UN TUDd enmudecido salió de la habitación. Carver intentó seguirlo, pero Jackson le impidió el paso. Sin embargo, no cerró la puerta, por lo que pudieron escuchar las atronadoras voces:
—¡Tienes algo que me pertenece, Septimus, y quiero recuperarlo! —gritó Hawking—. ¿Dónde está el chico?
—Está bien, está a salvo —contestó Tudd.
—¡No te estoy preguntando cómo está, so imbécil! —Aunque nasal, su voz era sonora, autoritaria, preparada para llamar la atención. Volvió a estampar el bastón contra el suelo—. ¡Tráemelo ahora mismo!
Tudd se irguió cuan alto era.
—No me des órdenes. ¿Quién te ha dicho que estaba aquí?
—¡Ahora mismo! —repitió Hawking. La orden rebotó por la cúpula del techo.
—Jackson, Emeril, tráelo —dijo Tudd tras un breve silencio.
Jackson se apartó para que Carver saliera al vestíbulo y meneó la cabeza con expresión sombría:
—No sé cómo demonios ha podido enterarse Hawking tan pronto. Debe de tener algún informador por aquí.
—Debe —repitió Emeril, sonriendo y guiñando un ojo a Carver cuando su compañero les dio la espalda.
Carver le devolvió la sonrisa, pasmado. Lo mismo contaba con un amigo por allí después de todo. Al llegar a la plaza, Carver miró a todas partes. Nunca había visto tantos agentes. La organización en pleno se había reunido para contemplar el espectáculo.
Cuando vio a Carver, Hawking gritó:
—¿Con grilletes, Tudd? ¿En qué demonios estabas pensando? ¿No aprendiste la lección la primera vez? Tienes suerte de que este sitio siga en pie.
—Iba a traicionarnos con Roosevelt —contestó Tudd.
—¿Traicionarnos? Nosotros no somos una orden religiosa ni un país soberano. ¡Suéltalo ahora mismo, Septimus, o seré yo quien hable con Roosevelt! —Hawking giró el bastón hacia los agentes—. ¡A menos, claro está, que pretendas que me arresten a mí también!
Tudd parpadeó, y su expresión cobró un matiz de súplica.
—El chico nos ha robado, a mí me ha atacado.
—¡Al chico se le ha mentido y se le ha manipulado! —dijo Hawking sin dejar de gritar—, y, la verdad, no creo que sea muy meritorio dejarse pegar por un chaval de catorce años.
Aunque intentaron disimularlo, las risitas de varios agentes fueron más que audibles. Tudd les lanzó una mirada asesina y dijo a voces:
—¡Silencio! ¡Aquí mando yo!
Todos menos Hawking se enderezaron como soldados, pero Carver sintió que el daño ya estaba hecho. Aparentando serenidad, Tudd añadió:
—Si te lo doy, ¿me prometes que lo controlarás?
—Esto no es una negociación —dijo Hawking de plano—. ¿Pero qué te da tanto miedo? Ya te has asegurado de que nadie le crea. ¿«Curiosidad mórbida»? Prrffff.
La reacción de Tudd dio a entender que Hawking tampoco debería haberse enterado de eso.
—Quiero la dirección que estaba investigando cerca de las Tumbas.
Hawking escrutó la multitud.
—Como el director de la agencia de detectives más importante del mundo no es capaz de encontrar pistas, recurre a la extorsión. ¡Si Allan Pinkerton levantara la cabeza…! Lo único que tienes que hacer es preguntarme. Yo estaba allí esa noche, ¿recuerdas? Calle Bell, 42, ¿contento?
Tudd dirigió un asentimiento de cabeza a Jackson y Emeril a fin de que liberaran a Carver.
—¿Era de verdad un tonto, Albert? —inquirió Tudd—, siempre dijiste que mi teoría era imposible. Incluso ahora, en vez de ayudar, me juzgas. Nunca volviste del todo de aquel tiroteo. Reconócelo, te has quedado atrás.
—Certera aseveración para venir de alguien que nunca ha participado en uno. Tú no tienes ni idea de lo que perdí aquella noche, Tudd, ¡porque tú no tienes nada que perder! —gruñó Hawking.
Frotándose las muñecas, Carver se plantó delante del director:
—El señor Hawking es mejor que usted, y usted lo sabe.
—Ya veremos quién es el mejor cuando yo atrape a tu papaíto —dijo Tudd escupiendo las palabras—. Vuelve al manicomio, hijo.
—Eso haremos, Septimus —terció Hawking—, al menos los de allí no son totalmente absurdos.
Mientras Carver cerraba la puerta del vagón de metro, oyó gritar a Tudd:
—¿Qué hacen aquí todos como romanos en un combate de gladiadores? ¡Vamos, hay que seguir la pista! ¡A la calle Bell! ¡A trabajar!
Al salir a Broadway, Carver y Hawking guardaron silencio hasta que se alejaron varias manzanas.
—Le ha dado mal la dirección —dijo Carver sonriendo.
—Por supuesto —contestó Hawking—, y no porque ignorara la verdadera. Mencionaste la calle, Leonard, pero el número, el 27, lo averigüé frotando un lápiz contra la penúltima hoja de papel sobre la que escribiste en el ateneo. Es un truco muy útil. Mira.
Le dio una hoja arrugada. Al desplegarla Carver vio que sobre el manchón negro se veían, rehundidos y en blanco, los trazos de sus anotaciones.
—A Tudd nunca se le ocurriría averiguar algo sin una de sus maquinitas —prosiguió Hawking—. ¿Que me he quedado yo atrás? ¡Ja! Y sácate ese artilugio del forro del gabán. Si sigues llevándolo ahí, acabarás por estropearlo del todo o por electrocutarte.
La confrontación le había infundido vigor.
—¿En serio ibas a hablar con Roosevelt?
—Sí —contestó Carver.
—Pues no te culpo, chico. Como ya he dicho, lo demás son zarandajas. Lo que importa es resolver el caso.
Al levantar el borde de su abrigo para sacar el bastón roto, Carver dijo:
—No iba a hablar de la agencia, solo de la carta. La Nueva Pinkerton puede quedarse como está. ¿Por qué no toma usted el mando? Los agentes le apoyarían. Así podríamos ir los dos a ver a Roosevelt.
Hawking se paró en seco.
—No tengo especial interés. La solución ideal sería que te encargaras tú en cuanto estuvieras preparado. Lo malo es que primero habría que eliminar a Tudd.
—¿Eliminar?
—Su situación con Roosevelt es muy precaria, solo habría que darle un último empujoncito, o utilizar contra él uno de sus preciosos artilugios.
Carver se quedó mirando fijamente a su mentor hasta que este resopló y dijo:
—¿Y bien?
—¿Tomará usted el mando y hará pública la existencia de la Nueva Pinkerton?
—Solo la de Tudd, por ahora. Tú puedes llevarle a Roosevelt la carta y hacer lo que mejor te parezca. ¿Tienes alguna idea?
—¿Yo?
—Considéralo como un examen para ver lo que has aprendido. ¿Estás dispuesto? Te gustan los artefactos, ¿no? —dijo Hawking con una sonrisa traviesa.