—ME encantan las citas secretas —dijo la chica—, aunque yo sea todavía demasiado pequeña para eso.
Era una mezcla de niña y joven que hablaba y se comportaba como si perteneciese a la realeza. Carver, fascinado por el contraste entre la actitud vivaracha de la jovencita y su propia pesadumbre, no podía apartar los ojos de ella.
Todavía indecisa, Delia extendió el brazo mientras él forcejeaba para pasar la pierna por encima del alféizar.
—¿Dónde has estado todo este rato? —preguntó Delia.
—En casa —contestó Carver.
—¿En la…? —dijo Delia, conteniéndose a media frase.
—¿La? —preguntó la chica alegremente—. ¿Dónde está el La? ¿Es el La un buen sitio para vivir? ¿Está más cerca de Sol o de Si?
¿Pero quién era? ¿Una vecina? ¿La heredera de una familia rica? En respuesta a la pregunta de Delia, Carver dijo a toda prisa:
—No, allí no.
—¿Pues dónde? —insistió ella.
Carver asintió con la cabeza en dirección a la chica de blanco, que se aclaró la garganta y anunció:
—No hace falta ser un lince para ver que esta parejita tiene mucho de que hablar, así que, con permiso, voy a ponerme cómoda.
Fue revoloteando hasta la cama de Delia, apartó a un lado la mitad de su elegante abrigo, se sentó y añadió:
—Ya puede empezar la charla.
Delia tiró un poco demasiado fuerte del brazo de Carver para atraer su atención.
—En el manicomio de Blackwell —susurró él.
—¿Manicomio? —repitió Delia.
—Allí es donde vive el señor Hawking —contestó Carver. Iba a añadir que para estudiar a los delincuentes con enfermedades mentales, pero se tropezó con la ventana y apoyó el pie ruidosamente en el suelo.
—¡No hagas ruido! —siseo Delia—. Te van a oír abajo.
La chica de blanco habló de nuevo, sonriéndole a Carver de oreja a oreja:
—Perdona que te diga, pero estoy segura de que un trepador tan sigiloso no tendrá problemas para eludir el cerco policial.
Carver no sabía cómo reaccionar y, contando con el único modelo de Hawking para responder algo ocurrente, esbozó una sonrisa y dijo:
—Un cerco de Roosevelt, además, ese cowboy con medias de seda.
—Carver… —advirtió Delia en susurros.
—Está siempre tan ocupado escuchándose hablar…
—¡Carver! —siseó Delia.
—… que no oiría ni a un elefante echándosele encima.
Delia suspiró, hizo un gesto con la mano en dirección a la chica y dijo:
—Carver Young, te presento a Alice Roosevelt, la hija mayor del Comisionado Roosevelt.
—Oh. Ah… —dijo Carver—. Yo…
La precoz sonrisa de la hija permaneció incólume.
—Oh, da igual. Si no puedes hablar bien de nadie, siéntate a mi lado —dijo dando palmaditas a la cama.
Carver se había quedado sin habla. Sin embargo, la chica no estaba ofendida; en todo caso, parecía encantada con la vergüenza que él estaba pasando.
—Ya sé que papi es un farolero —susurró Alice con tono de complicidad—, pero si vas a hacer algo, ¿por qué no hacerlo a lo grande? Ahora, con lo del elefante te equivocas. Él derribaría a cualquier criatura que se le acercara a escondidas con un simple disparo, aunque estuviera escuchándose hablar al mismo tiempo. Prometo que no repetiré ni una palabra de lo que he escuchado, o escuche a partir de ahora, siempre que me siga entreteniendo.
—Oh —fue la única respuesta que se le ocurrió a Carver.
Tras carraspear sonoramente, Delia dijo:
—Están hablando de los asesinatos. Cuando el Times aceptó no publicar la carta, a Jerrik le prometieron la exclusiva y…
—A mí me han traído —interrumpió Alice— para que pareciese una visita de cortesía. Al fin y al cabo, no iban a hablar de esas truculencias delante de unas niñas… —añadió recalcando la palabra con desprecio—, y, como se puede ver, me han relegado a los pisos superiores.
En ese instante le tocaba a Delia mirarla boquiabierta, aunque con una expresión cercana a la antipatía. Por fin se volvió hacia Carver y reanudó su explicación:
—El informe del juez instructor confirma que las heridas del nuevo cuerpo son similares a las del cadáver de la biblioteca y…
—¿Londres? —preguntó Carver.
—Lo siento —dijo Delia con expresión lúgubre—. Eso es todo lo que he podido oír antes de que me mandaran aquí arriba para echarle un ojo a…
—¡Llámame Alice!
—¿Podríamos acercarnos? —preguntó Carver—. ¿Oír lo que dicen?
—No hace falta —contestó Alice quitándole la palabra a Delia—. Cuando papá empiece a… ¿cómo dijimos antes? Ah, sí, cuando empiece a farolear lo oiremos de miedo.
Del salón llegó un berrido apagado:
—¡Levantaré un ejército!
—¿Qué dije? Ahí está —observó Alice, complacida por la oportunidad de su predicción—. ¿Y si nos sentamos más cerca del escenario?
Delia suspiró y se dirigió al pasillo.
—Hay un respiradero que nos vendrá bien.
Mientras Carver la seguía, Delia intentó adelantar a Alice, pero la chica parecía dispuesta a no ceder el liderazgo. Al final Delia la echó hacia atrás diciendo:
—Esta es mi casa.
Los condujo a una habitación del primer piso con una enorme cama con dosel y amplios ventanales. Alice giró en el centro, para que el faldón de su abrigo revoleara como si bailase.
—Algo pequeña para habitación de invitados, ¿no? —preguntó la chica.
Delia, que apartaba una butaca de la rejilla de ventilación, contestó con brusquedad:
—Es la habitación del dueño.
—Ay, Delia —respondió Alice—, es broma. ¡No la tomes conmigo por eso!
—No la tomo contigo —contestó Delia devolviéndole la sonrisa—, por eso no.
Los tres se acercaron al respiradero. Antes de arrodillarse, Alice extendió una mano en dirección a Carver, que se la tomó sin pensar para ayudarla. Delia soltó un gruñido de exasperación, se arremangó el vestido y se arrodilló por su cuenta.
La primera voz que oyeron fue la de Jerrik Ribe:
—¿Estaba usted en Londres cuando sucedieron los asesinatos, Comisionado?
—No —respondió Roosevelt—. Estuve dos años antes, en 1886, para mi boda. Pero, por supuesto, desde entonces he leído todo lo posible sobre ese ser diabólico. A fe mía que si está aquí, no tendrá dónde esconderse. Le tenderé una trampa y caerá en ella tan plenamente que hasta las sombras le escupirán. Todos los agentes están en guardia, hemos duplicado el número de patrullas. Lo único que nos falta es un testigo.
Su forma de hablar daba a entender que el asesino era famoso. Carver se preguntó si le sonaría el nombre.
—¿No cree usted —intervino una voz femenina— que el público estaría más dispuesto a colaborar si supiera exactamente qué está pasando? ¿Que la publicación de la carta provocaría que apareciera ese testigo?
—Esa es Ann —dijo Delia con orgullo.
—Me gusta —añadió Alice.
Pero, por lo visto, a su padre no:
—¡Ya hemos hablado de eso! Sugerir siquiera que está en Manhattan desataría un circo. ¡Todos los maniáticos se lanzarían a dar pistas falsas o a declararse culpables! ¡Y el pánico! ¡Si se ven arrinconados, los pobres se amotinan, pero los ricos declaran la guerra! —Roosevelt bajó la voz—: Detesto los subterfugios. El hecho de que alguien se colara en ese despacho estando yo presente demuestra la fragilidad de la situación.
—Overton está convencido de que fue alguien del Tribune o del Herald —dijo Jerrik.
—Si fuera así, ¿no habrían publicado ya la carta? —preguntó Anne.
—Vamos a ceñirnos al tema que nos ocupa. Cuanto más tiempo podamos trabajar sin la atención del público, tanto mejor. Hasta que la situación caiga por su propio peso, cualquier testigo que se presente será más de fiar.
—Si se presenta alguno, Comisionado —observó Anne.
Delia miró significativamente a Carver.
—Tienes que decírselo.
—No sé —contestó él—, ya no sé ni en quién confiar.
Alice escrutó sus caras. Cuando habló, su mordaz ingenio fue sustituido por una sinceridad igual de bien expresada:
—No sé que habrá hecho mi padre para que lo tengas en tan mal concepto, pero es un hombre de principios. Hasta el aburrimiento, para mi gusto. Jamás, por ejemplo, me ha hablado de mi madre, su primera esposa, a la que no conocí, y estoy segura de que se debe a esos principios. Pero eso es problema mío, porque soy su hija. Como confidente o como amigo, no puede existir una persona más fiable. Si puedes hacer algo para ayudarlo a atrapar a ese asesino, debes hacerlo.
Carver pasó la mirada del sereno rostro de Alice al preocupado de Delia.
Las palabras de Hawking resonaban en su cabeza: «Es tu vida, no la mía. Eres tú quien debe dilucidar qué hacer a continuación». ¿Había sido una forma de darle permiso? Quizá aquella fuese su única oportunidad de demostrarse a sí mismo y demostrarle a Delia que no era como su padre.
—De acuerdo, lo haré —anunció—, ahora mismo.