—¡AHORA sí que te has caído con todo el equipo! —dijo Finn avanzando como un toro, sin importarle cuantos burós golpeaba a su paso. Carver, con el corazón acelerado debido a sus encontronazos con la puerta y la cabeza bullente por todo lo demás, se adelantó para ir a su encuentro y espetó:
—¡Acércate, entonces, y acabemos esto de una vez!
Finn se sobresaltó levemente, pero después agachó la cabeza y arremetió contra él.
—¡Oh, no te haré esperar!
Carver corrió a su encuentro por la tenebrosa habitación, esquivando papeleras y esquinas de escritorios. Gruñía, pero no solo a Finn, sino a todo. El matón hizo otro tanto y se quitó la chaqueta sin aflojar la marcha.
Se abalanzaron el uno contra el otro, agitando los tablones del suelo con los pies. Finn echó un puño hacia atrás, listo para asestar el golpe; Carver metió la mano en el bolsillo, listo para disparar el bastón.
Estaban a menos de un metro de distancia cuando un remolino de ropajes cayó entre los dos. Delia había saltado desde lo alto de un buró y su vestido parecía tan sulfurado como ella.
—¡Basta ya! ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? —siseó.
Carver se detuvo, Finn también y en ese momento la reconoció:
—¿Delia?
—Sean cuales sean esos problemas de críos pendientes —dijo ella con los dientes apretados—, el Comisionado de la policía está unos pisos más abajo. ¿Te gustaría acabar en la cárcel?
—A mí me da igual —replicó Finn.
—¡A mí no, Phineas! —exclamó Delia—, así que baja el puño y retrocede… por favor.
Finn clavó los ojos en el cilindro metálico de la mano de Carver.
—Carver, sea lo que sea eso, bájalo —ordenó Delia.
Cuando Carver se lo guardó en el bolsillo, Finn bajó el puño.
El matón los miró a los dos y dijo ceñudo:
—¿Estás… con ella?
—Sí —contestó Carver.
—No —dijo Delia reprendiéndolo con la mirada. Después se volvió hacia Finn y añadió—: Me alegro de verte en persona, porque en fotos te veo un montón. Estás elegantísimo. ¿Has venido con tus padres?
—Los Echols —dijo Carver con voz maliciosa—, destacados miembros de la clase lela.
Finn parpadeó.
—No son mis padres.
—Pues tus padres adoptivos —precisó Delia—. Tienes resuelta la vida, ¡qué suerte!
—Eso es lo que me dicen ellos. Te he visto antes en la escalera. ¿Qué haces tú aquí arriba, Delia, con este ladrón?
—¿Yo?
Finn lo miró de hito en hito. Delia levantó la mano y le dijo a Carver:
—¡Alto! Phineas es un viejo amigo. No me importa en absoluto contarle por qué te he pedido que subieras aquí.
—¿Eh? —dijo Carver con cara de tonto; una mirada de través de Delia lo silenció.
La chica se acercó a Finn, tanto que, de forma inexplicable, a Carver le rechinaron los dientes.
—En ese despacho hay una cosa —dijo Delia señalando la puerta de caoba— que quiero ver como sea.
—¿Tú? ¿Robas? —preguntó Finn.
—No quiero llevármela, solo mirarla. He metido a escondidas al pobre de Carver para que me ayudara a entrar pero, en fin, que no ha conseguido nada. Esa puerta es demasiado para él.
La sonrisa de Finn se ensanchó.
—¿Para el enclenque este? Pues claro, no sé ni cómo se te ha ocurrido pedírselo —dijo.
Carver puso mala cara pero, al darse cuenta de las intenciones de Delia, se contuvo.
—Porque no sabía que tú estabas aquí, Phineas —arrulló ella—. A lo mejor los dos juntos…
—¿Esa puerta? —dijo Finn mirando hacia el despacho—. Con esa puedo yo solo.
—Quizá —contestó Delia—, pero tenemos prisa…
—Nada de quizá —dijo Finn—, seguro.
Enfiló hacia la puerta. Carver le sonrió a Delia pero ella no hizo ni caso y, trotando tras el otro, rogó:
—Haz el menor ruido posible, Phineas.
El fornido joven probó la resistencia de la puerta con el hombro.
—De acuerdo —dijo—, pero quiero que tú también me hagas un favor.
—¿Cuál? —preguntó Delia, encogiéndose de hombros.
«Como se te ocurra pedirle un beso…», pensó, rabioso, Carver. Pero el matón solo parecía avergonzado.
—Eh… pues… que no me llames Phineas. Prefiero Finn.
—Concedido, Finn —dijo ella con una sonrisa cálida.
Él asintió, apuntaló los pies y empujó. Durante un tiempo que se hizo eterno el único ruido que se oyó fue la pesada respiración de Finn y el ocasional arrastrar de pies cuando ajustaba el peso para hacer más fuerza. Al cabo de un rato su cara enrojeció, las venas de sus sienes se hincharon y su camisa de seda se llenó de manchas de sudor.
—Finn, quizá si Carver… —dijo Delia mirando al reloj.
—¡No… necesito… ayuda! —insistió él.
Carver decidió que podía ayudar con el simple hecho de recordarle que estaba allí:
—Ese orangután no va a poder, no se le da bien más que robar guardapelos a las niñas.
—¡Yo no se lo robé! —gruñó el otro. Luego apretó la mandíbula y empujó con tal fuerza que tanto Delia como Carver pensaron que o rompía la puerta o se rompía el hombro.
La costosa madera vibró y cedió con un único y distintivo crac.
Finn se retiró jadeando, con la cara empapada en sudor.
—Esto no marcha —anunció.
—Espera —dijo Carver—, ese ruido significa algo, seguro.
Finn estaba tan cansado que dejó que Carver lo apartara. Este pasó los dedos a lo largo de la puerta y alrededor de la placa que rodeaba el pomo. Excitado, sacó un clavo de su bolsillo, lo introdujo entre placa y madera e hizo palanca. Tanto la placa como el pomo cedieron. Carver metió los dedos en la brecha y tiró. Con un crujido de rotura, arrancó una pieza de caoba y dejó a la vista la barra metálica situada detrás. El nuevo hueco le permitió desprender la cerradura entera.
Carver se volvió hacia Finn, sonrió de oreja a oreja y exclamó:
—¡Lo has conseguido!
Al no saber cómo tomarse tal reacción, Finn contestó:
—Claro, no como tú.
—Estupendo —dijo Delia, y abrió la puerta empujándola con un simple dedo—, ¿te das cuenta de lo que pasa cuando se trabaja en equipo y sin discutir?
Carver entró en el despacho. El único sonido era el tictac de un reloj de pared. La estancia era una versión en miniatura de la sala de redacción, con sus correspondientes periódicos y archivos. Enfrente de la puerta había un enorme escritorio con una lujosa butaca de cuero. A la derecha una jaula cubierta por un paño. En el centro del escritorio descansaba un ventilador, desenchufado, que en invierno servía como pisapapeles.
—¿Qué es eso tan importante? —preguntó Finn mirando a todas partes con curiosidad.
—Una carta —contestó Delia. Se acercó a un dibujo del edificio original del New York Times, que colgaba en la pared al lado de la jaula, y tiró del marco. El cuadro giró sobre unos goznes y dejó a la vista una pequeña estantería rehundida.
A Carver le latía con tanta fuerza el corazón que apenas escuchaba a Delia:
—La caja fuerte de Overton no es ni fuerte ni secreta. Quitaron la tapa para reparar la cerradura hace siglos. Sin embargo, ya hemos visto por qué confiaba en esa puerta.
Carver se puso rápidamente a su lado. Delia sostenía una carpeta rotulada con la frase: Asesinato de las Tumbas.
—¿Estás totalmente seguro de que quieres hacer esto? —le preguntó ella.
—Tengo que hacerlo —contestó Carver.
—Espera un momento. ¿Por qué tiene este que estar este seguro de nada? —refunfuñó Finn.
Tras darle el expediente a Carver, Delia apoyó la mano en el hombro del otro.
—Es una larga historia, Finn. Si me compras una gaseosa, te la cuento.
Carver estaba tan preocupado por lo que podía descubrir que ni siquiera se puso celoso. Dejó la carpeta sobre el escritorio y la abrió. Había una hoja con anotaciones y una carta dirigida al New York Times. Carver agarró con ansia esta última.
Desde el instante en que vio los fuertes garabatos de la dirección lo supo, pero abrió el sobre para asegurarse. Muy corta, como había dicho Delia, «Querido Jefe: Soy yo otra vez. No es guasa» y escrita en una simple cuartilla. La letra era idéntica a los salvajes garabatos de su padre.
Carver se tambaleó y tuvo que apoyar las manos en el escritorio para no caerse. No, no, no.
—Ay, Carver —dijo Delia. Intentó rodearle con un brazo, pero él se apartó y se derrumbó en la butaca de Overton.
—Es él —farfulló.
Delia se arrodilló a su lado, le envolvió las manos con las suyas y se las frotó.
—Lo siento, lo siento muchísimo.
—¡Eh! ¿Pero qué pasa? —preguntó Finn.
—El Times ha recibido una carta del asesino de las Tumbas esta mañana —explicó Delia—, y la letra es igual que la de una carta del padre de Carver.
La cara del matón fue recorrida por toda una serie de expresiones.
—Su… el papá de Carver… que es…
—Tienes que decírselo al Comisionado Roosevelt —dijo Delia mirando de nuevo a Carver—, hayas prometido lo que hayas prometido. Tu carta lo prueba. Tienes que decírselo ahora mismo.
Carver miró sus claros ojos azules, y se sorprendió al verla tan afectada por su suerte. Estaba a punto de hablarle de la Nueva Pinkerton cuando su mirada cayó sobre la hoja de anotaciones que acompañaba a la carta. Un nombre saltó hacia él: Septimus Tudd.
Al parecer, Roosevelt había dado al periódico ciertos detalles de la investigación y mencionaba que Tudd había escrito a Scotland Yard a primeros de agosto, en relación a unos asesinatos similares, pero aún no le habían contestado. En cualquier caso, Roosevelt consideraba muy remota la posibilidad de que existiera alguna conexión con los asesinatos de Londres.
¿Londres? ¿Primeros de agosto? Eso fue una semana después de la carta que Carver escribió a la policía. Tudd sabía que el padre de Carver era el asesino. ¡Lo había sabido desde el principio!