—USTED me mintió —reprochó Carver.
Estaba de pie en medio de la habitación octogonal, con el viejo gabán de Hawking, mucho más baqueteado y embarrado que dos días antes, al brazo.
—Cuelga el abrigo y acerca una silla —contestó Hawking—. Ya sabes dónde está la puerta, chico. Te aseguro que yo no te voy a encerrar.
Carver vaciló antes de dar rienda suelta a la rabia que llevaba dentro, porque, según Tudd, Hawking había visto algo en él que valía la pena moldear. Dejó el gabán en un perchero y se sentó enfrente de su mentor. Sobre la mesa, las piezas de latón, ya limpias, se extendían entre ellos como un rompecabezas deshecho. Un vaso de whisky contenía cientos de tornillos diminutos.
—No te mentí, simplemente no te lo dije todo. No quería que te distrajeras con tonterías. Al fin y al cabo no te oculté mi opinión sobre la teoría de Tudd, ¿verdad? Y tampoco dije ninguna mentira respecto a mis planes para ti.
Eso no era lo que Carver esperaba.
—¿Todavía cree que Tudd se equivoca? ¿Todavía cree que mi padre no es el asesino?
Hawking suspiró y apretó los labios.
—No, pero lo de Tudd era más bien un deseo que una teoría, y los hechos todavía no la confirman por completo. Doy por supuesto que si hubiera habido respuesta de Scotland Yard, Tudd nos lo habría dicho. Si no estuvieras tan pendiente de ti mismo, tú también lo verías.
—Pero mi padre…
—No digo que no sea lógico que lo estés —aclaró Hawking levantando la mano agarrotada, y añadió riéndose—: ¡Mira que tirarles la alcantarilla encima! ¡Ja! ¡Entera y verdadera!
Cuando vio que Carver no se unía a sus risas, se calló, pero la sonrisa no abandonó su cara cuando dijo:
—Podría ser peor, ¿sabes?
Carver dio un puñetazo en la mesa con tanta fuerza que dos de los tornillitos saltaron del vaso y rodaron hasta caerse al suelo.
—¿Cómo? —gritó el chicho—. ¿Cómo podría ser peor?
—Esto lo dejaré pasar, pero cuidado con tus modales —advirtió Hawking. No se había movido, pero ya no sonreía—. Afirmas que quieres ser detective. Pues bien, si tu padre es el asesino, te encuentras en una posición inmejorable para atraparlo. ¿Quién mejor que un hijo para entrar en la mente del padre?
—¿Está insinuando que soy como él?
—¡Pues claro que eres como él, chico! ¡Es tu padre! —ladró Hawking—. Es muy probable que tengáis el mismo color de pelo y de ojos, el mismo porte… a no ser que hayas salido a tu madre.
Las manos de Carver temblaban de forma ostensible. Cuando Hawking se dio cuenta las aferró con su mano herida y las apretó con fuerza para aquietarlas.
—Qué propensos son los jóvenes a devorarse desde dentro —comentó el detective en voz baja—. Me gustaría decir que los viejos somos más sabios, pero la verdad es que carecemos de la energía necesaria para carcomernos por todo a todas horas. No he querido decir que seas idéntico a él.
—Yo no quiero parecerme a él en nada.
—¿No quieres respirar aire, ni tener dos piernas y dos brazos? Primera regla del trabajo detectivesco: ser más concreto. ¿En qué no quieres parecerte a él? Doy por supuesto que no te preocupa heredar sus incorrecciones gramaticales; te expresas bastante bien.
Carver expuso lo que resultaba dolorosamente obvio:
—No quiero ser un asesino.
Pero aquello no era suficiente para Hawking, faltaría más:
—Los soldados matan, los policías matan. Los detectives matan a veces para protegerse a sí mismos o a los demás. El hombre que mata a un asesino es un héroe. ¿No matarías tú a alguien que amenaza con matar a un niño?
—Sí, pero… Mi forma de pegar a Tudd…
—¿Pegaste a Tudd? ¡Ja! Bueno, es muy posible que se lo mereciera. Te mintió, te utilizó, te encerró y me apuesto la cabeza a que te dijo algo que te puso en el disparadero. ¿Son las víctimas del asesino personas que lo utilizaran o le hicieran daño?
—No —contestó Carver—. Él se limita a… atacar. Por lo que sabemos, eran inocentes.
—¿Quieres matar tú a mujeres inocentes?
—¡No!
Hawking resopló, como si no se lo creyera.
—¿Ah, no? ¿Nunca lo has pensado en tu tiempo libre? ¿Nunca se te ha pasado por la cabeza mientras charlabas con tu reportera de cabellos negros?
—¡No! ¡Jamás! —exclamó Carver horrorizado.
Hawking le soltó las manos, extendió su mano sana con expresión triunfante y dijo:
—¿Entonces por qué piensas que corres el peligro de hacerlo alguna vez?
—¿Y si no puedo evitarlo? Tudd dice que el asesino no puede controlarse, que está dominado por sus demonios y por el asco que se da a sí mismo.
—Repite conmigo —ordenó Hawking—, ¡Tudd es un soberano imbécil! Tú has leído las cartas. ¿Te parece que el autor se da algún tipo de asco?
Carver frunció el ceño al recordar la redacción lacónica, la energía no contenida de los golpes de pluma.
—No. Yo creo que le gusta lo que hace. Mucho.
Hawking frotó el índice y el pulgar de su mano sana, como si girara entre ambos un granito de verdad.
—Esa es la clave para él, y para ti. Él lo hace, tú no. Él disfruta enormemente con sus actos, desde asesinar a escribir cartas o dejar pistas. No se esconde detrás del menor barniz de civilización. Lleva sus deseos hasta las últimas consecuencias, sin adornos y sin miedo. «Más vale matar a un niño en su cuna que alimentar deseos inactivos», ¿recuerdas? De William Blake, chico, Proverbios del infierno. Estúdiatelo si quieres pillar algo más que un resfriado.
Los ojos normalmente perspicaces de Hawking, giraron a izquierda y derecha, desconcentrados.
—Tu padre no se deja llevar simplemente por la bestia, de ningún modo. Colocó el segundo cadáver donde pudiera causar más revuelo, para que se enteraran todos, y tú en particular. Ha puesto en marcha una especie de juego enrevesado, y es muy astuto —dijo Hawking, como si lo admirara—, brillante incluso, y fuerte y esmerado… poseedor, en fin, de cualidades que le enorgullecen a uno.
—Pe-pero… —tartamudeó Carver—, es malo.
Hawking clavó en él su intensa mirada.
—Y a nadie le gusta oír cosas buenas del diablo.