Capítulo 28

—ME han seguido —dijo Carver.

Hawking ignoró la información y probó a dar unos pasos por la nieve, pero acabó indicándole a Carver que se acercara para ayudarlo.

—Después de tu marcha, Tudd me llamó desde la calle Mulberry balbuceando como una vieja chocha. Todavía alberga esperanzas de que intervenga, supongo; y yo, tonto de mí, le dije que echaría un vistazo.

—¡Me han seguido! —repitió Carver más alto.

Hawking soltó unas risitas.

Al tiempo que le contaba lo sucedido, Carver le rodeó con un brazo la ancha espalda y le hizo apoyar el brazo malo sobre sus hombros. Dejando tras de sí un extraño par de huellas, avanzaron en diagonal por la calle Leonard hacia la Center. El chico esperaba en parte que Hawking pusiera los ojos en blanco y le diese una explicación de los hechos con la que pudiera sentirse idiota pero a salvo. En lugar de eso, el detective se detuvo con tal brusquedad que Carver estuvo a punto de resbalarse y caerse de bruces.

Hawking giró la cabeza a izquierda y derecha para escrutar lo poco que se veía de la calle.

—Con lo desierto que está todo, es muy posible que te hayas topado con el asesino en persona.

—¿Sí? —preguntó, atónito, Carver—. ¿Pero por qué iba a seguirme?

Hawking hizo una mueca.

—¿Tengo que explicarte lo que es obvio? Habrás oído que algunos gustan de volver al lugar del crimen, ¿no? Un hombre que arroja un cadáver a las Tumbas desea, como mínimo, llamar la atención. Al verte rondar por los alrededores, querría asegurarse de que no le habías visto trasladar el cuerpo. Es posible que él tuviera más miedo de ti que tú de él.

Miró la amedrentada expresión del chico y suspiró.

—Bueno, lo último ha sido algo exagerado, lo admito. Más vale que nos movamos. Puede seguir por aquí y el grupo da seguridad, aunque esté formado por Tudd y nuestro corrupto cuerpo de policía.

Mientras se acercaban a duras penas, vieron que la fachada principal de las Tumbas centelleaba bajo la ventisca como un espejismo en una tormenta de arena. Al doblar la esquina, Carver se sorprendió con el alboroto. Focos montados en carruajes y alimentados por generadores de manivela, abrían en la nevada un inquietante túnel propio de una mañana soleada. Toda clase de vehículos de caballos ocupaban la calzada y las aceras sin orden ni concierto. Eso explicaba lo de Bulldog y el resto de los paleros: el asesinato hacía necesario despejar la calle de nieve.

Hawking parpadeó ante el túnel de luz, pero Carver no solo sintió su habitual fascinación por cualquier tipo de máquinas, sintió gratitud: la claridad permitía distinguir los rasgos de los aproximadamente quince hombres bien abrigados que ocupaban en semicírculo la escalinata de entrada.

—No quiero que me vean —dijo su mentor, señalando un reloj de pie. Pronto estuvieron sobre el pedestal de hierro, contemplando la escena al abrigo del soporte.

Hawking carraspeó y añadió:

—No me preguntes nada hasta acabe de hablar, así podrás formular preguntas más efectivas. Hace unas noches, después de pasar la velada en el centro con unos amigos, la señora Jane Hanbury Ingraham, de Park Avenue, desapareció. Su cuerpo ha sido encontrado a primera hora de esta mañana. A pesar de las enérgicas objeciones del muy consternado señor Ingraham, Roosevelt, que en apariencia no es un completo imbécil, mantuvo intacto el lugar del crimen hasta que pudo ser examinado, tarea difícil hasta para los más expertos con este tiempecito. —Hawking señaló el centro del grupo, donde un hombre conocido daba pisotones al suelo y gesticulaba locamente—. Yo esperaba batir aquí mismo a nuestro cowboy de medias de seda, pero no ha habido suerte.

Dicho esto echó el brazo sobre los hombros de Carver y sugirió:

—Si queremos oír algo, habrá que acercarse un poco más. Será más fácil que no nos vean si nos mantenemos lejos de esas luces.

Moviéndose con tanto cuidado como su extraña configuración les permitía, se acercaron lo más posible. Las fantasmagóricas luces convertían el lugar del crimen en una especie de representación teatral al aire libre. Roosevelt, con su cabeza cuadrada, su tupido bigote y sus quevedos, estaba en el centro del escenario, el abrigo abierto y flameando.

—¡Delante de nuestras narices! —bramaba—. ¡El muy cobarde nos está diciendo que hará lo que quiera cómo y cuándo le venga en gana! ¿No hay nadie que haya descubierto algo?

Carver vio a Tudd por primera vez. El director de la Nueva Pinkerton, que estaba pálido y ojeroso, se acercó a Roosevelt, pero le habló demasiado bajo para el oído del chico.

Con el Comisionado, sin embargo, no había problemas de volumen:

—¿Más tiempo? ¡El juez de instrucción nos ha dado una hora! ¡El propio señor Ingraham está detrás de él! Ni siquiera deja que nos la llevemos cerca del depósito de la cárcel. ¿Sabemos por lo menos si la han matado aquí o en otro sitio? ¡Hablen de una vez! ¿No?

Hawking le susurró a Carver, aumentando así su sensación de estar en un teatro:

—Qué dramatismo. Bien, ahora… veamos quién más hay.

Un hombre solitario de cara chupada salía por las grandes puertas del edificio.

—Alexander Echols —dijo Carver. Entonces, a eso se debía que Finn estuviera por la zona.

—¿Pero lees los ecos de sociedad en cuanto me descuido?

—No, es que ellos… él… adoptó… a alguien. ¿No es el fiscal del distrito?

—Sí, y una sabandija de cuidado. Si Echols adopta es por las apariencias. Tu amigo dispondrá de dinero, pero en cuanto al afecto, solo recibirá el que se profesan los reptiles. Saldrá en un montón de fotos, eso sí.

Carver hubiera querido explicarle que Finn no era su amigo, pero no le pareció el momento oportuno.

Entre tanto, Echols se había abierto camino a codazos entre los policías y miraba al suelo. De improviso retrocedió, el rostro crispado y pálido, la boca cubierta con una mano.

—¡Ja! Una sabandija delicada. ¿Y tú qué? ¿Has visto alguna vez un cadáver? ¿Quieres acercarte un poco?

Cuando Carver titubeó, Hawking perdió los estribos:

—¡No es por pasar el rato, sino para completar tu formación! Verás un horror de verdad más tarde o más temprano, pero si tienes que vomitar hazlo aquí en la nieve, no al lado de algún agente que crea que eres un debilucho. Además, tengo que comunicarle a Septimus los errores que cometa la policía. ¡Sé silencioso, sé rápido!

Avanzaron unos diez metros. Todos los pensamientos de Carver se tomaron un descanso cuando el cadáver quedó a la vista. Al pronto parecía un simple montón de ropa cara, pero después la mente separaba los pliegues del vestido de la capa de la carne y los cabellos.

La cruda luz teñía la piel de Jane Ingraham de una blancura nívea. Parecía una estatua esculpida en una postura ridículamente distorsionada. Al mirar con más atención, Carver distinguió una línea negra atravesando el cuello y marcas oscuras en la ropa y el suelo. Quizá fuese por efecto de la distancia, la nieve o las luces, pero pese a saber que estaba mirando un cuerpo humano, no podía convencerse de que era real.

—Tudd va a tener un buen día —susurró Hawking.

—¿Por qué? —preguntó Carver.

—A menos que me fallen los ojos, y son los únicos órganos que no me dan la lata, esas lesiones son vagamente parecidas a las de Elizabeth Rowley. A Tudd le basta y le sobra con un parecido vago para relacionar dos crímenes.