Capítulo 46

EN un lunes húmedo y gélido, Carver esperaba detrás de un vendedor de encurtidos en uno de los peores barrios de la ciudad, mirando al 300 de la calle Mulberry. Aunque el edificio de cuatro plantas albergaba la Junta de Comisionados de la Policía, el Grupo de Investigación Criminal y a todos los comisarios e inspectores de la ciudad, su fachada revestida de mármol era tremendamente insulsa, más parecida al orfanato Ellis que, digamos, a la sede central de la Nueva Pinkerton o a las exóticas Tumbas. Sin embargo, las ventanas con barras del sótano sí impresionaron a Carver, ya que podía acabar detrás de alguna de ellas si suspendía el «examen» de Hawking.

Se sintió acosado por la incertidumbre y la culpa. ¿Se movía por el deseo de atrapar a su padre lo antes posible o por un simple afán de venganza? Y respecto al plan de acción, ¿cuánto había de Hawking, cuánto suyo y cuánto de las novelas por entregas del New York Detective Library? El viejo agente soltaba risitas cada vez que Carver hacía una sugerencia y era obvio que a su mentor anti-artilugios nunca se le habría ocurrido estudiar la Guía de funcionamiento de la Nueva Centralita Telefónica Western Electric.

No era momento de mirar atrás, pero tenía mucho que recordar, entre otras cosas que «a Roosevelt lo llaman Presidente, no Comisionado». En realidad había tres comisionados más, y ellos mismos habían elegido a Roosevelt como su jefe.

Miró el reloj que Hawking le había prestado.

No era el único gesto de largueza de su mentor. Carver llevaba también ropa nueva, pantalones castaños con chaqueta a juego y zapatos negros que, por primera vez, ni le apretaban ni le bailaban. Su corte de pelo, obra de un empleado de dedos rechonchos del Octágono, era desigual, pero la gorra de cazador, igualita a la de Sherlock Holmes, le tapaba los defectos.

No parecía un petimetre, como Finn, pero se había librado del aspecto de pillo callejero. Aunque no se sintiera bien, sí sentía que dominaba un poco la situación.

Había llegado el momento.

Sosteniendo cuidadosamente el paquete contra su pecho, cruzó el empedrado y entró al edificio. El sargento del mostrador era un hombre tosco y medio calvo con mechones de pelo oscuro cruzándole de lado la frente. Llevaba la chaqueta abierta y la mano por dentro, como Napoleón, aunque Carver dudaba que el militar francés se hubiera rascado la barriga con tanto entusiasmo.

El rascador le indicó a Carver con una sacudida de barbilla que expusiera su petición.

—Envío para la señora Tabitha Lupton.

El sargento chasqueó la lengua.

—La señorita Lupton está en la centralita de teléfonos, planta baja, última puerta a la derecha —dijo con fuerte acento de Brooklyn—. ¿Es su cumpleaños?

—Será —contestó Carver encogiéndose de hombros.

—Pues no ha dicho nada —se quejó el policía y señaló con la cabeza la puerta por la que debía entrar Carver.

Hasta el momento bien. Sin embargo, al acercarse a la centralita, Carver sentía cada vez más miedo de que los que pasaban por su lado, fuesen policías o personal de apoyo, oyeran los latidos de su corazón.

La puerta no estaba cerrada, así que entró sin más. Solo había una persona: la telefonista sentada a la centralita Western Electric. La chica era baja, de rizado cabello rubio y ojos que, por su inocencia, parecían de alguien mucho más joven.

Carver le tendió el ramo de flores y dijo:

—¿Señorita Lupton? Esto es para usted.

—¡Oh! —exclamó ella mirando el ramo de hito en hito.

Era grande y ostentoso, como quería Hawking. Cuando el florista de ojos saltones le dijo el precio, Carver intentó no protestar, pero él hubiera podido vivir con eso varias semanas.

Estuvo al punto de olvidar su siguiente frase:

—Son de un… admirador anónimo.

Ella sonrió de oreja a oreja y recogió el ramo.

—¡Oh! ¡Oh!

Carver se aclaró la garganta.

—Creo que el aire de la calle no le ha venido bien. Debería usted ponerlo en agua ahora mismo, para que dure más.

—¡Oh, oh, oh! —repitió la señorita Lupton. Después de lo cual se levantó y salió del cuarto. Carver asomo la cabeza por la puerta para vigilar. Cuando ella llegó al vestíbulo, un policía silbó de admiración y dijo:

—¡Vaya ramo le han traído a Tab!

Una azorada Tabitha Lupton fue rodeada en un santiamén por sus compañeros mientras repetía sin cesar que no tenía ni idea de quién era el remitente.

Carver y Hawking habían supuesto que aquello le daría a Carver unos diez minutos a solas en la habitación. No los necesitaría enteros si todo iba según lo previsto. El chico cerró la puerta sin hacer ruido y se sentó a la centralita. El sencillo mueble de madera tenía forma de piano de pared, solo que con el «teclado» más ancho. La parte vertical estaba cubierta por una cuadrícula de agujeros etiquetados; la horizontal, por clavijas también etiquetadas y conectadas a cables con pesas, que colgaban debajo del tablero.

La mayor parte de los negocios grandes y de los edificios gubernamentales contaban con centralita propia. Como la patente de Alexander Bell había expirado el año anterior, por todo el país se creaban nuevas compañías telefónicas, pero todas se negaban a conectarse con las demás. La policía no había tenido más remedio que abonarse a varias para llegar lo más lejos posible.

Carver tiró de un cable, lo conectó al tablero vertical y giró la manivela para llamar a un operador externo. Una voz femenina crepitó en el altavoz:

—Dirección, por favor.

—Isla de Blackwell —contesto Carver.

—Un momento.

Pareció transcurrir una eternidad antes de que la voz de Hawking llegara flotando por el éter:

—Aquí estoy, chico.

—Le paso.

—Habla con voz más aguda. Tienes que parecerte un poco a una mujer.

Carver sacó otra clavija y giró la manivela de nuevo. Los dientes le rechinaron cuando oyó decir a Tudd:

—¿Sí, señorita Lupton?

—Le llama el señor Hawking, de la isla de Blackwell —dijo Carver subiendo la voz una octava y convencido de que sonaba ridículo. Tras un silencio, Tudd contestó:

—Pásemelo.

—Un momento —Carver puso el cable de Hawking en el lugar correspondiente.

—¿Señor Hawking? Soy Septimus Tudd, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Qué formal, Tudd —comentó Hawking con su displicencia habitual.

Hasta por el altavoz oyó Carver el indignado suspiro de Tudd.

—¿Señorita Lupton, sigue usted en la línea?… ¿Señorita Lupton?

Cuando Carver no contestó, Tudd dio por supuesto que la llamada no era escuchada.

—¿Cómo se te ocurre llamarme aquí? —reprochó—. ¿Se ha muerto alguien? Espero que sea el chico.

—Te estoy haciendo un favor —declaró Hawking—, tengo razones para pensar que Roosevelt sospecha de ti.

A Carver le sorprendió lo bien que mentía. ¿Mentirían bien todos los adultos? En cualquier caso, aquel era el pie de Carver para actuar rápidamente. Conectó otro cable y giró la manivela tan deprisa que se temió haberla roto.

—Dime, Tabitha —respondió una mujer. Era la secretaria de Roosevelt y, en ese momento, Carver había olvidado por completo su nombre. ¿Cuál era? ¿Cuál? Lo extrajo de su mente en el último segundo:

—Señorita Kelly, el alcalde Strong para el Presidente Roosevelt.

Carver esperó con la frente empapada en sudor. Los segundos volaban. Miró de reojo la puerta, preguntándose cuánto tiempo tenía.

—Roosevelt al habla, señor alcalde —la vitalidad del tono no fue mitigada por el diminuto altavoz.

—Está esperando. Le paso —dijo Carver olvidándose de elevar el tono de voz, y conectó la línea del Comisionado con la de Tudd.

Las primeras palabras que el Comisionado oyó de su ayudante fueron:

—Roosevelt no tiene el menor motivo para sospechar de mí. He sido muy cuidadoso. Cree que soy completamente leal. No existe la menor prueba que me relacione con…

—¡TUDD! —berreó Roosevelt.

—¿Comisionado…?

—No es preciso que venga a mi despacho, Tudd. La semana pasada hice que me alargaran el cable, por lo que puedo andar mientras hablo, por lo que en este momento estoy al lado de su puerta cerrada. ¡Ábrala ahora mismo!

«Hecho», pensó Carver. Tenía un sabor raro en la boca y el cuerpo rígido de la tensión. Desenganchó las clavijas para dejarlas como las había encontrado y salió del cuarto. Los admiradores florales habían aumentado hasta tal punto que Carver tuvo que pasar estrujándose entre ellos.

Mientras lo hacía, la telefonista lo reconoció. Se acercó a él, profirió un nuevo «¡Oh!» y le metió una moneda de cinco centavos en la mano, una propina, tras lo cual le dedicó una sonrisa deslumbrante. Carver pensó que al menos lo del ramo había estado bien.

Esperando que nadie notara el sudor de su frente, pasó por delante de la mesa del sargento rasca-tripas, cruzó la entrada, bajó los escalones y se internó en el aire gélido de la ciudad. Nunca le había hecho más feliz marcharse de un sitio.