CARVER creyó al principio que el grito era suyo, consecuencia de alguna pesadilla que no podía ni recordar, pero el gemido sordo y desesperado procedía de abajo. Simpson volvía a resistirse a recibir su tratamiento.
El chico se duchó, comió y remendó su gabán, pero no fue capaz de aclararse las ideas. En su cabeza colisionaban demasiados pensamientos negativos. No podría seguir adelante si alguien no lo tranquilizaba un poco.
—¿Va usted a participar en el caso? —preguntó a su mentor.
—No.
—Pero…
—No. Ya no me dedico a eso.
—¿Pero y yo qué…?
—Es tu vida, no la mía. Eres tú quien debe dilucidar qué hacer a continuación.
Carver no podía dilucidar nada, nada en absoluto. Lo único que se creía capaz de hacer, mientras Hawking maldecía sin parar forcejeando con los diminutos tornillos, era perder por completo los estribos. En un último acto de contención, rogó a su maestro que le permitiera ir a la ciudad.
—¿Por qué?
—Porque como no salga de aquí, me vuelvo loco.
—¿Pues qué mejor lugar que este? Pero te entiendo —masculló Hawking, y añadió—: Si tu padre hubiese querido encontrarte, lo habría hecho hace años. Mientras tú no le busques a él estarás a salvo. Pero no te acerques tampoco a Tudd, de momento al menos. Aunque al final no tendrás más remedio que lidiar con los dos.
—Ya lo sé —dijo Carver.
A media tarde se encontraba en la esquina de la 14 con Broadway, mirando fijamente su antiguo hogar, el orfanato Ellis. En aquellos tiempos la vida le parecía espantosa, sobre todo por Finn, pero al compararla con la actual, le resultaba un compendio de libertad y despreocupación. Las ventanas y las puertas del orfanato ya estaban tapiadas, dando orgullosamente a entender que los nuevos propietarios derribarían el adefesio y lo sustituirían por algo nuevo y maravilloso. Carver deseó ser capaz de hacer lo mismo con su propia vida. La última mirada que Delia le había dirigido seguía cerniéndose sobre él, pétrea e inamovible, como la de una gárgola.
Delia, Finn. ¿Qué habría sido de ellos? ¿Los habrían descubierto? Tenía una responsabilidad hacia ellos, aunque uno fuese su antiguo torturador. Asumirla lo diferenciaría de su padre, ¿no?
Era sábado. Si no estaban en la cárcel, estarían en casa. Delia había mencionado su dirección de pasada, pero Carver la había memorizado: calle West Franklin, 27; el largo paseo le vendría bien para gastar un poco de energía.
Aunque de camino pasó por delante de muchos vendedores de periódicos que gritaban titulares, ninguno de ellos mencionaba un robo en el Times. Buena señal. Al parecer los nuevos padres de Finn tenían muchas influencias, porque los de Delia eran simples empelados. Además, Roosevelt no quería dar a conocer la existencia de esa carta. Había mucha gente interesada en silenciar el asunto.
Cuando llegó a la calle Franklin sus esperanzas se desvanecieron. La manzana estaba llena de casitas en hilera y ninguna destacaba más que la victoriana del número 27, con sus ladrillos color zanahoria y sus gabletes de cornisas marrón grisáceo. De no ser por el carruaje aparcado delante, cuyo rótulo rezaba Policía Municipal, a Carver le hubiera encantado.
Precisamente cuando pensaba que nunca se había sentido tan desgraciado, se sentía peor. ¿Estaban arrestando a Delia?
Necesitaba saberlo pero, si se acercaba más, el cochero lo vería. Delia había dicho algo de un roble junto a su ventana. En la parte delantera no había ninguno, ¿estaría detrás?
Dio la vuelta hasta llegar a la calle Varrick y se coló en el patio trasero, donde un majestuoso roble se alzaba muy cerca de la fachada. Más arriba del tejado, nubes blancas brillaban sobre un cielo crepuscular casi tan naranja como los ladrillos. Aquello se parecía tanto a un hogar que Carver sintió una punzada de nostalgia.
Quitándose de encima como pudo el doloroso anhelo, se acercó a hurtadillas al pie del árbol y atisbó por una ventana de la planta baja. Vio sobre todo un pasillo vacío pero también una pequeña parte del salón, donde había varias personas. Los Ribe estaban sentados, escuchando a un hombre bajo y fornido que daba vueltas por la habitación y gesticulaba con una energía muy conocida: Roosevelt. Mala cosa.
Al ver una luz en el segundo piso, Carver no lo dudó, empezó a trepar por el árbol como un mono. Mientras subía, el gabán se le enganchaba en la rugosa corteza, obligándolo a desengancharlo a tirones que acabaron por descoser el gran siete remendado hacía poco. Una vez entre las ramas estuvo a punto de resbalarse en los restos de nieve.
¿No había dicho Delia que era fácil de trepar? Llegó a la ventana, sí, pero al borde de la asfixia. La lámpara brillaba por detrás de un visillo que difuminaba el interior. Algunas sombras parecían muebles, pero Carver no hubiera podido asegurarlo. Solo Delia, sentada al lado de algo similar a una colcha blanca, era inconfundible.
Carver golpeó suavemente el cristal con los nudillos. De forma harto extraña, Delia echó un rápido vistazo a la colcha antes de acercarse a la ventana. Cuando apartó el visillo y lo vio, el alivio que expresó su cara provocó una amplia sonrisa en la del chico.
Delia abrió de inmediato.
—¡Carver! —dijo con un susurró tenso. Luego retrocedió un paso, como temerosa de él, pero recobró la compostura—. Estaba preocupada. ¿Te encuentras bien?
—Sigo… sigo aquí. Delia, cuando me viste… yo… —Carver creía que hablaba en susurros, pero ella se llevó un dedo a los labios y rogó:
—¡Shh! Roosevelt está abajo.
—Ya lo he visto. ¿Ha venido a por ti?
—¿A por mí? Claro que no.
Carver dejo escapar un suspiro de alivio y dijo:
—¿Qué pasó cuando me marché?
—Pues… yo intenté ayudar a ese pobre hombre a levantarse, pero él me apartó de un manotazo y salió corriendo a la calle, para perseguirte, imagino.
—¿Entonces por qué…? —Iba a preguntarle por qué había ido Roosevelt cuando el objeto similar a una colcha blanca apareció en forma de chica detrás de Delia.
Llevaba un gabán blanco y un sombrero de plumas más ancho que sus hombros. Pese a que el atuendo era más propio de una señora, parecía más joven que Delia.
—¿Hablas con las ventanas? —dijo la chica con serenidad. Al ver a Carver su agradable cara reflejó un intenso placer—. ¡Oh, un chico! ¿Por qué no lo invitas a entrar?