IGUAL que ocurría con la proa del ferry cuando se levantaba y volvía a caer sobre las aguas embravecidas, el ver a Delia había subido el ánimo de Carver para arrojarlo con más fuerza contra el suelo. La lobreguez de la isla no mejoró su humor, y menos aún ver a Simpson dándose cabezazos. Pom, pom, pom. Carver estuvo tentado de acompañarle.
Mientras subía penosamente la larga escalera circular, esperaba contra todo pronóstico que su mentor lo ignorara; así podría estrenar su nueva cama y sufrir un colapso.
Aunque la máquina de escribir estaba silenciosa, el montón de papeles adyacente había crecido. Hawking, sentado a la mesa, miraba con una lupa los complicados objetos de latón extendidos sobre un trapo manchado de grasa. Uno de ellos estaba en un tornillo de banco y el detective hacía lo posible por limpiarlo con la mano izquierda, la sana.
Sin molestarse en levantar la mirada dijo:
—Tus quehaceres domésticos me han inspirado, chico.
—¿Qué es eso?
—Un artilugio. Llámame hipócrita si quieres, pero los trenes me encantan. Y no del tipo silencioso, sino de los de vapor: bien gruñones. Esto es una pieza antigua de equipamiento ferroviario que se utilizaba para desenganchar vagones y cambiar agujas. Debería servir para nuestros trenes elevados. La verdad es que encuentro fascinantes estos mecanismos. Me relajan.
Al levantar la cabeza, Hawking reveló sus ojos intensos y escrutadores.
—Parece que has tenido un día movidito.
Carver masculló algo indefinido.
El detective arrojó el trapo sobre la mesa y preguntó:
—¿Jugamos a Holmes y yo, supongo?
—Creí que no le gustaba Holmes —dijo Carver.
—Y no me gusta —contestó Hawking apoyando el brazo sano sobre una rodilla—, pero para hablar contigo debo utilizar un idioma simplista que tú entiendas. Podría ser peor, podrían ser canciones infantiles.
Unas pupilas negras como el carbón inspeccionaron a Carver, quien se sintió como si le aguijonearan la mente con un tenedor.
—Hombros caídos, cara pálida, aspecto agitado. Estás demasiado triste como para haber fallado completamente. Supongo que has tenido cierto éxito, pero tú no lo crees así.
Después y para mayor incomodidad de Carver añadió:
—Exacto.
A continuación arrugó la cara, como para mirar más intensamente una bola de cristal.
—Has oído mi mensaje, has ido a la Isla de Ellis, el Contador te ha ayudado y has encontrado un nombre.
—¡Canastos! ¿Cómo sabe todo eso? —preguntó Carver sorprendido.
—Mira que eres inocentón —dijo Hawking con una risa socarrona—. En este mismo despacho hay un teléfono. He hablado con Tudd hace media hora. ¿Qué ha pasado en el ateneo para que estés tan abatido?
—Cincuenta y siete Cusacks —explicó Carver—, y solo he mirado cuatro guías.
—Esperaba que el Contador te hubiera enseñado algo sobre números —dijo Hawking frotándose la barbilla—. Quizá no estabas escuchando. ¿Sabes cuántas personas viven en esta ciudad?
—No exactamente. Muchas.
—Millón y medio, más o menos. En un día, un día, has reducido un millón y medio de posibilidades a menos de un centenar, ¿y te quejas? ¿Eres de esos que ven la luz al final del túnel y piensan que el tren se les echa encima? ¡Anímate, lo peor está por llegar!
Hawking puso otra pieza metálica en el tornillo de banco.
—Tus noveluchas solo muestran una minúscula fracción del trabajo detectivesco. Ahí solo importa la brillantez del delito, la seducción de las pistas, el dramatismo de la persecución y la batalla final sobre un acantilado majestuoso rodeado de rompientes. Y hala, ¡justicia servida! Si describieran el mundo real, el héroe se pasaría las cuatro quintas partes de la historia sentado en la biblioteca durante meses siguiendo pistas falsas. Pero nadie pagaría dinero por eso, claro está.
Hizo una pausa para mirar la nueva pieza con la misma atención que había dedicado a Carver.
—Pensar, leer, patearse las calles, esperar. En eso consiste la mayor parte del asunto. Hay, desde luego, persecuciones, trabajo de incógnito y… tiroteos, pero no tienen nada de románticos. ¿Sigues queriendo ser detective?
—Sí —contestó Carver.
—Pero no tanto como hace una semana —dijo Hawking con una sonrisa.
—No me importa el esfuerzo, pero estoy… sorprendido.
—Pues ya verás dentro de un mes, cuando tu lista se haya alargado en vez de acortarse. —Se calló para mirarlo otra vez con atención—. Hay algo más, ¿verdad? ¿Una chica?
Aquello pasaba de castaño oscuro. ¿Cómo podía saber lo de Delia?
—Así que me han seguido.
—¿Eh? —dijo Hawking, y se encogió de hombros—. Tudd no lo ha mencionado, aunque no me extrañaría que lo hiciera. Pero esto último lo he leído en tu cara. Las mujeres son un tema complicado en el que no podré serte de gran ayuda, salvo quizá para decirte si son culpables de algo o no lo son. Y como todo el mundo es culpable de algo, la respuesta será siempre que lo son.
Carver necesitaba contárselo a alguien, y los Pinkerton ya no le inspiraban confianza, así que solo le quedaba Hawking.
—No es eso. Es que me he encontrado con una amiga del orfanato y he querido contarle lo que estoy haciendo pero no he podido.
—Porque te avergüenza vivir en una casa de locos, así que habrás farfullado alguna triste y mal concebida mentira. Un desperdicio de creatividad. Di lo que quieras de mí, chico. Me trae sin cuidado lo que opine de mi persona la deplorable masa humana.
—No solo es eso. Son los Pinkerton. No puedo hablar de ellos —dijo Carver.
—Ah, bueno, pero tampoco necesitas mentir. «Una verdad dicha con mala intención supera siempre a la ficción». Es de William Blake, que también dijo: «Más vale matar a un niño en su cuna que alimentar deseos inactivos», pero de eso hablaremos otro día. Respecto a Tudd, el brujo baratija, y los Pinkerton, dile que te han pedido que no hablaras del trabajo que estás haciendo para mí. Eso suena romántico y misterioso, ¿no crees? A ciertas mujeres les encanta. Y si prefieres despertar su simpatía, dile que te pego. Cosa que haré, dicho sea de paso, como no vayas ahora mismo al comedor y me traigas la cena.
Por alguna razón, Carver se imaginaba que nada de eso impresionaría a Delia.
Dio media vuelta para dirigirse al comedor.