CON la mordaza sujeta por un fuerte cordón y atado de pies y manos, Carver fue arrojado a un carruaje abierto de dos plazas. Una figura atlética de tupido bigote se montó a su lado. Levantó a Carver para hacerse sitio y le puso una pantalla metálica abisagrada sobre las piernas. Para ajustarla en su lugar tuvo que inclinarse hacia delante y se expuso a la luz de la farola.
Era Jackson. Carver forcejeó tan violentamente que agitó el pequeño carruaje.
—No hagas eso —dijo Jackson—. Emeril te ha puesto dos nudos de esposas entrelazados. Cuanto más tires, más se apretarán. Si sigues te cortarás la circulación y perderás un pie o una mano.
No mentía. Sus muñecas parecían presionadas por unas tenazas. Jackson le dijo a un cochero invisible, situado por encima y por detrás de ellos:
—¡A ver si llegamos esta noche!
Carver miró hacia delante. No había caballos. ¿Cómo pensaban ir así a ninguna parte? Un fuerte zumbido eléctrico se elevó a su espalda. El carruaje vibró y echó a rodar sobre los adoquines, maniobrando para colocarse en el centro de la calzada. A Carver se le desorbitaron los ojos.
—Ya ves, por fin nos han llegado los carruajes eléctricos de Filadelfia —dijo Jackson.
Enfilaron hacia el norte. Mientras avanzaban, los viandantes se detenían y los miraban rodar cuesta arriba boquiabiertos, como si vieran un truco de magia.
En la calle Hudson se encontraron con un tranvía abarrotado y los pasajeros estuvieron en un tris de tirarse unos a otros por puertas y ventanillas en su afán por verlos bien. Un grito femenino le recordó a Carver a la mujer de la historia de Hawking que había visto el coche de bomberos sobre un escenario.
Carver se contorsionó y sopló lo que podía a su mordaza, tratando de llamar la atención para que alguien se diera cuenta de que lo estaban secuestrando. Jackson le echó una manta por encima.
—Menudos secuestradores estamos hechos. ¿Por qué no le hemos puesto una lámpara portátil en la cabeza para que lo vean bien? —masculló y dirigiéndose al conductor añadió—: Emeril, ¿no puedes correr más?
—No —respondió una voz de tono más agudo—. Cincuenta kilómetros por hora es lo máximo. ¡Y aun así, todos los caballos que adelantamos ayer se morían de miedo!
—Es un milagro que la agencia haya permanecido en secreto hasta ahora —comentó Jackson con un suspiro.
—¿Le has dicho a Carver que esto no es cosa nuestra? —preguntó Emeril—. El que se empeña en que atrapemos nosotros al asesino es Tudd.
—Díselo tú —replicó Jackson con inusitada violencia—. A mí me parece bien. Somos mejores que la policía y ya es hora de que nos llevemos los laureles. Y Carver, aquí presente, estaba dispuesto a descubrir el pastel y hacer que nos arrestaran a todos.
Emeril metió el coche en un pequeño garaje de la calle Warren. Allí bajaron a Carver entre ambos, cubrieron el vehículo con viejas mantas de caballo y condujeron rápidamente al chico a la fachada lateral de los almacenes Devlin.
Mientras el ascensor bajaba en silencio, Emeril le quitó la mordaza.
Carver escupió y tosió unas cuantas veces. Después, con toda la furia que fue capaz de reunir, espetó:
—¿Y si muere alguien más por hacer esto?
Jackson se encogió de hombros y preguntó a su vez:
—¿Y si muere por lo que estás haciendo tú?