvo para identificarnos entre nosotros, pero sé lo mucho que te gustan los cachivaches brillantes. ¿Te parece bien, detective Young?

«Detective Young».

—Sí —dijo Carver y añadió—: Gracias.

—De nada —gruñó Hawking volviendo a teclear letra por letra. Carver lo miró un momento y cayó en la cuenta de que, pese a su aspereza, se estaba encariñando con su maestro cada vez más.