CARVER abrió la puerta y miró hacia abajo, hacia las escaleras en espiral del manicomio. La tenue luz hendió la oscuridad, pero el suelo de baldosas de la planta baja siguió envuelto en la negrura.
Otra vez los golpes, los lamentos… y algo más. Por los pasillos y los vestíbulos resonaban chirridos y crujidos. Mientras Carver contenía la respiración para escuchar, la puerta principal del edificio se abrió rechinando y dio paso al susurró del viento.
Entonces, cerca de la entrada, se movió una sombra.
A continuación, cruzó el vestíbulo a toda velocidad hasta llegar al pie de la escalera.
Allí abajo había alguien, ¿pero quién? Las posibilidades se atropellaron en la mente de Carver. ¿Era Tudd con ansias de venganza? ¿Era un agente de la Nueva Pinkerton enfurecido por la traición? ¿Pero cómo se iban a haber enterado los agentes de la Pinkerton? Hawking llevaba razón al decir que Tudd nunca… ¿Pero dónde estaba Hawking?
El crujido distante de un peldaño de madera. Un borrón gris con un destello de plata deslizándose por la barandilla: una mano. Carver empezó a enfurecerse. ¿Su padre? ¿Lo había encontrado su padre? Los hechos destellaron en su cabeza: su padre sabía que él estaba en el orfanato Ellis, porque allí envió la carta; ambos se habían visto en la calle Leonard. No le habría costado mucho espiar a Carver, vigilarlos a él y a su mentor cuando tomaban el ferry, formularle al capitán unas cuantas preguntas y enterarse de que su hijo vivía en la isla de Blackwell.
Los peldaños crujieron de nuevo, pero la mano había desaparecido. Carver no tenía forma de saber por qué piso iba el intruso. Bajó descalzo unos escalones con la esperanza de ver antes de ser visto. Pensó en el electrobastón y recordó la tristeza de Tudd al comprobar que estaba roto. Sin el arma se sentía desnudo, así que miró a su alrededor por si encontraba algo para defenderse. Por las ventanas se distinguía un anillo rosado en torno a Manhattan: las primeras luces del alba. La débil luz desveló un carrito metálico en el descansillo inferior y se reflejó en la hoja de un instrumento metálico, un escalpelo. Bueno, algo era algo.
Carver bajó hasta el descansillo sin apartarse de la pared curva, se hizo con el escalpelo y se quedó quieto. Trató de aguzar el oído, pero las palpitaciones de su corazón se lo impedían. Cuando transcurrió un tiempo y siguió sin pasar nada, su corazón se calmó y él tuvo que preguntarse si no se lo habría imaginado todo o si no seguiría dormido.
Haciendo acopio de valor se acercó a la barandilla y escrutó el solitario vestíbulo. Parecía desierto, sin nada extraño.
Un momento. La estrecha y «misteriosa» puerta por la que había visto entrar a Hawking una vez, ya no se confundía con el paramento hasta el punto de convertirse en invisible. Ahora sobresalía, porque estaba entreabierta.
Carver se tranquilizó un poco. Su mentor debía de estar allí dentro, y al menos su miedo le daba una excusa para echar un vistazo a la estancia secreta. Bajó la escalera, se acercó a la puerta y, cuando estaba a punto de agarrarla, una corriente gélida procedente de la entrada principal la cerró de golpe. La hoja desapareció con un clic.
Sin embargo, lo peor no fue eso, sino darse cuenta de que no estaba solo. El intruso se encontraba allí, con él, en la misma planta. Al menos le daba la espalda y caminaba hacia el lado opuesto, adentrándose en el vestíbulo. Aquel movimiento confundió a Carver: si el extraño era su padre, ¿no debería subir por las escaleras? No. Como no sabía dónde estaba su hijo, tenía que registrar todo el edificio.
Carver se apretó contra la puerta hasta que el desconocido entró a una habitación. Oyó un crujir de papeles y la apretura de un armarito metálico. El intruso estaba en la sala de enfermeras, con la esperanza de encontrar algún dato que le condujera hasta él. Carver se dijo que tenía que encontrar a Hawking cuanto antes.
Rogando por no haberse equivocado respecto a la localización de su maestro, metió la punta del escalpelo en la cerradura de la puerta. Para esa labor, el instrumento era pesado y ancho, más difícil de manejar que sus clavos, pero tendría que servir. Después de muchos esfuerzos, el pestillo se descorrió y la puerta cedió chirriando. Tras ella se alzaba una escalera empinada y estrecha, de peldaños tan angostos que parecían hechos para los pies de un niño.
Por temor a que el chirrido de la puerta alertara al intruso, Carver la dejó entornada y subió por la escalera. Al final encontró un largo pasillo que corría paralelo a la parte trasera de las habitaciones de los pacientes. Uno de sus lados, con ventanas inclinadas, permitía vigilarlos desde arriba. Era una especie de zona de observación, donde los médicos podían verlos sin que ellos lo supieran.
El pasillo estaba vacío, pero más adelante había una estancia más amplia, algún tipo de oficina. ¿Estaría Hawking allí? Carver se olvidó de la prudencia y corrió pasillo adelante. Solo se detuvo, más bien se paralizó, al llegar a la ventana que miraba la sala de enfermeras.
El cristal reflejaba la luz del alba y dificultaba la visión, pero no ocultaba la presencia del intruso, inclinado sobre un archivador. Aquello no era un sueño ni una alucinación nacida del miedo.
Carver se agachó para pasar por debajo del cristal y entró en la oficina. El abarrotamiento del espacio, que para algunos hubiera sido mero caos, gozaba de una personalidad en la que se reconocía al instante la mano de Hawking. Un vistazo a las notas mecanografiadas que sepultaban el escritorio, confirmó a Carver la identidad del propietario, ya que versaban sobre varios internos y algunos médicos y, en estas últimas, la palabra más abundante era «imbécil».
También encontró unos horarios de trenes pero, antes de que pudiera elucubrar sobre su utilidad, algo le llamó la atención por el rabillo del ojo: otra máquina de escribir. Parecía idéntica a la del cuarto octogonal. La explicación más lógica era que de esa forma Hawking no tenía que estar bajando y subiendo la de arriba. Pero aún así a Carver seguía extrañándole algo, aunque no lograra saber el qué. Quizá lo único que le molestaba era la falta de misterio porque, aparte de lo dicho, la estancia estaba vacía.
¿Y bien? El intruso seguía por allí y él estaba solo. Antes de que pudiera decidir cuál sería su siguiente paso, oyó un golpe súbito a su espalda, muy cerca. Reprimió como pudo un grito.
—¡Tengo que pasar! —dijo una voz masculina—. ¡Tengo que pasar!
Carver giró sobre sus talones. Simpson. Se las había apañado para escaparse de su habitación y llegar hasta allí. El hombre arremetió a cabezazos contra la ventana interna de la sala de enfermeras. ¡Pom! ¡Pom! ¡Pom!
—¡Chisss! —siseó Carver. Tenía que detenerlo como fuese.
Alertado de la presencia de Carver, Simpson aumentó la velocidad de los golpes.
¡Pom! ¡Pom! ¡Pom!
—¡Tengo que pasar! ¡Tengo que pasar! —aulló. ¡Pom! ¡Pom! ¡Pom!
Si el intruso no lo había oído ya, lo oiría en ese instante. Carver lo apartó de un empujón y miró por la ventana a tiempo de ver que una sombra salía a toda prisa de la sala inferior.
Las rápidas pisadas llegaron al vestíbulo. La puerta chirrió. Se plantaría allí en un segundo. No había otra salida; no había ningún escondite. Carver blandió el escalpelo y se preparó para lo peor.
Una forma negra, aterradora, se materializó al fondo del pasillo y avanzó hacia él.
—¡Vuélvete al infierno! —chilló Carver con todas sus fuerzas.
—¿Eh? —dijo la forma.
Mientras se acercaba, Carver se fijó en que no tenía la talla ni la estatura de su padre y distinguió un uniforme blanco debajo del abrigo. ¡Un celador!
—¿Pero qué demonios pasa? —dijo el hombre—. ¿Eres el chaval de Hawking? ¿Qué haces aquí gritando como un poseso?
—Ha sido Simpson. Creí que había entrado un ladrón —explicó Carver—. Lo siento.
—¡Tengo que pasar! —dijo Simpson—. ¡Pasar!
—Algunos pacientes llevan un nuevo régimen —explicó el celador con el ceño fruncido—, medicamentos cada pocas horas, y yo soy el encargado de dárselos. Tengo tanto sueño atrasado que he debido dejarme abierta la celda de Simpson. Como se enteren, me despiden. ¿Te importaría que esto quedara entre tú y yo? Si no te parece mal.
—Claro —contestó Carver—. No me parece mal.
Cuando salió del cuarto secreto, vio que al anillo rosa de Manhattan se había expandido. La luz mortecina que traspasaba las ventanas no lograba mitigar la lobreguez al manicomio, pero sí la sensación de peligro que infundía; y esa misma luz le permitió ver algo que antes había pasado por alto en la habitación octogonal.
Una nota doblada sobre la mesa.
Al leer las palabras de Hawking, a Carver le sucedió lo de siempre, pero agudizado: se sintió como un completo idiota.
Tengo que ir a la NP.
Sin novedades.
Reúnete conmigo después del desayuno.
—Claro— repitió Carver. —No me parece mal.