Capítulo 34

CARVER paseaba tratando de planear la fuga, si no del cuartucho, sí de su propia mente. Tenía que ver esa carta, era imprescindible. Transcurridos unos diez minutos, sin embargo, su única revelación fue que el olor a cloaca era más fuerte en uno de los rincones y que procedía del techo.

A falta de mejor ocupación, amontonó algunas de las cajas que parecían más resistentes y trepó por ellas. Desde lo alto apretó la mano en la escayola. Estaba helada y algo húmeda. La cloaca estaría justo encima. Desde luego, ¡qué bajo había caído!

¿Sería posible salir por allí?

Empujó. La escayola cedió levemente y un polvo muy fino se arremolinó sobre la cabeza de Carver. Estaba blanda. ¿Por qué? Al extender la mano sintió una ola de aire cálido procedente del radiador. La alcantarilla superior enfriaba la escayola, el radiador la calentaba. Entre ambos la encogían y estiraban sin parar y, en consecuencia, la habían debilitado.

Seguro que podía hacer un agujero, al menos para cruzar el techo, pero los Pinkerton querían que se quedase allí, y Hawking también, por lo visto. Escaparse sería peor que «tomar prestado». ¿Cuál era su grado de desesperación? Hawking le había prometido un futuro increíble. ¿Pensaba arriesgarse a perderlo por buscar unas cuantas respuestas? Sí.

Golpeó la escayola con el puño. El primer puñetazo solo produjo la caída de algunos trozos, el siguiente dio mejores resultados. No obstante, si seguía así lo oirían. Podría correr más y hacer menos ruido con alguna herramienta, pero no contaba con ninguna. No exactamente, por lo menos. Los clavos eran demasiado pequeños.

¿Qué otra cosa podía utilizar?

Saltó al suelo, arrancó un madero afilado del roto somier y trabajó con él. Acuchillando y excavando, consiguió agrandar el hueco poco a poco, hasta que la blancura de la escayola se mezcló con el marrón negruzco de la tierra. Cuando clavó la afilada punta del madero, desapareció la mitad de la pieza, pero acabó por golpear algo plano y duro. Carver cambió esa herramienta por las manos y quitó suficiente tierra y escayola como para ver medio metro cuadrado de ladrillos húmedos. Eran las tripas de la cloaca. Todo su esfuerzo había sido inútil. Para romper eso hubiera necesitado un martillo y un escoplo.

Pero, después de todo, estaba en un trastero. ¡Quizá hubiera algo útil en las cajas! Al registrarlas encontró sobre todo material de oficina, pero también seis pares de tijeras y una guillotina de papel desmontada con un pesado mango de hierro. No eran un martillo y un escoplo, pero se acercaban bastante.

Colocó la hoja de una tijera entre dos ladrillos y la golpeó con el mango metálico. La hoja se partió un poco en la punta, pero despegó unos trozos de mortero. Era un principio.

Tras golpear algo más, empezaron a caer gotas de agua. En una alcantarilla había agua, desde luego, probablemente más que un poco. Si cubría el suelo y salía por debajo de la puerta antes de que el agujero fuese lo bastante grande para salir, lo atraparían.

Enrolló el colchón de la cama, lo oprimió contra la parte inferior de la puerta y puso encima unas cajas para mantenerlo en su sitio. Luego volvió a los ladrillos y luchó ansiosamente contra el mortero. En cuanto desprendió todo lo posible, dedicó sus esfuerzos a los ladrillos, uno por uno, para encontrar un eslabón debilitado.

Al poco había roto todas las hojas de las tijeras menos una y había hecho en el mango una serie de boquetes que amenazaban con partirlo por la mitad. Tenía la ropa y la piel llenas de sudor, tierra y trozos de argamasa, pero los ladrillos seguían incólumes. Metió la última hoja en la grieta más profunda y golpeó. El mango impactó en la hoja de lado y la partió en dos.

¡No!

Lo único que le impidió gritar a pleno pulmón cuando su última esperanza tintineó contra el suelo fue que alguien pudiera oírlo. Enfurecido, golpeó el ladrillo con el mango roto una y otra vez hasta que la grieta del hierro se ensanchó y el remedo de martillo, como había ocurrido con el de escoplo, se partió por la mitad.

Carver evitó por un pelo que le atizara en la cabeza. Jadeó con las manos en las rodillas y la cabeza gacha. Estaba perdido. Apretó los dientes, cerró los ojos y rogó que su vida desapareciera en la nada.

Algo húmedo le rodó por la mejilla. ¿Estaba llorando? Se imaginó las caras de Jackson y Emeril al volver con unas revistas y ver a su agente más joven gimoteando en medio del estropicio que él mismo había formado, como un crío con una pataleta.

Sintió otra gota, espesa y fría, y después un chorrito. En el lado más largo de un ladrillo había aparecido una línea brillante. El agua empezó a encharcarse en el suelo.

Carver empujó el ladrillo. El chorro aumentó. Emocionado, agarró el mango roto y utilizó el extremo quebrado para romper el ladrillo suelto, que dio una sacudida y se ladeó. El agua helada salió por el hueco como por un grifo. Carver esperó, suponiendo que acabaría por pararse, pero no fue así. Seguía saliendo, cada vez más sucia y a mayor velocidad, formando en las cajas una serie de cascadas diminutas, llevando la argamasa al suelo.

Un poco, un poco de agua era de esperar, pero aquello…

De perdidos, al río. Carver empujó el mango roto en medio de la corriente, enganchó el borde del ladrillo suelto y tiró. Seis ladrillos aflojados por sus esfuerzos se desprendieron dando paso a un torrente de agua.

La sensación de frío intenso lo obligó a tomar aire. La fuerza lo empujó hacia atrás y, mientras su espalda golpeaba el suelo, lo puso de lado. Para cuando consiguió levantarse, el agua le llegaba a los tobillos y seguía subiendo. Si no salía de allí a toda prisa, acabaría ahogándose. Además, ya tenía los pies entumecidos.

Tanto pensar y no se le había ocurrido que todas las alcantarillas de la ciudad, incluida la suya, estarían llenas de nieve derretida.