CARVER apretó la espalda contra el escaparate para recobrar el aliento, pero mantuvo los ojos clavados en el callejón por el que entraban las huellas y estuvo pendiente del menor ruido. Pasó un minuto sin oír más que el ulular del viento y el susurro de la nevada.
Enrojecido, tomó aire jadeando y exhaló nubecillas de vapor.
Unas risas provenientes de la otra dirección le hicieron volverse hacia la cárcel. En paralelo a la fachada principal del tétrico y compacto edificio, una pandilla de desharrapados espalaba la nieve y de paso celebraba una batalla de bolas. Aunque la calle Leonard seguía desierta, cerca de las Tumbas varios carruajes se afanaban para avanzar entre la ventisca.
Por lo menos no estaba solo. Si gritaba pidiendo auxilio lo oirían.
El hormigueo de su espalda hizo que girara de golpe la cabeza hacia el callejón. Una sombra alta y gruesa vaciló en la esquina antes de adentrarse de nuevo en él. Al sentirse un poco más seguro por la gente de alrededor y recordar que el bastón seguía en su bolsillo, Carver fue capaz al fin de pensar: si no eran los Pinkerton, ¿quién lo seguía?
Dudaba mucho que pudiera acercarse a preguntárselo, pero tampoco podía quedarse allí congelándose para los restos. Pensó en el espejo de Hawking y tuvo una idea. Cuando Nick Neverseen creía que lo estaban siguiendo, volvía sigilosamente sobre sus pasos y sorprendía a su perseguidor por la espalda.
Como la mayor parte de los callejones de una manzana se comunicaban, Carver podía doblar la siguiente esquina, esperar a que el tipo fuese tras él, meterse por otro callejón y regresar a la calle Leonard desde atrás. Así lo vería mejor e incluso podría seguirlo hasta dondequiera que viviese.
De acuerdo con el plan, enfiló hacia las Tumbas y dobló la esquina. Allí se aplastó a toda prisa contra una pared, sacó el espejito y lo sostuvo en alto para ver la calle Leonard. Le preocupaba que el frío le congelase los dedos, pero no tuvo que esperar mucho.
Mientras miraba el reflejo, un hombre salió del callejón. Era alto y llevaba sombrero de copa y una capa negra de etiqueta que flameaba a su espalda. Su aspecto resultaba casi risible, como de villano nefario de una cubierta del New York Detective Library. Su cabello parecía oscuro pero, antes de que Carver pudiera mirarlo bien, los copos cubrieron el espejo.
Hora de irse. Corrió hasta el final del edificio, pateando nieve a su paso. Como había esperado, el callejón tenía toda la pinta de volver a la calle Leonard, pero era tan angosto que hasta a la nieve le costaba acumularse dentro. A falta de otra solución, Carver se puso de lado y se deslizó a lo largo de los ladrillos resbaladizos y cubiertos de hollín. Sentía sofoco, tanto por lentitud de la marcha como por no tener ni espacio para colocar las manos entre él y la pared.
Siguió avanzando hasta que un siseo procedente del suelo lo obligó a detenerse. Una rata, casi tan grande como ancho el callejón, se alzaba sobre los cuartos traseros a menos de un metro de distancia. Carver pateó en su dirección y un poco de nieve voló hacia la criatura, que sobresaltada por el frío húmedo se dobló sobre sí misma como el contorsionista de un circo y salió disparada.
Pocos metros más adelante Carver se topó con una valla medio podrida. Más allá estaba el mismo callejón desde el que su perseguidor lo había espiado. Si salía a la calle desde allí, estaría detrás del tipo de la chistera.
Tras mentalizarse para darle la vuelta a la tortilla, agarró los tablones con las manos desnudas y tiró. Carver tenía cierta fuerza en los brazos, pero nunca había hecho ningún ejercicio especial, como Finn, para aumentar su musculatura. Al no poder doblar las piernas, obligó a sus congelados pies medio a empujar, medio a tirar de los tablones. Por último, con el hombro por delante, se lanzó contra la valla. La madera se quebró en agudas astillas, pero el gabán de Hawking se llevó la peor parte.
Faltos de la agilidad ratonil, sus pies golpearon el suelo con el talón por delante, se resbalaron y lo enviaron de espaldas al pavimento. Se obligó a levantar al menos los hombros: debía darse prisa si no quería perder al desconocido.
Sin embargo, al mirar hacia la esquina, se dio cuenta de que su brillante plan no había funcionado. Igual que Carver había visto las huellas de su perseguidor, este había encontrado las de Carver y, suponiendo lo que tramaba, había vuelto sobre sus pasos.
Y allí estaba.
Una estatua centrada en el callejón, de pie, mucho más grande de lo que parecía en el espejo. Sus rasgos seguían oscurecidos por las sombras y la nevada, pero el cabello era sin duda negro, y en su rostro se distinguían las patillas de boca ancha propias de un caballero adinerado.
Carver, que no sabía si sentir vergüenza o miedo, forcejeó para levantarse. La valla le había hecho un siete en el viejo abrigo y él lo cerró con la mano para evitar que se colaran la nieve y el viento.
—Bueno, pues ya me ha pillado —dijo al de la chistera.
No hubo respuesta. Los anchos hombros de su acechador ni siquiera hicieron un movimiento del que pudiera deducirse que respirara.
—¿Es usted un agente? —preguntó Carver.
Nada.
¿Se trataba de un juego, de esos que le gustaban a Hawking? ¿Quería el de la chistera que Carver averiguara su identidad?
—¿Le ha dicho el señor Tudd que me siga?
La única respuesta surgió del propio cuerpo de Carver, en forma de abrupta y abrumadora certeza de hallarse en presencia de un poderoso depredador.
Le dio la impresión de que empezaba a nevar de nuevo, porque el miedo lo acribilló como los helados copos que golpeaban su rostro. El desconocido no dio la menor señal de que el frío lo afectara.
Carver buscó el bastón en su bolsillo. No tenía ni idea de cómo usarlo, pero si había un momento apropiado para descubrirlo era aquel.
Vacío. Se le había debido de caer cuando la valla le desgarró el gabán.
De repente el hombre echó una ráfaga de aire por la nariz y los gruesos labios rematados por un tupido bigote se abrieron. Sin embargo, no pronunciaron palabra alguna: profirieron un gruñido bajo, animal.
Carver pensó en gritarles a los trabajadores que espalaban nieve delante de las Tumbas, pero no podrían llegar hasta él antes que su acechador; y él tampoco podía ir hacia este y tratar de esquivarlo, porque el callejón era demasiado estrecho. En consecuencia, giró sobre sus talones, agarró la parte superior de la valla, apenas consciente de las astillas que se le clavaban en las manos, y la salvó de un salto. Lo que antes le había resultado difícil, en ese momento le parecía facilísimo, gracias al instinto de supervivencia. Un pánico atroz lo empujaba hacia la estrecha abertura. Cuando cayó al otro lado de la valla sintió algo duro bajo los pies: el bastón.
Al recogerlo se percató de que no había suficiente espacio para abrirlo, así que se deslizó rápidamente de lado, golpeando una pared y luego otra, llenándose de rozaduras y moratones.
Aunque no oía a nadie por detrás, no se atrevía a mirar. Por delante, la salida del pasadizo era una cinta vertical de remolinos blancos y formas borrosas. Pensó que no viviría para alcanzarla pero se acercó poco a poco hasta que, con una embestida final, se desplomó sobre la acera.
En ese momento, bastón en ristre, se atrevió a mirar atrás. Tras un instante, las grandes manos de su perseguidor aferraron la valla. Con un movimiento ágil, la figura, que en el recuerdo parecía demasiado grande para el angosto espacio, saltó los tablones, se adentró en el pasadizo con la facilidad de una sombra y se deslizó hacia Carver a una velocidad inhumana.
Al chico le dolía el pecho, le faltaba el aliento, pero encontró el botón del cilindro y lo oprimió.
¡Shiiic!
Alzó la punta de cobre. Cuando los copos de nieve la tocaron, el metal lanzó chispas y siseos. Al verlo, el depredador vaciló en la salida del pasadizo y después retrocedió.
Carver se puso en pie sin soltar el crepitante bastón. Los barrenderos, que seguían con su batalla de bolas de nieve, se encontraban terriblemente lejos.
—¡Socorro! —gritó Carver. Anduvo hacia atrás sin perder de vista la sombra que se alejaba. No se creía capaz de gritar más alto y nadie parecía haberle oído—. ¡Socorro!
Por fin, cuando estaba a una distancia de media manzana, uno de los trabajadores se volvió en su dirección. Como el acechador no volvía, Carver cerró el bastón y se lo guardó en el bolsillo.
Los de las palas se reunieron y lo señalaron. A Carver le sorprendió que fuesen tan jóvenes, poco más que pillos de la calle. Un chaval rechoncho de cara aplastada y perruna se adelantó a toda prisa para recibirlo.
Ambos se reconocieron al mismo tiempo:
—¿Carver? —dijo una voz chillona.
—¿Bulldog?