CARVER se despertó en la más absoluta oscuridad, con la cabeza bullendo de sueños cegadores plagados de nieve y sangre. Cuando había regresado por fin a la Nueva Pinkerton, hasta Beckley se iba a casa. El bibliotecario se había quedado un rato para ayudarle a encontrar una cama plegable, que hallaron doblada en el rincón de un trastero sin ventanas y lleno de cajas. En cuanto se echó, el agotado Carver se quedó dormido.
Olía raro. Hawking había dicho que la sede central estaba debajo de una cloaca y quizá alguna pared o el mismo suelo de aquel cuartucho comunicaba con ella. Las alcantarillas le recordaron el pasadizo de la rata, y la rata al asesino. Por un momento sintió que su acechador se cernía sobre él lleno de cólera, negro como boca de lobo.
Carver sacudió la cabeza, se puso de lado, procurando no molestar al ruidoso somier, y palpó en la negrura para buscar su ropa. Con la esperanza de llevarla bien puesta, giró el picaporte y salió del cuarto. En el vestíbulo más alejado, la luz solar se filtraba por las invisibles claraboyas del alto techo de ladrillo.
Beckley le había advertido que todo el mundo estaría ocupado con la investigación del nuevo crimen, así que no le sorprendió no encontrar a nadie. Sin embargo, le hubiera encantado saber dónde guardaban la comida, porque se moría de hambre. Fue mirando por aquí y por allá, girando distraídamente los pomos de las puertas que encontraba a su paso. La mayor parte estaban cerradas, pero eso no era problema: seguía teniendo su equipo de clavos y estaba solo.
Lo que ofrecía interesantes posibilidades. Podía meterse en el despacho de Tudd, leerse todos los informes de su escritorio, quizá averiguar si lo seguían y por qué… Podía incluso descubrir la teoría de Tudd sobre el asesino y enterarse de la razón de que suscitara en Hawking tanto desdén.
Al pasar por el laboratorio, no pudo resistirse a echar un vistazo. Todos los aparatos que utilizaban durante el día estaban guardados bajo llave, pero un armario de metal parecía fácil de abrir. En cuanto forzó la cerradura, la puerta, cargada de rifles, se abrió de golpe y reveló una colección de armas.
Aunque algunas resultaban conocidas, otras muchas no. Dos estantes sostenían diez extraños revólveres montados en soportes aún más raros: con seis patas articuladas y un mecanismo de resorte. Las armas podían estar cargadas, así que prefirió dejarlas en paz, pero su mirada cayó sobre lo que parecía una navaja.
La tomó, pensando que no tendría peligro, y al abrir lo que en apariencia era la hoja, en lugar de esta apareció un intrincado conjunto de piezas metálicas con forma de llave. Al girar el dial situado en la parte inferior del mango, la «llave» cambió de forma y tamaño.
¿Sería algún tipo de ganzúa?
Decidido a probarla, Carver cerró el armario, insertó la extraña herramienta en el ojo de la cerradura y giró el dial hasta que oyó un clic. Se quedó encantado al ver que una puerta cerrada podía abrirse con un simple giro de mano. Sacó la herramienta y volvió a probar.
Esa vez la cerradura no se movió. Aún peor, el aparato se encajó en la puerta. Carver lo sacudió y tiró de él, haciendo que se tambaleara todo el armario, hasta que cayó en la cuenta de que bastaría con girar el dial un poco hacia atrás. Este se deslizó con facilidad y la puerta se abrió de nuevo.
¡Qué artilugio más asombroso! Ni punto de comparación con los clavos. Con eso se podía ir a cualquier parte, pero… ¿podría llevárselo y ya está? Lo del bastón era distinto. Ese se lo había encontrado. Además, le había salvado la vida, por lo que había valido la pena no devolverlo. Pero la ganzúa… Pero abultaba tan poco entre tantas maravillas… ¿No había dicho Hawking que Benjamin Franklin transgredió las leyes y que había que convertirse en ladrón para atrapar al ladrón? Y, al fin y al cabo, su mentor era un gran detective.
Se la guardó en el bolsillo. De pronto sintió remordimientos y oyó su propia voz cargada de odio gritándole a Finn: «¡Ladrón!».
Pero la ganzúa no era un guardapelo de oro ni la única posesión de una niña huérfana. Además, solo la tomaba prestada para entrar en el despacho de Tudd y averiguar qué estaba pasando.
Una vez decidido, cerró el armario con demasiada fuerza. Se oyó un fuerte ¡pum! y una bala traspasó el metal. A continuación se produjo un runrún mecánico. Mientras Carver saltaba hacia atrás, la puerta se abrió sola y los revólveres con patas se movieron por cuenta propia, bajando de los estantes como arañas gigantescas. Al caer al suelo, una de ellas volvió a disparar.
Carver se agachó detrás de una mesa maciza. Como el runrún continuaba, asomó la cabeza y vio con sobrecogimiento y pavor que las armas estiraban las patas y empezaban a corretear por la habitación. Volvió a esconderse, por si también eran capaces de ver.
Contuvo el aliento mientras el zumbido proseguía, imparable, aunque por lo menos no hubo más disparos. ¿Qué eran? ¿Un arma de cuerda para perseguir maleantes? ¿Cómo sabían cuándo disparar?
¡Uif! Estaba a punto de averiguarlo. Una de ellas rodeó la mesa y se le acercó moviendo las patas de una en una, como una tarántula. Carver se echó hacia atrás todo lo que pudo sin apartarse de la mesa, porque no quería que las demás lo vieran. ¿Cuántas serían? ¿Ocho?
Se acercaba, se acercaba… y de repente se detuvo.
Enseguida el runrún de los mecanismos restantes se apagó también. Carver se agachó al lado de la suya para examinarla. En el dorso había un temporizador, que en su caso marcaba cero. Carver supuso que se podía calcular un tiempo determinado, dar cuerda al mecanismo y enviar el arma hacia algún sitio peligroso para que disparara al acabarse el tiempo.
Al menos eso significaba que no podían ver. Las fue mirando de una en una. Ninguno de los temporizadores estaba activado. Lo más probable era que al sacudir el armario hubiese provocado el primer disparo, y la caída al suelo hubiera hecho el resto. Con mucha cautela, las devolvió a su sitio pero dejó el armario entreabierto. Rezó porque pensaran que el revólver se había disparado solo (y prácticamente lo había hecho, ¿no?) y pensó que merodear por las dependencias de los Pinkerton no era quizá lo más prudente.
A menos que quisiera recibir un balazo.