EL agua, que se iba acercando a las rodillas de Carver, le daba más sensación de quemazón que de frío.
¿Cabría por el hueco? No caía tanta agua como al principio y en ese momento se dirigía hacia un lugar concreto: la puerta. A un lado de la abertura había una grieta donde los ladrillos parecían sueltos y a punto de caerse.
Carver vadeó como pudo hacia la catarata sin sentir nada por debajo de las rodillas. Sus piernas parecían dos maderos. Con un rechinar de dientes, hizo una nueva pila de cajas y durante el proceso notó que los dedos se le estaban poniendo azules.
Y aquello fue lo último que vio.
¡Pop! El agua había causado un cortocircuito en la lámpara y lo había dejado sin luz.
En la oscuridad, trepó como pudo por las cajas mojadas, que se partían a su paso. Cuando logró tocar el techo, el agua le cubría los pies. Se agarró a los ladrillos con la esperanza de auparse pero solo consiguió arrancar más, agrandar el agujero y aumentar, en consecuencia, el caudal de agua.
Lo asaltó una desesperación salvaje. Lo único que podía hacer era agrandar más el hueco. Quitó todos los ladrillos que pudo. Uno le arañó el costado, otro le arreó en la cabeza, pero él siguió a lo suyo. El agua helada parecía tan cortante como la navaja de un asesino y estaba llegando al borde superior de las cajas apiladas. Quedaba poco tiempo.
Al meter las manos por el agujero, palpó el borde resbaladizo de unas losas. Apretó los dedos en la primera depresión que encontró, dio la espalda al torrente de agua y se impulsó hacia arriba.
La corriente glacial le heló la columna. Un frío atroz le subió hasta el cráneo. La herida de su cabeza provocada por el ladrillo le produjo un dolor punzante, pero ya era imposible volver atrás. Mientras su gemido se perdía en el fragor del torrente, se aupó a duras penas y sintió por fin que el peso muerto de sus piernas salía del agua.
Extendió la mano izquierda, deseoso de encontrar otro asidero. Cuando lo hizo, tiró de sí mismo hacia arriba mientras una humedad ardiente le atenazaba el pecho.
Casi consiguió levantarse, pero algo lo retenía. Se miró las piernas: estaban en la corriente y el agua las empujaba hacia abajo. Las tenía tan entumecidas que no se había dado ni cuenta. Estaba a punto de conseguirlo, no podía rendirse, y no por su padre ni por su futuro, sino por salvar la vida.
Al final la fuerza del agua no bastó para detenerlo. Consiguió auparse al colector y se quedó boca abajo, con la cara medio hundida en el agua. Aunque se moría por descansar, por las piernas le trepaba una sensación inquietante que le rogaba que no lo hiciera, aún no. Se arrastró por el suelo curvado hasta alcanzar la orilla y allí se quedó, limitándose a respirar.
Con el tiempo sus ojos se acostumbraron a las tinieblas. No estaba completamente oscuro, ya que se filtraba luz por las rejillas de los imbornales superiores.
El colector se parecía un poco al túnel de ladrillo del metro de Beach, pero era más alto. En el centro había un pequeño canal, lo que dejaba las orillas relativamente secas. Pese a que el olor no era agradable, no resultaba más molesto que en el trastero, quizá porque la mayor parte del agua era nieve derretida.
En la penumbra vislumbró un tablón apoyado en ambas orillas y perpendicular, por lo tanto, al curso de agua. Debía de ser un puente que usaban los trabajadores cuando bajaban para hacer reparaciones. Con cierto esfuerzo, Carver lo arrastró y lo dejó caer sobre el agujero que había practicado. El peso del agua que corría sobre él ayudó a mantenerlo en el sitio. Quizá así impediría que se inundara la sede central.
Una imagen apareció de pronto en su cabeza: la expresión de Emeril y Jackson al abrir la puerta para ver por qué salía agua. No tardarían mucho, así que Carver se obligó a caminar, aunque cuanta más sensación recuperaba en las piernas, más le dolían.
Al llegar a una escalera de pared, subió por ella y empujó la tapa de registro que cubría el agujero superior. Cuando logró deslizar el pesado círculo de hierro, le cayeron unos copos de nieve en la cara. Si no se había congelado ya, no iba a congelarse por eso. Escurriendo agua, salió medio arrastrándose a la última luz de la tarde y devolvió la tapa a su sitio.
Estaba en la Calle de la Prensa, no tan lejos de la sede de los nuevos Pinkerton como hubiera deseado, pero tampoco lejos del Times. Sin embargo, también estaba empapado y congelado, y un reloj de pie le informó que no eran ni las cuatro: demasiado pronto para encontrarse con Delia. En las cercanías distinguió un albergue para vendedores de periódicos, uno de los míseros lugares donde había considerado la posibilidad de vivir.
Poco después abría la puerta y se quedaba en el umbral mirando con nostalgia la estufa de hierro apoyada en la pared. Los chicos más jóvenes jugaban a las cartas y a los dados. Uno mayor descansaba sobre un montón de ropa vieja, leyendo una novela de a diez centavos cuya cubierta Carver desconocía.
El mayor miró a Carver, como todos los demás, pero él enfadado por la intromisión. Sin embargo, cuando se fijó en el penoso aspecto del recién llegado, en su mojadura y su tembleque, su expresión de mal genio se suavizó. No obstante, para no parecer un debilucho, hizo una mueca de desdén.
—¿Y tú qué quieres? —espetó.
—Entrar un poco en calor y secarme la ropa, si puede ser.
—¿De dónde sales? ¿De las alcantarillas? —dijo con sorna uno de los pequeños.
—Pues en realidad sí —contestó Carver—. He dado esquinazo a unos secuestradores. Me tenían encerrado en un sótano y me he fugado excavando un túnel.
«Una verdad dicha con mala intención supera siempre a la ficción».
Intentando fingir desinterés, el chico de más edad dijo:
—En ese caso, ponte cómodo.