Capítulo 27

—¡ESTO sí que es un ennn-cuen-tro! —berreó Bulldog, como si acabara de estrenar la palabra. Los chicos llegaron corriendo por detrás. Entre ellos, Carver reconoció a otros miembros del la extinta banda de Finn. Una vez superada la impresión inicial, recordó que todos se habían apuntado alegremente para trabajar en el servicio de recogida de basuras.

Su rivalidad parecía tan lejana y tan infantil que Carver ni imaginó que no quisieran ayudarlo.

—Bulldog —dijo intentando recobrar el aliento—, me persiguen, necesito ayuda.

—Eso parece —contestó el otro carcajeándose y levantando la pala—. Llevamos mucho tiempo esperando algo así.

Siguiendo el ejemplo de su líder, los demás blandieron las suyas.

—¿Todavía quieres pegarme porque Finn robó un guardapelo? —preguntó Carver estupefacto.

—¿Crees que vamos a olvidar lo tramposo que fuiste?

—Esto va en serio —dijo Carver. Se acercó un paso y a punto estuvo de ser golpeado en la cabeza por la plancha de hierro de una pala.

—Y esto más —replicó Bulldog.

Carver era consciente de la desproporción numérica, pero debido a su reciente exposición a un peligro mucho mayor, no pudo evitar sentirse indignado. Ganas le dieron de sacar el bastón y mandar a Bulldog al país de los sueños.

—¿Cómo es posible que seas tan idiota…? —empezó Carver.

¡Usshhh! Tuvo que apartarse de un brinco para evitar el golpe.

—¿Seguro que quieres llamarme idiota? —preguntó Bulldog provocando las risas de los otros.

—¡Esto es una locura! Yo solo…

¡Usshhh!

—¿Y ahora loco?

—Deja esa…

¡Hud!

La última oscilación del instrumento había golpeado a Carver en el estómago y lo había mandado de espaldas al suelo. Bulldog usó la pala a modo de cuchillo: el borde de la plancha de hierro traspasó la nieve y tintineó al chocar contra la acera, muy cerca de la cabeza de Carver. Este, más que harto, miró fijamente al matón y tensó los músculos, preparándose para patear.

En ese instante se acercó a ellos una figura alta, tan alta que Carver pudo verle la cara incluso por detrás de un Buldog erguido.

—Hola, Carver —dijo una voz profunda y familiar. Llevaba el cabello rojo bien cortado y con raya a la izquierda, y el pecoso cutis limpio. Vestía un elegante levitón negro desabotonado que dejaba ver el traje y la corbata. Su cara seguía igual pese a la mayor limpieza, tan apuesta como siempre.

—Finn —contestó Carver—, ¿te has convertido en un lechuguino y te has escapado del huerto?

—De vez en cuando me gusta alternar con mis amigos.

—Ahora no está la señorita Petty por aquí para salvarlo, ¿eh? —dijo Bulldog dando un codazo a Finn.

Carver intentó levantarse y sacar el bastón al mismo tiempo, pero solo consiguió que Bulldog y Peter Bishop le sujetaran los brazos. Entre ambos lo pusieron en pie, le llevaron los brazos a la espalda y lo colocaron enfrente de Finn.

Este observó el raído y desgarrado gabán de Carver.

—¿Eres un pillo de la calle? ¿Para esto te ha servido tu mollera?

—Algún día de estos me zamparé un lechuguino —contestó Carver—. ¿Te echan bastante estiércol?

A Finn le centellearon los ojos. Se estiró el abrigo y se aflojó la corbata.

—Gracias por ponérmelo fácil.

—¿Cuántas facilidades necesitas? ¿Necesitas que te ayuden todos estos? —inquirió Carver.

—Quia, pero así es más divertido.

Bulldog soltó risitas mientras Finn levantaba el puño. Carver forcejeó pero todo fue inútil. Le extrañaba, sin embargo, la duda que expresaba el rostro del matón. ¿Era posible que le pareciera injusto golpear a alguien que no podía defenderse?

Los otros salmodiaron:

—¡Finn! ¡Finn! ¡Finn!

—Adelante —dijo Carver—, ladrón de poca monta.

Eso borró cualquier duda. Finn echó el puño hacia atrás. Lo siguiente que Carver supo es que la salmodia había acabado y el matón decía:

—¡Ay, ay!

—¡Phineas! ¿Se puede saber qué estás haciendo?

A Carver le llevó un momento reconocer la voz de Samantha Echols, madre adoptiva de Finn. Llevaba un sombrero con pumas de pavo real y se envolvía en una piel de zorro blanco que la asemejaba a una especie de criatura polar. Su mano regordeta retorcía la oreja de Finn con tal saña que Carver hizo una mueca de dolor por pura simpatía.

—¡Ven conmigo ahora mismo! —dijo ella arrastrándolo del sufrido órgano—. ¡El señor Echols va a reunirse con el jefe de policía y habrá fotógrafos! ¡Mira cómo te has puesto! ¡Te vas a planchar la ropa tú solito!

Bulldog y Peter, atónitos, soltaron a Carver mientras la corpulenta mujer se llevaba al musculoso Finn bajo la nevada. Incluso cuando se perdieron de vista, los chicos seguían mirando fijamente en su dirección.

—¿Planchar? —farfullaba Bulldog—. ¿Planchar?

Aprovechando el sobrecogimiento de la banda, Carver retrocedió unos pasos y echó a correr. Mientras la nieve se abría paso por los desgarrones de su gabán, pensó en la ropa nueva y abrigada de Finn y en lo bajo, pero lo cómodamente, que podían caer los poderosos. Sin embargo, ¿por qué había dudado si pegarle o no?, ¿y qué hacían los Echols en las Tumbas con aquel tiempo?

Se dirigió al este, a la calle Center. Se alejaba de los Pinkerton, pero quería evitar a toda costa un encuentro con el tenebroso desconocido.

Aunque pareciera imposible, la tormenta arreciaba. A solo media manzana de la banda, los remolinos blancos ya le impedían ver a los chicos. Hasta las enormes Tumbas eran un mero borrón y el olor de agua estancada había desaparecido.

Por delante se distinguía aún menos. La frontera entre calle y edificios era visible, pero entre calzada y acera se había difuminado. Carver no reparó en el coche de punto hasta que tropezó con él. Estaba inclinado y sin caballo. Al parecer el cochero, del que no quedaba ni rastro, no había visto la curva.

Mientras Carver consideraba la posibilidad de meterse un rato en el coche para recobrar el aliento, la portezuela se abrió de golpe. Un torbellino marrón y gris brotó de la negrura.

¿Era su perseguidor? El chico se echó hacia atrás. Mientras la figura se enderezaba, vio que su forma y su ropa no coincidían. Aquella silueta era más vieja, más encorvada…

—¿Señor Hawking? —preguntó. El bombín del detective estaba salpicado de escarcha y su bigote de nieve. Bajo la tormenta parecía muy vulnerable. Carver estaba encantado de verlo.

—El idiota del cochero dijo que volvería con el caballo —rezongó Hawking, y miró a su pupilo solo vagamente interesado por la coincidencia—. Ha habido otro asesinato.

Con el bastón un poco agitado por el viento, Hawking señaló en dirección a las Tumbas y añadió:

—Y el asesino ha tenido el detalle de dejar el cuerpo allí.