HAWKING dejó de mirar el grueso y polvoriento volumen con la palabra Ferrocarril incluida en el título para decir:
—¡Como no dejes de dar vueltas, te mando a una celda de abajo!
Ni esa amenaza pudo calmar a Carver, que seguía pensando en los detalles de su encuentro con Katie Miller y cambiando de dirección en cada frase recordada, hacia el East River un segundo, edificios y estrellas lejanos, hacia una negra pared de libros al siguiente.
Hawking acabó por agarrar el bastón y atravesarlo contra las piernas de Carver, consiguiendo que este cayera al suelo cuan largo era. A continuación señaló la nariz del caído con la punta de la vara y profirió una orden de una sola palabra:
—¡Siéntate!
—Ya estoy sentado, ahora sí —objetó Carver.
—A la mesa. Dejaré pasar el descaro por esta vez, pero ten cuidado con el tono que gastas al dirigirte a mí. Y ahora resume lo que te ronda por ese chico cerebro tuyo en unas cuantas preguntas y cuando te tranquilices me las haces.
Dicho esto volvió a la lectura.
Carver se levantó con el corazón desbocado. Todo lo que el detective tenía de inteligente, lo tenía de cargante.
—¿Y si no lo puedo resumir? ¿Y si es demasiado para resumirlo?
Hawking pasó una página con la mano buena.
—Finge que no se trata de tu padre, finge que no se trata de ti. Figúrate que eres un rey o el presidente o Nick Neverseen o Roosevelt si te da la gana. Hazte a la idea de que estás ayudando a un viejo cowboy amigo tuyo procedente de las tierras yermas de Dakota a encontrar a su padre. El tipo te cae bien, pero no te mueres por sus huesos ni, desde luego, piensas volverte loco por ayudarlo.
Pese al timbre etéreo y nasal, la voz de Hawking tenía una intensidad similar a la de su mirada. El efecto no fue inmediato, pero Carver lo intentó. No mucho después el remolino de sus sentimientos se aquietaba.
—De acuerdo —dijo cuando pensó que estaba preparado.
Hawking puso un marcador en la página que leía.
—¿Podría mi pa… ese hombre… podría ser un delincuente violento?
—Todo es posible. ¿Por qué lo dices?
Carver movió las manos como para indicar que era obvio.
—Por la descripción de la señora de los gatos: lobuno, tenebroso, fuerte, violento. Tiró un piano a la calle.
—¿No te preocupaba hace semanas la cantidad de Cusacks que habías encontrado? —preguntó Hawking con una sonrisita de suficiencia—. ¿No aprendiste nada de aquello? En primer lugar, ¿cómo sabes que ese hombre es tu padre?
—La señora dijo que me encontraba parecido con él.
—¿Confías en una mujer rodeada de gatos y cloroformo? Debes seguir la pista como has hecho con todos los demás, pero ¿lobuno, violento y fuerte? ¿Tengo que mandarte mañana a los muelles para que veas la cantidad de hombres que responden a esa descripción? ¿Qué más?
Carver se quedó cabizbajo pero no convencido.
—En la carta mi padre decía que trabajaba con cuchillos.
—¿Y por eso deduces que cortaba gente?
—No —respondió Carver encogiéndose de hombros—, pero… algunos lo hacen. H. H. Holmes, el asesino ese, por ejemplo, y el que mató a la mujer en la biblioteca.
—Te está bien empleado, por cotillear las fotos de Tudd. Así al tuntún se me ocurren ocho profesionales que trabajan con cuchillos: matarifes, carniceros, pescadores, curtidores, panaderos, cocineros, barberos y fabricantes de cigarros puros; y si prefieres apuntar más alto en la escala social puedes incluir médicos y cirujanos. Con estos suman diez. También es verdad que tu padre y H. H. Holmes respiraban aire y posiblemente tuvieran dos ojos, dos brazos y dos piernas —dijo Hawking, y quizá llevara razón.
—Pero es lo primero que encuentro sobre él.
—Entonces es obvio que necesitas encontrar más cosas.
—Pero…
—¿Sabes lo que tu amigo Sherlock Holmes hubiera dicho en semejante situación? «Es un error garrafal sostener teorías antes de disponer de todos los elementos de juicio, porque así es como este se tuerce en un determinado sentido». ¿Lo reconoces?
—Sí, es de Estudio en escarlata.
—Te funciona mejor la memoria que los sesos. ¿Entiendes lo que significa?
Al igual que otras muchas veces durante sus charlas con Hawking, Carver se sintió como un idiota.
—Sí. Que al final intentas adaptar los hechos a la teoría —contestó y eso le recordó algo—. Tudd tiene una teoría sobre el asesino de la biblioteca, ¿no? ¿Cuál es?
Hawking estampó la palma de la mano contra la mesa y exclamó:
—¡Tudd! ¡Preferiría que la sede central estuviera en manos de la matagatos! Lo único que quiere Tudd es una solución única, mágica. Atrapa al asesino de la biblioteca y los Nuevos Pinkerton se presentarán como ángeles caídos del cielo entre la admiración general y una catarata de casos por resolver, de paso. ¡Sus teorías no son más que sandeces! Nunca debería… —Se calló un instante para frotarse la agarrotada mano derecha y suspiró—. Yo tengo mi propio plan para salvar la agencia, chico, más lento, más reposado, sin magia de por medio. Aunque podría parecer mágico…
Aliviado por librarse momentáneamente de sus propios problemas, Carver preguntó:
—¿Cuál es su plan?
—¡Ja! Tú.
—¿Yo?
—Dame esa lista de nombres que llevas siempre encima —dijo Hawking tendiendo la mano.
Carver dudó al recordar lo ocurrido con la carta y la firma de su padre, pero acabó por ceder.
Hawking alisó la lista sobre la mesa y dijo:
—La letra deja bastante que desear, pero no seré yo quien juzgue ese tema. Ah, veamos. Has tachado a un Cusack con tu mismo color de ojos y de pelo porque ya tiene una gran familia, pero aquí hay otro en las mismas circunstancias al que has puesto una interrogación, ¿por qué?
Hawking giró el papel para enseñárselo a Carver, que se encogió de hombros y contestó:
—La primera familia no tiene apenas para comer. No me cabía en la cabeza que ese hombre dejara su trabajo y se arriesgara a cruzar el océano con ellos para buscarme. El segundo vive algo mejor, por lo que pensé que, si había perdido a su primera esposa, podía no importarle correr ciertos riesgos para encontrar a su hijo.
—¿Te has preguntado por qué llevas trabajando tanto tiempo sin ayuda? —dijo Hawking. Carver asintió—. Porque no has cometido ningún error. No sé si habré juzgado mal esas novelas tuyas o si se trata de algo que te ronda por la sangre, pero eres un diamante en bruto. Yo intentaré cortarte y pulirte. Nunca me superarás, pero sí superarás a Tudd con todos sus artilugios.
Cuando los ojos de ambos se encontraron y Carver detectó un dejo de admiración en las negras pupilas de Hawking, reparó en que aquel hombre excéntrico ya no le daba tanto miedo.
El detective propinó otra palmada a la mesa y añadió:
—Pero volviendo al tema que nos ocupa. Pese a toda tu diligencia, tu intuición, tu perspicacia y tu cegadora brillantez hay un hecho estruendoso que ya conoces del que es muy sencillo sacar una conclusión. Es algo que hasta Tudd hubiera visto en un segundo y que tú, sin embargo, no ves.
—¿El paquete? —preguntó Carver frunciendo el ceño.
—No. El hombre a quien iba dirigido.
—¿Raphael Trone? ¿Como mi padre lo conocía, él conocería a mi padre?
—Quizá —dijo Hawking suspirando—, pero no es eso a lo que quería llegar. Creo que te mereces una ayudita. Escucha con atención; cuanto menos tenga que explicártelo, menos me defraudarás. Raphael es sin duda un nombre italiano; Trone… puede ser español o francés, ¿no te parece una combinación rara? No imposible, pero rara.
—¿De un matrimonio mixto?
—No seas tan trivial. ¿Qué dijo la señora Miller sobre el paquete?
—Solo que era de él —contestó Carver tras rebuscar en sus recuerdos.
Hawking no hizo el menor comentario; Carver lo miró fijamente hasta que el detective puso los ojos en blanco.
—No me obligues a reconsiderar mis planes respecto a ti, chico —dijo acercándose de nuevo el libro.
Pero la respuesta llegó hasta Carver como un fogonazo:
—¡Puede ser un alias! Raphael Trone es Jay Cusack. El paquete era «de él».
—Y —completó Hawking— te será mucho más fácil seguirle la pista a un nombre como Raphael Trone que a uno como Jay Cusack.