MIENTRAS corría por las calles neblinosas, Carver supo que estaba soñando. Los edificios eran demasiado deformes y la niebla demasiado espesa. Extendió la mano para tocarla. Agarró un puñado. El humo blanco se retorció entre sus dedos como un ser vivo.
El griterío agudo, doliente, seguía perturbándolo. Pero al saber que no era real, dejó de correr. Se adentró en una calleja que no acababa en otra vía o en un descampado, sino en la centralita de la calle Mulberry. El aparato estaba en el centro, rodeado de flores. En el suelo había un cadáver y una figura con sombrero de copa se inclinaba sobre él. Durante un momento, el cuerpo fue el de Delia y de pronto se convirtió en el de Tudd.
Su vientre manchado de sangre temblaba, su pecho respiraba con agitación para tomar el último aliento.
Carver ya no miraba la escena: participaba en ella. Era él quien se inclinaba sobre Tudd. Sentía el contacto del sombrero en la cabeza, el peso de la capa negra sobre los hombros, el frío del cuchillo en la mano. La sangre cálida que le mojaba los dedos era tan abundante que goteaba.
Pero lo que convertía el sueño en pesadilla no era el fallecido, sino el hecho de que Carver sentía una inmensa satisfacción. Aquello era muchísimo mejor, infinitamente más placentero que golpear al hombre con los puños.
Se despertó sobresaltado y se sentó en la cama, sudando otra vez. La mano derecha, la que en el sueño sostenía el cuchillo, se le había destapado y estaba helada.
Cuántas más vueltas le daba al asunto, más náuseas sentía. Mezclada con los lamentos de los pacientes, carcomiéndole como un insecto implacable, una voz susurraba en su cabeza: «Lo que tú pensabas. De tal palo, tal astilla».
Paseó la mirada por la habitación octogonal. Unas luces lejanas desafiaban a la negrura, pero las sombras seguían oscilando, densas como la niebla del sueño. ¿Había hecho lo debido, no?
Se consoló un poco al pensar que Hawking estaba cerca. Él sabía qué era lo debido. Por muy hiriente que fuese, estaba dotado de una certeza, de una convicción a prueba de bomba que tranquilizaba a Carver.
Pero… ¿y sus ronquidos? Al oír un golpe en la planta inferior, supuso que era Simpson. Después del golpe, los quejidos aumentaron. Los internos no solían hacer tanto ruido a esas horas. Además, si los oía tan bien a ellos, ¿cómo era que no escuchaba roncar a Hawking?
Fue presa de un miedo infantil, quizá porque acababa de tener una pesadilla. ¿Y si Hawking se había muerto? ¿Y si su corazón era débil y sus viejas heridas habían podido con él durante el sueño?
Se levantó tambaleándose y trató de distinguir algo entre el nido de mantas de la otra punta de la habitación, lugar donde dormía su benefactor. Resultaba difícil decir qué era ropa y qué cuerpo, pero los dos estaban demasiado quietos.
—¿Señor Hawking? —susurró.
No hubo respuesta. Carver se sintió como un tonto. Le pasaba igual que cuando tenía cinco años y se aterrorizaba si la señorita Petty llegaba tarde, porque pensaba que había muerto en algún accidente. Pero ella siempre volvía. Le sorprendió que su mentor despertara en él la misma reacción.
¿Y si se había muerto? ¿De dónde iba a sacar entonces la seguridad que tanto necesitaba?
Del piso inferior llegaron más golpes y más gemidos. El miedo de Carver se agudizó. Se acercó a su maestro.
—¿Señor Hawking?
Él estaba haciendo el ridículo y Hawking se pondría hecho una furia si lo despertaba, pero en ese momento le consolaría hasta oírle gritar.
Se inclinó sobre la cama. Seguía sin distinguir la forma del durmiente. El montón de ropa parecía demasiado plano. Fue hacia la ventana y abrió uno de los postigos para que entrara luz. La escasa luminosidad reptó sobre las mantas arrugadas.
La cama estaba vacía. Hawking se había ido.
Otra vez llegó un ruido de la planta inferior. No era Simpson. Eran pisadas.