EN las semanas siguientes la lista aumentó hasta casi un centenar de nombres. Carver pasaba el día inmerso en tareas tan rutinarias y tan aburridas que hasta las maravillas de la sede central le resultaban cada vez menos maravillosas. Sin embargo, con diligencia y obstinación, caminó sin descanso entre Blackwell y Manhattan, visitando dirección tras dirección y entendiendo por fin la inmensidad de la ciudad que tan bien creía conocer.
Casi todas las direcciones le conducían a casas de vecindad, donde hablaba con traperas y mendigos ciegos. Uno de ellos le sugirió que probara en el cementerio de pobres, donde se enterraba a los muertos anónimos con números en lugar de nombres y apellidos. Vio familias de seis o siete miembros que vivían en dos cuartuchos, apretujados en una mesa para fabricar flores artificiales que vendían para subsistir.
Dos Cusack eran fabricantes de cigarros puros, uno capataz de un taller de corbatas y tres carniceros (lo que supuso el renacer de su esperanza). Sin embargo, ninguno de ellos había mandado una carta al orfanato Ellis. Había también unos cuantos con profesiones de más prestigio, un banquero, un abogado, pero cada vez que iba al norte para buscarlos entre los hogares de la clase alta, estaban a punto de arrestarlo por vago y maleante. Encima, como el personal del Octógono lavaba su ropa cada vez más pequeña y más deshilachada con lejía, además de tener pinta de pobre, olía a pobre. Aún peor, cada visita al ateneo le daba dos Cusack nuevos por cada uno que tachaba. Pese a que una vez había visto a un agente engrasando la máquina analítica, Beckley se negaba en redondo a ponerla en marcha.
—Parece que vas bien —solían decir Jackson o Emeril para animarlo.
Tudd estaba tan ocupado que ni eso. Siempre que Carver le preguntaba por el análisis grafológico, el director se limitaba a menear la cabeza.
Por la noche el aprendiz de detective estaba tan cansado que casi era capaz de hacer oídos sordos a los sermones de Hawking; sin embargo, no podía ignorar los gemidos de los pacientes.
Lo único un poco emocionante ocurrió una tarde en que regresó temprano al manicomio. Al entrar en el Octágono, vio a Hawking salir por una puerta estrecha de la planta baja. La puerta encajaba tan bien en la pared que cerrada era prácticamente invisible. ¿Adónde conduciría?
En cuanto vio a Carver, Hawking la cerró a toda prisa y espetó:
—Esto no te concierne.
Aunque Carver no se atrevió a preguntar nada, no olvidó esa puerta ni que podía ocultar un misterio más fácil de resolver que el de la identidad de su padre. Quizá alguna vez pudiera cruzarla, si reunía la presencia de ánimo suficiente para desobedecer a su mentor.
Con la llegada de octubre el frío se recrudeció. El cielo, los árboles, hasta los edificios: todo se agrisaba. Cuando Carver se enteró de que un vendedor llamado Jim Cusack trabajaba en la Calle de la Prensa, el corto paseo desde los almacenes Devlin lo llevó frente a la sede del New York Times. El chico se quedó mirando el primer edificio de la ciudad dedicado en exclusiva a un periódico con la esperanza de ver a Delia en una de sus ventanas.
Algunos días lo único que lo impulsaba a seguir era el convencimiento de estar realizando un nuevo examen para Hawking; si aguantaba lo suficiente el detective acabaría por darle algún magnífico consejo que lo sacaría por fin del atolladero. Sin embargo, dejando aparte comentarios sarcásticos, conversaciones con poco sentido y lanzamiento sañudo de un par de libros en su dirección, Hawking le ofrecía poca o ninguna ayuda. Su única observación sobre la búsqueda de su padre fue:
—Antes o después, chico, o te rendirás o encontrarás algo, y no tengo ni idea de si sucederá lo uno o lo otro.
Carver tampoco.