Capítulo 23

UNA mañana en que el termómetro se precipitó por debajo del punto de congelación, Hawking se empeñó en meter a Carver en un viejo gabán apolillado.

—No quiero que me traigas enfermedades, chico. Si quieres verme muerto, tendrás que encargarte tú mismo.

Todas las pegas puestas por Carver se desvanecieron durante la travesía en ferry: el viento era gélido. Por primera vez abandonó la cubierta superior y se acurrucó entre los pasajeros de la inferior.

El día antes, Beckley se había presentado con un apéndice de una guía de 1889 en el que figuraba un J. Cusack en la calle Edgar. Carver estudió un plano durante una hora para dar con una calleja diminuta que conectaba Trinity Place y Greenwich.

Hacía tanto frío que decidió tirar la casa por la ventana y tomar el metro elevado en Greenwich. Pese a la nube de humo de la locomotora y la cara sudorosa y rojiza del maquinista, los vagones estaban helados.

La calle Edgar parecía aún más pequeña que en el plano, ya que su longitud no llegaba ni a quince metros. Además, los muros que la conformaban no tenían ni una puerta. Acababa de encontrar otro callejón sin salida.

Volvió a Greenwich para preguntarle a un policía:

—¿No había apartamentos en la calle Edgar?

—Los tapiaron y los vendieron hace cinco años.

Carver hizo uso de su pretexto habitual:

—Es posible que mi padre viviera por esta zona. ¿Conocía usted a Jay Cusack?

—Cusack, Cusack. Lo tengo en la punta de la lengua pero, vaya, que no me sale.

Carver captó el mensaje, y sacó de su bolsillo las pocas monedas que le quedaban. Al ver el mísero soborno, el policía puso los ojos en blanco.

—Guárdate el cambio. Deberías hablar con Katie Miller; dos manzanas al sur, gira a la izquierda y segunda puerta a la derecha. Donde los maullidos.

Haciendo caso omiso del extraño comentario, Carver siguió las instrucciones. Al principio de la calle un tufo acre de animal se mezclaba con los habituales olores a caballos y carbón.

La peste aumentaba en la segunda puerta, por la que se filtraba un coro apagado de maullidos. Tras decirse que no era nada raro tener unas cuantas mascotas, Carver llamó con la aldaba de hierro. Un arrastrar de zapatillas acompañó al coro gatuno.

La puerta se abrió con un chirrido y una ráfaga de aire caliente que olía a gato y a un fuerte producto químico. Unos ojos azules y muy abiertos lo miraron de hito en hito desde una cara arrugada. Si la mujer hubiera tenido la nariz ganchuda, habría sido clavadita a una bruja.

—¿Katie Miller?

La anciana respondió con un parpadeo que Carver tomó por un sí.

—¿Era usted la propietaria de los apartamentos de la calle Edgar?

—¿Y qué si lo fui?

—¿Tuvo alguna vez un inquilino llamado Jay Cusack?

—¿Ese? —preguntó a su vez la mujer; le centelleaban los ojos—. Sí, pero hace mucho, mucho tiempo. Seis años lo menos —precisó. Los maullidos se intensificaron—. ¡Calma, pequeños! ¡Enseguida descansaremos, lo prometo!

Luego miró de nuevo a Carver y añadió:

—Iba a ocuparme de ellos anoche pero estaba agotada. ¿Qué te pasa a ti con Cusack? Si te debe dinero, ya puedes ir olvidándote. No te conviene meterte con él.

—Creo que es mi padre.

Lo había dicho tantas veces que las palabras ya no le emocionaban. Sin embargo, le sorprendió el profundo desconcierto de la mujer.

—¿Hijo tú de esa bestia? Tú… te pareces, es verdad; la mandíbula, la forma de la cabeza… pero en ti hay algo bueno. ¿De tu madre?

¿Bestia? ¿Qué quería decir con eso? ¿Habría conocido de verdad a su padre? Carver trató de conservar la calma:

—No sé, me he criado en un orfanato.

—Yo entiendo mucho de huérfanos. Los recojo —dijo. Luego abrió más la puerta y, por primera vez, le sonrió a Carver—. Entra.

La intensidad del olor le obligó a contener el aliento. Había gatos para dar y tomar, desde enormes machos a cachorritos, desde domésticos a callejeros, que levantaban el pelaje del lomo y bufaban al verlo. Algunos llevaban placas con su nombre y la dirección de sus dueños en relieve.

¿Esos también eran huérfanos?

Un sofá cercano a dos ventanas cerradas estaba plagado de mininos, pero la mujer los quitó como si fueran cojines. Mientras se sentaba, Carver asintió con la cabeza en dirección a las ventanas y dijo:

—¿Podríamos abrir una, por favor? El aire está un poco… cargado.

—¡Uy, no, no, no! ¡Se escaparían! Saben lo que les espera.

—¿El qué?

—El sueño —explicó Katie, sentándose enfrente de Carver—. Todas las criaturas temen su fin.

—¿Usted… los mata?

—Por pura compasión. Hay miles rondando por las calles, sin hogar, famélicos —dijo con calma, y agarró una gran hembra blanca, la dejó caer en su regazo y le pasó las manos por el lomo para calentarse los dedos—. Antes éramos un grupo, la Banda del Socorro Nocturno, pero ya hace casi dos años que condenaron a la pobre señora Edwards por la ridiculez esa de la asociación protectora de animales. —Hizo una pausa para mirar a Carver y señalarlo con un dedo nudoso—. Ya lo creo que te pareces.

Tratando de olvidarse de los gatos, Carver preguntó:

—¿Sabe dónde podría encontrarlo?

—No; se quedó poco tiempo. Era un hombre grande y tenebroso, como cubierto por una nube, como si lo persiguieran o él persiguiera a alguien, no lo sé —dijo y sus ojos azules se agrandaron aún más—. He visto su mirada en los animales, más en los perros que en los gatos. ¿Y qué son los perros sino lobos degradados? Lobuno. Era lobuno. Un depredador, ¿sabes? Lo recuerdo sobre todo por lo del piano.

—¿Lo tocaba?

—No. Él lo… lo tiró. Era de un profesor fallecido. Cuando quisieron sacarlo de la casa le rompieron dos ruedas, así que lo dejaron en la puerta, bloqueando el descansillo. El señor Cusack no lo soportaba, porque siempre andaba con prisas. Se ofreció a moverlo pero yo le dije que para eso se necesitaban lo menos dos hombres. Entonces él lo empujó hasta el balcón y lo tiró a la calle desde el segundo piso. A continuación amontonó los pedazos. Después de eso le tuve miedo.

¿Podía ser su padre alguien así? Carver se reclinó en el asiento, atónito, y dio un cabezazo a algo cálido y peludo que se retorció y se escabulló. Se estaba mareando, e ignoraba si se debía a la falta de aire o al hecho de que su padre podía ser un hombre violento.

—¿Recuerda algo más? —preguntó con voz temblorosa.

—Bueno, una vez recibió un paquete. Supongo que era para él, porque aunque no llevaba su nombre, me lo arrancó de las manos y dijo que tenía que ver con no sé qué institución.

—¿El orfanato Ellis? —preguntó Carver, sin estar seguro de cuál era la respuesta que quería oír.

—Puede —respondió Katie—, no me acuerdo. Pero sí recuerdo el nombre que figuraba en el paquete, Raphael Trone; lo anoté por si la policía lo arrestaba por ladrón y buscaba un testigo. No te ofendas, pero parecía de esos.

—¿Un delincuente?

—Más bien alguien al que todo le traía sin cuidado. Un maleante si le daba por ahí, un héroe si le apetecía. Sastre, hojalatero, pintor, marinero, rico, pobre, mendigo, ladrón.

El ruido de cristal roto llegado del interior de la casa interrumpió la canción infantil. Kate se levantó y la gata blanca de su regazo se precipitó al suelo.

—¡El cloroformo otra vez no! ¡La última vez que lo tiraron estuve tiesa tres días! Vuelvo en un minuto.

—No se preocupe, yo tengo que irme —dijo Carver, pero ella ya no le escuchaba. Dijo desde el pasillo:

—Hora de dormir, preciosos míos.

En cuanto dejó de verla, Carver se puso en pie. Estaba deseando marcharse, encontrar un sitio para pensar y respirar lejos de la anciana y sus condenados a muerte.

¿Era su padre un hombre violento? Recordó la referencia a los cuchillos de la carta, y eso le trajo a la memoria la advertencia de Hawking sobre el «abismo». No sabía nada de él, ¿qué se esperaba?

Por lo menos una cosa sí resultaría sencilla: antes de marcharse abrió las dos ventanas. Ya desde la acera, al abrazo del frío, contempló un momento la catarata de gatos que salía de la casa.

Luego hizo lo mismo que ellos: echar a correr y no parar.