Capítulo 31

AL salir a la calle, el sol hizo parpadear a Carver. El aire era más cálido y habían vuelto los colores. La acera disponía de una senda despejada, aunque en cada esquina sostenía un enorme montículo de nieve. En Broadway, el gris de los adoquines dominaba al blanco. Gente, carromatos, carruajes y tranvías iban de arriba abajo como si no hubiese habido nevada alguna.

—¡Horrible asesinato! —gritaba una agradable voz infantil—. ¡Salvajes mutilaciones! ¡Cadáver en las Tumbas!

La gente se arremolinaba en torno al vendedor callejero, que sostenía en alto un ejemplar del Daily Herald cuyo titular rezaba: ASESINATO EN LA TUMBA. El alegre chaval no daba abasto con las ventas.

Carver miró el dinero que llevaba. Tenía de sobra para comer algo decente y volver en ferry a Blackwell. Pensó en comprar un periódico, pero por lealtad a Delia prefirió esperar a encontrarse con un vendedor del Times.

Sin embargo, lo primero que hizo fue comprarse una patata asada en uno de los puestos que bordeaban el City Hall Park. Mientras el vapor de su amarillenta carne le caldeaba la cara, Carver escuchaba las conversaciones de los viandantes. Todos hablaban del segundo asesinato.

Cerca de la fuente de mármol del centro del parque encontró un chico que vendía el Times. Con el diario en la mano, buscó un banco vacío, apartó la nieve y se sentó para acabarse la patata y leer el diario.

Al no ser un lector habitual del Times, a Carver le sorprendió no ver un titular semejante al del Herald. El asesinato aparecía en primera plana, pero no arriba ni en el centro, sino en la esquina derecha, cerca de un artículo sobre la ventisca (que ocupaba más espacio) y con un titular más discreto: Hallado cadáver de la alta sociedad; debajo, en un tipo de letra más pequeño, decía: La osadía del asesino desconcierta a los agentes, y a continuación en tipo aún menor: Jerrik Ribe.

Había una foto de los Echols posando en compañía de Finn, con un pie que ponderaba al inquebrantable fiscal del distrito, famoso por su dureza con los delincuentes y su caridad con los huérfanos. El trajeado Finn tenía buen aspecto, pero no parecía muy feliz.

Al haber estado en el lugar del crimen, Carver ya conocía casi todos los detalles del caso, pero aún así leyó el artículo con interés. El guardia que había encontrado el cuerpo vio un par de huellas, pero para cuando empezó la investigación la nieve las había cubierto. Debido a eso y a la falta de sangre, la policía había deducido que el asesino mató a la víctima en otra parte y la llevó más tarde a las Tumbas, tal como había dicho Hawking.

También suponía que se trataba de «un hombre excepcionalmente fuerte».

El acechador de Carver, desde luego, satisfacía todos los requisitos. Por otra parte, como decía Hawking, también los satisfacían el padre de Carver y miles de hombres más.

Su padre. Tenía ganas de volver a la calle Leonard para seguir la nueva pista, pero su mentor se lo había prohibido. ¿Sería Raphael Trone su padre, o por lo menos alguien que supiera dónde encontrarlo? Un hombre violento y fuerte. Lobuno, había dicho la dama de los gatos. Carver recordó la sensación de presa indefensa que había experimentado ante su acechador.

Su mente se paró en seco. Llevaba tanto tiempo ensimismado que la patata se le había quedado fría. Daba igual; había perdido el apetito. Miró hacia lo alto. El edificio del Times estaba justo enfrente, nada más cruzar la acera. En cuanto se inauguró empezó una competición. El Tribune construyó una sede más alta, así que en 1889 el Times hizo crecer la suya. Carver, que por entonces contaba ocho años, solía escabullirse del orfanato para ver las obras. A fin de no trasladar las gigantescas prensas, el nuevo edificio de trece plantas se había ido construyendo a su alrededor mientras el antiguo se demolía por etapas.

Contó las ventanas del quinto piso, donde trabajaba Delia. La idea de visitarla le tentaba, pero estaba sucio, con la ropa arrugada y seguía teniendo miedo de encontrarse con el padre adoptivo de la chica y tener que mentirle, si era capaz, sobre la agencia secreta.

¿Qué debería hacer a continuación? Podía volver a la sede central con la esperanza de que nadie hubiera notado el estropicio del laboratorio y tratar de descubrir si había más de un Raphael Trone. De todas formas, aunque descubrieran que el causante de los disparos había sido él, Hawking no se enfadaría demasiado. Respecto a Tudd, Carver descubrió que le importaba cada vez menos lo que pudiera pensar de él. A lo mejor podía conseguir que le devolvieran la carta y la firma de su padre.

Tiró los restos de la patata y se puso en marcha. Al llegar a la fuente volvió a experimentar la sensación de que lo seguían. No era tan intensa como durante la ventisca, pero sí suficiente para obligarle a detenerse y echar un vistazo alrededor.

Mujeres con vestido de lana y pelerinas, hombres con gabán de cuello de piel y sombrero hongo paseaban tranquilamente disfrutando del paisaje invernal; los niños se tiraban bolas de nieve; los vendedores de comida pregonaban su mercancía; los pillos de la calle vendían periódicos. No había nada sospechoso pero, después del día anterior, Carver se había prometido hacer más caso a su instinto.

Hasta cruzando Broadway miraba hacia atrás para ver si alguien lo vigilaba, aunque después de estar en un tris de ser atropellado por un carruaje decidió que era mejor mirar por dónde iba.

Cuando llegó al tubo metálico que abría la puerta de la sede central vaciló y se quedó un momento quieto, por si su perseguidor se acercaba. Si esperaba el momento preciso y se daba la vuelta con rapidez quizá pudiese atraparlo. La sensación de estar siendo observado aumentó y se pegó a su columna vertebral con mayor intensidad que nunca.

Contó para sí, uno… dos…

Y se giró.

¡Tenía razón! Había alguien.

—¿Delia?

Llevaba el mismo tipo de ropa que la noche anterior, pero el grueso vestido de lana era de color verde. Se ceñía el cuello con un echarpe que no hacía juego.

—Ho… hola —contestó ella aturullada.

—¿Me estabas siguiendo? —dijo Carver acercándose.

—Te estaba investigando. Si tú haces prácticas de detective, ¿por qué no las voy a hacer yo de periodista?

Carver entrecerró los ojos.

—Era broma, más o menos —se apresuró a decir Delia—. Te vi en el banco desde la ventana, pero cuando llegué ya estabas cruzando el parque.

—¿Y no podías haberme llamado?

—Es que no estaba segura de querer hablar contigo.

—¿Por qué? —preguntó, dolido, Carver.

—Es que he averiguado algo… —Delia exhaló lentamente—, bueno, Jerrik más bien, y él se lo contó a Anne y Anne me lo contó a mí y se supone que yo no debo contárselo a nadie. Pero yo estoy convencida de que tú tienes que saberlo.

—¿De qué estás hablando, Delia?

Ella hizo una mueca, como tomando una decisión.

—De acuerdo, pues ahí va: esta mañana el Times ha recibido una carta dirigida al Comisionado Roosevelt. Creen que es del asesino.

—¿Qué dice? —pregunto Carver con los ojos muy abiertos.

—Por lo que dice creo yo que debes saberlo. Es muy corta, pero a mí me recuerda a… bueno, me recuerda a la carta que encontraste en el ático.

Carver frunció el ceño. No podía ser. No tenía sentido.

—¿Que te la recuerda? ¿En qué? ¿Qué dice?

Delia tragó saliva de forma audible antes de contestar:

—«Querido Jefe: Soy yo otra vez. No es guasa», y escribe «jefe» con mayúscula.

—¿Y eso te recuerda a la carta de mi padre?

Delia asintió con la cabeza.

Una sensación espantosa se abatió sobre Carver. Se sintió atrapado, con una cuchilla de carnicero colgando sobre la cabeza y deseando caérsele encima.

Aunque esto era mucho, muchísimo peor.