Capítulo 36

QUIZÁ fue porque había estado a punto de morirse, pero horas más tarde, cuando Delia se reunió con él en la entrada lateral del Times, Carver se quedó estupefacto. La chica llevaba un vestido de fiesta negro, de elegantes mangas anchas, ceñido por un cinturón que realzaba la forma de su cuerpo. Siempre le había parecido guapa, pero en aquel instante le pareció bella.

Iba a decírselo cuando ella arrugó la nariz y preguntó:

—¿A qué huele? ¡Ya podías haberte cambiado de ropa!

Se las había apañado para secarla, pero no había tenido forma de lavarla, ni a él tampoco.

—Luego te lo explico —contestó, y entró en el edificio tratando de no tocar a Delia, que lo llevó hasta una escalera de servicio.

—Tú siempre quieres dejarlo para luego. ¡Dímelo ahora mismo!

—Está bien. Me han secuestrado y, para escapar, he tenido que arrastrarme por una alcantarilla.

—¡Hombre, Carver, siento lástima por ti, pero no soy idiota! —replicó Delia echando a correr escaleras arriba. Sonaba mejor cuando se lo contó a los vendedores de periódicos.

En cada piso, las escaleras desembocaban en un amplio descansillo con un arco que daba a las oficinas y los exponía a las miradas de los posibles ocupantes. Los primeros pisos estaban casi vacíos y los conserjes que barrían el suelo no se molestaban ni en mirarlos.

En el cuarto, sin embargo, antes de llegar al descansillo, llegó hasta ellos el sonido de la música y las conversaciones. Delia le indicó a Carver que se detuviera y subió sola los últimos peldaños. Luego se escondió detrás de una de las columnas sobre las que descansaba el arco y espió la sala antes de hacer señas a Carver para que se reuniera con ella.

A diferencia de los otros pisos, aquel era un enorme espacio abierto lleno de hombres bigotudos ataviados con ternos y de mujeres de elegantes vestidos y llamativos sombreros. Todos comían delicados sándwiches servidos en bandejas y bebían en una barra atendida por varios camareros. Alexander y Samantha Echols estaban entre los invitados; Finn, por suerte, no los acompañaba.

—Aunque nadie lo diría por su forma de actuar —susurró Delia—, media ciudad está muerta de miedo por el asesinato de las Tumbas. La mitad rica, digo, porque la segunda fallecida sigue siendo de los suyos.

Roosevelt también estaba, aunque para variar no era el único centro de atención. La nueva familia de Delia, Jerrik y Anne Ribe, formaba parte de un grupito profundamente fascinado por la conversación que el Comisionado mantenía en susurros con un hombre mayor de aspecto amable, cuya camisa blanca con tirantes chirriaba entre los trajes de etiqueta de los demás. Roosevelt parecía listo para salirse de un salto de su terno y abalanzarse sobre él.

Cuando los asistentes se movieron un poco, Carver vio a Tudd. Estaba al lado de Roosevelt, en silencio pero nervioso. El director de la Nueva Pinkerton ya debía estar al tanto de su fuga. ¿Por eso no hacía más que mirar el reloj? ¿Estaría deseando irse de la fiesta para darle caza?

—No sé de dónde se ha sacado que era un tema de debate, Gerald —se oyó decir a Roosevelt, incapaz de hablar bajo—. ¡Debería ceder!

Al percatarse de que prácticamente gritaba, apoyó la mano en el hombro del tal Gerald y se lo llevó a un lugar menos visible pero, para su enfado, el gentío fue detrás.

—¿Roosevelt trata de convencer a tu jefe de que no publique la carta? —preguntó Carver.

—Oh, ya lo ha convencido. No sé por qué discuten ahora. El señor Overton es tan circunspecto que, según algunos de sus periodistas, hace años que pasó a mejor vida. Jerrik tampoco quiere desatar el pánico, pero Anne dice que tienen la obligación de mantener al público informado. ¡Shh! ¡Que vuelven!

Carver y Delia es echaron hacia atrás cuando Roosevelt y Overton se acercaron al arco.

—Usted sabe el respeto que me inspira la prensa, siempre me lo ha inspirado, ¡pero esto es intolerable! —exclamó Roosevelt.

—Como ya le he dicho, señor —respondió Overton con voz respetuosa y baja—, no creo que nuestro cuerpo de policía disponga de la seguridad suficiente para guardar algo tan valioso.

—Yo sé mejor que nadie lo que se cuece, ¡pero ni el agente más corrupto se dejaría sobornar por ese asesino!

—No, pero ese mismo agente podría sentir la tentación de vendérsela por una bonita suma al, digamos, Journal del señor Hearst o a algún otro de nuestros competidores; y ellos no dudarían en publicarla. Como ya le he dicho, puede usted enviar al experto que desee para que la examine, pero la carta se queda aquí.

—¡Paparruchas, señor! —bramó un exasperado Roosevelt—. ¡Si no me entrega esa carta mañana por la mañana, le cierro el periódico!

La cara de póquer de Overton permaneció inalterable.

—Haga lo que quiera, señor, pero le hago notar que, si nos cierra, la misma información que no quiere dar a conocer se convertirá en un asunto de dominio público.

Roosevelt abrió la boca como para gritar, pero en vez de eso acabó por reírse.

—Bien jugado, Overton. Supongo que este lugar es tan bueno como cualquier otro para examinar esa cosa, pero necesito acceso las veinticuatro horas del día.

—Yo mismo le daré las llaves del edificio —dijo Overton. A continuación se dirigieron al bar agarrados del brazo.

—Hay que admitir que el tipo sabe perder —comentó Delia.

—Tiene estilo —masculló Carver—, pero eso significa que debemos ver la carta lo antes posible, no sea que Roosevelt quiera examinarla esta misma noche.

Delia asintió y lo llevó a las escaleras de enfrente. Los descansillos de los siguientes pisos estaban cerrados con una puerta acristalada.

Después de subir tres más, Delia se detuvo y probó el picaporte.

—Cerrada —dijo.

Carver sacó un clavo doblado y la abrió. Seguro que con el artilugio le hubiera costado más.

—¿De qué te ríes? —preguntó Delia.

—Oh, eh… de que eran más complicadas las cerraduras del orfanato —contestó él sosteniéndole la puerta.

—Eso era porque la señorita Petty estaba siempre detrás de ti.

Entraron a un espacio amplio y penumbroso cuajado de burós, máquinas de escribir y casilleros. Había periódicos en toda una serie de muebles metálicos, colocados en horizontal, en vertical o enrollados. Hasta sin periodistas parecía bullir de actividad. Carver casi podía verlos correr de un sitio a otro, entregando artículos, tecleando locamente para escribir los titulares…

—Genial, ¿verdad? —dijo con orgullo Delia.

Carver tragó con esfuerzo y preguntó:

—¿Dónde está la carta?

—En el despacho de Overton —contestó la chica señalando una habitación con ventanas interiores—, dentro de una caja fuerte.

—¿Una caja fuerte? —repitió Carver palideciendo—. ¿Pero cómo voy a…?

—Oh, no te preocupes —interrumpió Delia—; no tiene puerta. Se la llevaron hace meses para arreglarla y no la han devuelto. El señor Overton cree que la puerta de caoba maciza del despacho basta y sobra. Claro está que aún no conoce a Carver Young, maestro ratero.

Carver parpadeó al oír el título, pero no tenía tiempo de preocuparse por eso. Zigzagueando por la sala llegaron por fin al despacho. Ratero o no, por lo menos abrir cerraduras se le daba bien. Se arrodilló con seguridad, sacó su clavo y…

… se quedó atónito.

Jamás había visto una cerradura similar. Era minúscula, como para una mina de lápiz. Seguro que eso no lo movía ni la ganzúa de los Pinkerton. No le hacía falta probar para saber que era inútil, pero aún así sacó su clavo más fino y trató de meterlo en el agujero. Demasiado grueso.

—¿Qué pasa? —preguntó Delia.

Carver suspiró y preguntó a su vez:

—¿No tienes ni idea de dónde guarda la llave?

—No. Yo pensaba que esto iba a ser lo más fácil.

Estaban demasiado cerca para rendirse. Carver empujó la puerta, que apenas se movió. Volvió a empujar, más fuerte.

—¡Espera! —exigió Delia subiendo la voz—. ¿Qué estás haciendo?

En lugar de responder, Carver se lanzó de nuevo con todas sus fuerzas.

—¡Para! —gritó Delia—. ¡Para ahora mismo! ¡No puedes destrozar la puerta del redactor jefe!

—¿Y qué hacemos?

Delia le clavó los ojos, pero no dijo nada. Por fin, aunque casi imperceptiblemente, hizo un gesto de afirmación con la cabeza.

Carver arremetió con el hombro una y otra vez, hasta que oyeron que algo se rompía. Sin embargo, el ruido no había salido de la puerta ni del marco, sino del hombro de Carver, que se lo agarró, dolorido.

—¡Ayy! ¡Debe de estar reforzada con acero!

—Olvídalo, Carver. Tenemos que irnos. Todavía puedo sacarte sin que…

—No, dame un minuto. ¡Déjame pensar! —rogó. Pensar. ¿Pero pensar en qué?

Entonces lo oyó. Un sonido rítmico que sus insistentes golpes habían amortiguado: pisadas subiendo por las escaleras. Los ojos de Carver volaron a la puerta del descansillo. Se la habían dejado abierta.

—¡Ay, no, no, no! —dijo Delia.

—¡Escóndete! —siseó Carver, pero ya no había tiempo. Una silueta masculina se perfiló en el umbral. La luz de una farola que entraba por la ventana próxima iluminó sus rizos rojizos y perfiló el contorno de su costoso traje.

—No puede ser —dijo Carver.

La expresión de Delia pasó del terror al aturdimiento. Jamás en la vida hubiera reconocido al recién llegado antes de oírle decir:

—Qué poca gracia tienes para esconderte, Carver.

—Hola de nuevo, Finn.