CUANDO el vagón se deslizó hacia el andén, Carver vio que la sede central, hacía tan poco desierta, se encontraba llena de agentes que correteaban por la plaza, donde habían colocado filas de mesas cubiertas de periódicos, archivos y fotos. También se veía el gran plano del despacho de Tudd montado sobre dos caballetes, con círculos de distintos colores en varias calles.
Su exhausto propietario estaba en el centro, sujetapapeles en mano, braceando como si dirigiera el tráfico. El vagón estaba tan bien diseñado que Carver no pudo oír lo que gritaba pero, a juzgar por el movimiento de los labios, era: «¡Encontradlo!» o «¡Encontradlo a él!».
Sintió que su pánico se mezclaba con el del director y abrió de golpe la puerta del vehículo. La primera palabra que le oyó a Tudd, mientras lo señalaba con el dedo, fue un triunfante:
—¡Allí!
Bien. Eso significaba que el detective había relacionado la carta de su padre con la del asesino. Pensando que conseguiría algunas respuestas, Carver se apresuró a cruzar el andén y entró en la plaza con el corazón desbocado.
—¡Señor Tudd! ¡Señor Tudd! —gritó.
—Siento tener que llegar a esto, hijo —dijo el director, tras lo cual levantó la mano y chasqueó los dedos—. ¡Jackson! ¡Emeril! —añadió marchándose como un rayo en dirección contraria.
—¡Espere! —gritó Carver. Intentó seguirlo pero el musculoso Jackson le cortó el paso. Emeril se puso detrás de él.
—¡Eh, alto ahí! —dijo Jackson. Aunque Carver, irritado, trató de continuar, el agente le puso las manos en el pecho.
—Tengo que hablar con el señor Tudd. Mi padre…
—Ahora no —contestó Jackson.
—Tiene mucho trabajo —explicó Emeril—, no puede perder el tiempo hablando con un ladrón.
La palabra golpeó a Carver como una bala. Lo sabían.
—Vale, eso lo siento mucho, pero esto es muy importante. El Times ha recibido una carta.
—Lo sabemos —dijo Jackson y lo condujo hacia un corredor del lado izquierdo de la plaza.
—Dice «jefe», como en la carta de mi padre —espetó Carver.
—También lo sabemos —repuso Emeril. Entre los dos lo sujetaron por los brazos y lo arrastraron hacia delante. Carver miró hacia atrás por encima del hombro y vio que Tudd se perdía de vista.
—Por favor, solo quiero saber si ha visto la letra de la carta del Times. ¿La ha visto alguien?
—Todavía no —contestó Jackson—. Esta mañana ha sido muy movidita, y más con la mitad de nosotros registrando todas las manzanas próximas al lugar del crimen para buscarte.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Porque el señor Hawking le ha contado a Tudd tu aventura de anoche —dijo Emeril—. Tudd cree que te encontraste al asesino y, que yo sepa, es la primera vez que Hawking no le lleva la contraria. Cuando esta mañana Tudd ha visto que no estabas, que había agujeros de bala en el laboratorio y que faltaba cierto instrumento, pensó que habías salido a buscar a tu padre. Y ahora todos sabemos quién puede ser.
—¡Pero si solo he salido a desayunar!
—Y lo sea o no lo sea, si vive en el barrio y te vuelve a ver, no tardará en ocuparse del posible testigo.
Jackson extendió la mano en su dirección. Carver se sacó la ganzúa del bolsillo y se la dio.
El agente tosió en el puño cerrado. Carver suspiró y, a punto de devolverle el bastón, Jackson dijo:
—Luego está el conmovedor asunto de tu amiga del Times. Una chica muy mona, pero un poco más y la metes aquí.
—Somos amigos del orfanato. Ella me ha dicho lo de la carta.
—Tudd da mucha importancia a la discreción, así que esa charla con tu chica no le ha parecido nada bien. Se siente un poco… traicionado.
Carver se percató de que estaban junto al trastero donde había pasado la noche.
—Entre eso y el deseo de mantenerte con vida… —Emeril le indicó por señas que entrara.
Carver entró temblando con una mezcla de culpabilidad e indignación; arrugó la nariz ante el leve olor a cloaca. Al menos alguien había llevado una lámpara y había un poco de luz.
Los agentes permanecieron en la puerta. Emeril con la mano en el pomo. El ojo de la cerradura tenía una llave por la parte externa.
—¿Estoy prisionero? —preguntó Carver.
—Te estamos protegiendo —dijo Jackson encogiéndose de hombros—, hasta que avancemos un poco más en la investigación.
—¡No puedo quedarme aquí! He quedado… —la voz de Carver se fue apagando. Ya les preocupaba Delia, ¿cómo iba a decirles que había quedado con ella?
—¿Una cita? —preguntó Jackson—. Le diremos a tu secretaria que las anule todas.
La insustancial réplica irritó a Carver, que exigió:
—Necesito ir a un teléfono, quiero llamar a Blackwell.
—¿No ha dicho Tudd que el señor Hawking está informado de todo? —preguntó Jackson mirando a Emeril.
—Eso ha dicho —convino este—. Además, los teléfonos están ocupados. Tendrás que esperar.
—¡No! —protestó Carver y salió disparado. Su súbita estampida sorprendió a Emeril, pero Jackson fue tras él, lo agarró por los hombros y mirándolo fijamente dijo:
—Nosotros no somos el enemigo. Nosotros lo entendemos y lo lamentamos, pero así son las cosas. Intentaremos traerte una mesa, algo de comida y algo de leer, pero tendrás que quedarte aquí hasta que el señor Tudd diga lo contrario. ¿Lo entiendes?
Carver apretó los dientes, asintió y se dirigió hacia la cama.
—Volveremos en cuanto tengamos un momento libre, prometido —dijo Emeril antes de cerrar la puerta.
El tintineo de la llave resonó en el pecho de Carver, pero estaba seguro de que no necesitaba su recién perdido artilugio para salir de allí. Esperó hasta que las pisadas dejaron de oírse y sacó del bolsillo sus fieles clavos. Se hizo con la cerradura en menos que canta un gallo, pero cuando giró el picaporte y empujó, la puerta se quedó donde estaba.
¡La habían apuntalado por fuera!
Se echó de golpe en la cama, que, al no esperarse el brusco añadido de peso, cayó desplomada al suelo. Hacía frío, pero por lo menos el olor a cloaca era más leve.
¿Cómo sabrían lo de Delia? «¡Idiota!», se dijo. Había estado con ella justo enfrente del ascensor, en el lugar vigilado por el periscopio de Tudd, que los habría visto hablar y habría visto el disgusto de Carver.
Y ahora era un preso. Un delincuente.