Capítulo 32

CARVER estaba cayendo, abajo, muy abajo… tan abajo que parecía llevar así toda la vida. ¿Sería aquel el abismo contra el que le había prevenido Hawking?

Apenas era consciente de que se le doblaban las piernas, de que Delia lo agarraba del codo para evitar que se cayera de golpe.

—¡Carver! ¡Carver! —repetía ella una y otra vez.

Él parpadeó y la miró por fin.

—Mi padre es el asesino de la biblioteca.

La falda de lana verde formó un estanque en la acera cuando Delia se sentó a su lado. Por la expresión de su cara, se hubiera dicho que acababa de apuñalar sin querer a su mejor amigo.

—¡No! —protestó Delia—. Lo mismo no es ni del asesino; puede ser una broma. La semana pasada recibimos una encantadora nota de Abraham Lincoln, que nos escribía únicamente para saludarnos. Y, la verdad, porque tu padre usara la palabra «jefe»… no quiere decir que la carta sea suya. Hay un montón de gente que la usa, porque la mayoría de la gente tiene uno, ya sabes. Yo solo creía que… por la coincidencia… debía contártelo.

—No es solo esa palabra —dijo Carver—. La mujer de los gatos dijo que era violento, como un lobo, y su carta hablaba de cuchillos. Su trabajo consiste en… matar gente. Y yo pensando que era carnicero…

Haciendo de tripas corazón, Carver le contó lo que había averiguado hasta el momento.

—De todas formas puede no ser cierto. Entiendo que tengas miedo, pero no deberías sacar conclusiones precipitadas —dijo Delia buscándole los ojos. Estaba tratando de darle esperanzas. Carver deseó que pudiera hacerlo; luego frunció el ceño, arrugó la cara entera y se dio un golpe en la frente con las palmas de las manos.

«Es un error garrafal sostener teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio». ¿Pero cuántos elementos de juicio necesitaba?

—¿Estás pensando o solo te estás pegando? —preguntó Delia—. ¿En qué piensas? ¿Carver?

—Habrá alguna forma de saberlo, y de probarlo, la que sea —dijo abatido—. Delia, ¿la carta está escrita a mano?

—Sí.

—¿La has visto?

—No. Está guardada bajo llave en el despacho del señor Overton, el redactor jefe. Ahora mismo están discutiendo si publicarla o no. Roosevelt los está presionando para que no lo hagan, porque dice que provocaría un pánico innecesario. ¿Ves? Hasta él piensa que no es de verdad.

—Necesito verla. Necesito comprobar si la letra es igual.

—¿Por qué no le das tu carta a Jerrik? Estoy segura de que él sí ha visto esta.

—Ya… ya no la tengo —confesó Carver con un suspiro.

Fue el turno de Delia de fruncir el ceño.

—No me lo creo.

Carver estuvo a punto de contarle el motivo, pero se contuvo antes de espetar que seis metros por debajo de ellos yacía en más sofisticado laboratorio criminológico del mundo. Si los Pinkerton pudieran ver la nueva carta…

Un momento. Tudd, que trabajaba para Roosevelt, ya la habría visto. Carver podía tener la respuesta esperándole en el subsuelo.

—Lo siento. No puedo decirte dónde está.

Delia resopló, enfadada, y dijo:

—¿Otro de esos secretos que le guardas al señor Hawking?

—Sí. No. En cierto modo. ¡Te lo diría si pudiera!

—Te juro, Carver —dijo ella acercándose—, que por mí no se iba a enterar nadie, ni siquiera Jerrik, ni Anne.

Carver miró en torno mientras lo pensaba. La gente aflojaba el paso para mirar a los dos jóvenes sentados en medio de la acera, sobre un parche de cemento descolorido. Carver se levantó, se sacudió los pantalones y ofreció a Delia una mano temblorosa.

—Te lo contaré todo —susurró una vez que ella se puso en pie—, te lo prometo, pero antes tengo que ver esa carta. ¿Podrás confiar en mí? ¿Podrás ayudarme?

—Otro trato, como en el Ellis —dijo Delia, y después de pensárselo añadió—: Esta noche hay reunión en el Times, aunque es solo una excusa para que el redactor jefe hable con Roosevelt sin ceremonias. El edificio estará lleno de gente, así que podré colarte, y si nos pillan podemos decir que nos hemos perdido; pero la puerta del despacho estará cerrada.

Al recordar la ganzúa de su bolsillo, Carver sonrió por primera vez desde que Delia le había dado la noticia y contestó:

—Hasta el momento no se me ha resistido ni una sola puerta.

—Esperemos que no sea esta la primera. En fin, estate en la entrada lateral a las siete de la tarde.

—Gracias, Delia —contestó Carver, resistiendo el fuerte impulso de abrazarla—, muchas gracias. Y ahora, por favor, tengo que hacer algo… a solas. Así que hasta la noche.

Delia estuvo a punto de protestar pero frunció el ceño, asintió con la cabeza y se encaminó hacia el parque. Al poco se detuvo y dio media vuelta.

—Deberías saber otra cosa —dijo a voces.

—¿Qué? —preguntó Carver.

—Que sea cual sea la verdad, tú seguirás siendo Carver Young.

Carver no dudaba de las buenas intenciones de su amiga, pero el comentario solo consiguió que se preguntara quién era Carver Young en realidad.