Capítulo 44

APENAS quedaba nada del sentimiento amistoso que Carver había compartido con los dos agentes. Lo agarraron de los brazos y lo arrastraron por la sede. Todos giraban la cabeza para mirarlos. Algunos a los tres, con expresión de horror; otros a Carver, con expresión de asco. Allí estaba, el hijo de un asesino, el ladrón que había inundado la agencia. Aún peor, el chico que había atacado a Septimus Tudd.

Lo llevaron a un cuarto vacío, que en palabras de Emeril no estaba cerca de ninguna alcantarilla, reemplazaron las cuerdas por grilletes y le registraron los bolsillos.

—¿Dónde está? —inquirió Jackson—. El electrobastón roto.

Carver se quedó mirando al agente.

—Se me ha debido de caer cuando me atacaste.

—Claro —dijo Jackson, y lo registró de nuevo sin éxito.

A fin de no repetir sus errores, nunca lo dejaban solo. Hacían turnos para estar con él en la habitación, donde Emeril estudiaba informes y periódicos, y Jackson hojeaba revistas.

Al pedir Carver algo de comer, la respuesta fue:

—Cuando vuelva Tudd.

Al preguntar si podía dormir un poco, le contestaron:

—Ya veremos qué dice Tudd.

Su único quehacer consistía en estar sentado y dejar que lo ignoraran. Con el tiempo se le cerraron los ojos y se derrumbó hacia delante, cabeceando hasta que algún ruido lo sacaba del amodorramiento.

Estaba tan cansado que el regreso de Tudd le dio igual. El detective se quedó en la puerta, con la ropa arrugada y el normalmente afeitado rostro con barba de tres días.

—¿Qué hora es? —preguntó Carver.

Tudd tiró de la leontina de plata de su reloj y contestó:

—Casi las diez de la mañana. Roosevelt nos obliga a seguir todas las pistas que nos llegan, por ridículas que sean. Apenas tengo tiempo para ducharme y cambiarme de ropa antes de volver a la calle Mulberry. Después de tu aparición en casa de los Ribe, me dejó muy claro que si la situación no fuese tan desesperada, me habría pegado un tiro allí mismo.

Al sentir que le quedaba una chispa de rebeldía, Carver replicó:

—¿No estará esperando una disculpa, no?

—No —dijo Tudd con un suspiro—. Como tú tampoco esperarás que yo deje que el hijo de un maniaco destruya la obra de mi vida.

—No —contestó Carver tras pensárselo un poco.

El detective enlazó las manos a la espalda y añadió:

—Esta vez me has obligado a atar algo más que tus manos. Incluso aunque consiguieras escaparte de nuevo, Roosevelt no creería ni una palabra de lo que dijeras. Lo he convencido de que eres un sujeto con graves trastornos, aquejado de curiosidad mórbida e incapaz de distinguir entre la realidad y las novelas de a diez centavos. Tu propio padre te echó de casa por tus desvaríos y desde entonces has rechazado mis ofertas de buscar ayuda profesional.

—No se saldrá con la suya. Tengo pruebas.

—¿La carta que me diste?

—Delia… —empezó Carver. Estaba a punto de decir que ella también la había visto, pero se contuvo. Tudd malinterpretó su propósito y dijo meneando la cabeza:

—Su vehemencia solo servirá para convencer a Roosevelt y a Ribe de que la has manipulado.

—Mi padre atacará otra vez. Yo podría ayudar —dijo Carver.

—En eso estamos de acuerdo: puedes ayudar. Esa dirección que investigabas cerca de las Tumbas, dámela.

—¿Espera que se la diga así sin más? —preguntó, asombrado, Carver.

—¿Quieres detenerlo o no?

Claro que sí, pero algo le decía que no era el paso indicado.

—¿Y si mandó esa carta al orfanato porque quería que lo encontrara yo? ¿Y si está dejando todas esas pistas solo para mí? ¿Quién mejor para pensar como él que su propio hijo?

—Es astuto —dijo Tudd con un resoplido desdeñoso—, pero en última instancia poco más que una bestia atormentada.

—No —contradijo Carver—. Le gusta lo que hace y lo hace muy bien.

—¿Que le gusta? ¿Que lo hace bien? —repitió Tudd arrugando la nariz—. Eso es repugnante.

Hawking llevaba razón. Tudd ni siquiera aceptaba que algo así fuera posible. «A nadie le gusta oír cosas buenas del diablo».

—Dame esa dirección. Si no lo haces, el próximo asesinato recaerá sobre tu conciencia.

—Lo mismo diría Roosevelt de usted si se enterara de esto, ¿no le parece?

—Aquí solo estamos tú y yo. Créeme, Carver, por muy hijo suyo que seas, no sabes nada en absoluto del asesino. Deja actuar a los profesionales.

Ni siquiera podía elegir. Discutió consigo mismo hasta que llegó a la conclusión de que ocultarle información a Tudd era tan malo como que Tudd se la ocultara a la policía.

—De acuerdo, es…

—¡Tudd! —una voz familiar retumbó en la plaza, seguida de un bastonazo contra el suelo de baldosas—. ¡Tudd! ¡Ven aquí ahora mismo! ¡Si yo he venido arrastrándome desde Blackwell, bien puedes tú salir a rastras del nido de ratas donde te escondes!

Tudd se frotó las sienes.

—Hawking —masculló.

—Así que lo de él también era mentira —dijo Carver esbozando una sonrisa.