JAY CUSAck. Jay Cusack. ¿Entonces él era… Carver Cusack?
Desde su regreso al muelle de la calle South, no hacía más que darle vueltas al nombre. No era fácil de pronunciar, pero eso no importaba. Seguía sabiendo muy poco, incluso de él mismo: ¿había nacido aquí o en Inglaterra?, ¿por qué había pensado su padre que estaba muerto?
Al percatarse de su apetito, se volvió distraídamente hacia un vendedor de fruta y creyó ver una oscura silueta ocultándose tras una esquina. ¿Lo estaban siguiendo? ¿Era todo aquello un simple juego para los Pinkerton? Podía haber sido la sombra de un toldo movido por el viento, pero…
Dobló la esquina y miró la calle. El sol del atardecer, casi oculto por los edificios, arrojaba largas sombras de vendedores, obreros e industriales; aparte de eso no había nada.
Real o no, el encuentro aumentó sus recelos, pero no le impidió pasar el viaje de vuelta pensando en qué hacer a continuación. Aunque Nueva York era enorme, no podía haber muchos Jay Cusack.
Al llegar a la calle Warren se abrió paso hacia la sede central. Si lo había seguido algún Pinkerton, no dio señales de vida. De hecho, cuando el vagón se detuvo en el andén apenas hicieron caso de su llegada. En cuanto abrió la puerta, Carver oyó la exaltada conversación entre Tudd y varios agentes.
—¿Que no aparece? —decía Tudd—. ¡Su valor es incalculable! ¡Nos llevó un año perfeccionar ese arma!
Hablaban del bastón, sin duda. ¿Debería decirles que lo había encontrado? Antes de que pudiese decidirlo, Tudd reparó en su presencia, puso cara de alegría y empezó a formularle preguntas:
—¿Qué tal, qué tal? Cuéntanoslo todo.
Tudd era tan simpático que Carver sintió el aguijonazo de la culpa. Cuando acabó de informar de sus descubrimientos y estaba a punto de sacar el bastón, el detective le preguntó:
—La hoja, la hoja con la firma, ¿la has traído?
Parecía emocionadísimo al respecto. La desconfianza de Carver volvió a dispararse pero, en vez de preguntarle para qué la quería, le tendió el sobre.
Tudd sacó la hoja quemada y miró la firma:
—Sí, sí, parece la misma letra.
Al notar cómo sostenía el papel, Carver sintió de repente el impulso de protegerlo:
—Es muy quebradizo. No podrá meterlo en un tubo, como al otro. Yo se lo llevaré a su experto si quiere.
—No, no —contestó Tudd—, ya lo llevo yo, con el máximo cuidado.
—¿Puedo acompañarle? —preguntó Carver mirándolo de hito en hito—. Me gustaría compararlo con la carta.
—Lo siento, hijo. Ten paciencia. Solo ha pasado un día, que sin embargo te ha cundido mucho.
Dicho esto, el director se marchó a toda prisa. Carver empezaba a cansarse de tanto «hijo». Por mucha simpatía que Tudd derrochara, acababa de quitarle la segunda pista sobre la identidad de su padre. El chico se obligó a recordar que aquel hombre no le había demostrado más que amabilidad, no le había dado más que oportunidades. Sin embargo, ya no estaba tan ansioso por devolverle el bastón.
Hasta sin la hoja seguía viendo el nombre. Jay Cusack. Jackson y Emeril corrieron hacia él cuando se dirigía al ateneo. Al parecer ya habían oído lo de su éxito.
—¡Maravilloso!
—¡Qué suerte! ¡Seguro que aquí averiguamos algo más!
—¿Cusack? ¿No es polaco? —aventuró Jackson.
—Normando —corrigió Emeril—. En Inglaterra sigue de actualidad, sobre todo entre los irlandeses, y antes entre los franceses. He estudiado los apellidos.
—Y todo —dijo Jackson con los ojos en blanco.
Pese a disfrutar de su compañía, Carver ya no confiaba en ellos como antes. Asintió en dirección a la puerta.
—Solo me queda una hora antes de volver a Black-well y me gustaría hacerlo con una dirección.
Los dos agentes se desternillaron de risa.
—¿Qué es tan divertido? —inquirió Carver.
—Qué es imposible tardar tan poco —dijo Jackson cuando pudo hablar—. Ni usando la máquina analítica creo yo que…
—¿Qué es eso? ¿Qué hace? —preguntó Carver al recordar el enorme artilugio.
—Desde que Beckley no soporta el ruido, más bien poco —contestó Jackson entre risitas—. La última vez casi salta encima del pobre mamotreto. Tudd se conoce todos los entresijos: él fue el primero que consiguió hacerla funcionar.
—Respecto a tu pregunta —interrumpió Emeril—, fue inventada por Charles Babbage, creador asimismo de la máquina diferencial, una calculadora mecánica. La máquina analítica tiene muchas más aplicaciones. Contesta preguntas utilizando los datos codificados en las tarjetas perforadas. Si quieres, digamos, una lista de los parientes del actual ocupante del 375 de Park Avenue, perforas la pregunta en una ficha, enciendes la máquina y, en una hora o así, te escupe la respuesta.
A Carver se le desorbitaron los ojos.
—¿En serio? ¿Podré usarla para buscar a mi padre?
Jackson meneó la cabeza.
—En primer lugar, Beckley la odia; en segundo, se estropea cada dos por tres; y en tercero, las tarjetas solo contienen los nombres de la clase alta de la ciudad. Tu padre pertenecerá más bien a la obrera, ¿no crees? Supongo que si agotas las demás vías y se lo pides a Beckley… Hasta ese momento tendrás que seguir el método tradicional. Con suerte, una hora te dará para amontonar las guías sobre la mesa.
Pero resultó que Jackson se equivocaba. Carver no solo amontonó las guías desde 1889, sino que hojeó cuatro y copió las direcciones de todos los Jay Cusack que encontró.
Cuando llegó la hora de marcharse, iba por cincuenta y siete. Cincuenta y siete. Y, aún peor, a mediados del quinto libro cayó en la cuenta de que debería anotar todos los Cusack, por si existía algún familiar que supiera dónde encontrarlo. Al salir miró con nostalgia la máquina analítica. Como leyéndole el pensamiento, Beckley hizo un gesto de negación con la cabeza y procedió a sugerirle que mirara no solo diez guías más, sino los archivos de los principales diarios y los informes de la policía y los registros de los hospitales.
Carver se marchó amilanado. La cabeza le zumbaba con solo recordar las listas que le quedaban por ver, tanto que cuando salió a la calle Warren apenas oyó la conocida voz que gritaba:
—¡Carver!
Levantó la vista. Por la ventanilla del coche de punto detenido en la esquina se asomaba con gran excitación una bonita joven. La ropa nueva y elegante resultaba totalmente desconocida, pero el cabello negro y la cara pecosa eran inconfundibles.
—¡Delia! —gritó él acercándose al trote.
—¡Es estupendo! Acabo de salir del Edificio New York Times. ¡Es un sitio increíble! ¡He visto los archivos, la redacción, todo!
Claro. El Times estaba en Park Row, apodada Calle de la Prensa, a solo unas manzanas de distancia.
—¡Genial! —dijo Carver.
—Íbamos a casa, a West Franklin, 27. El tío de Jerrik les alquila un edificio victoriano precioso, estilo Reina Ana, con un roble enorme que queda justo delante de la ventana de mi cuarto. Todavía no lo he probado, pero parece fácil de trepar. ¿Y tú qué? ¿Comprándote algo en Devlin?
Claro. Allí estaba Delia de punta en blanco y él con su ropa raída del orfanato Ellis. Por mucho que le avergonzara, no podía decirle la verdad, y no solo por haber entrado en una sede central secreta, sino porque Delia era la pupila de unos periodistas.
—No… solo iba a casa —contestó.
—¡Eso es que te ha adoptado alguien! ¿El viejo detective?
«Sí, y vivimos en un manicomio», hubiera querido contestarle Carver, pero farfulló:
—No, no es él.
—Ah… —Delia puso cara de no creérselo—. ¿Entonces quién?
—Otra… persona —tartamudeó Carver.
—¿Y tiene nombre? —preguntó Delia pacientemente.
El embarazoso silencio duró hasta que la mujer que la acompañaba se inclinó hacia delante. Era Anne Ribe, la joven del Día de los Padres Potenciales. Sus ojos brillaban con una inteligencia que, pese a su falta de parentesco con Delia, a Carver le recordaron a esta. Anne extendió una mano enguantada y dijo:
—¡El misterioso Carver Young! Delia nos habla mucho de ti y, sin embargo, nos cuenta tan poco…
¿De verdad? Qué sorpresa, y Delia parecía bastante incómoda. Carver se quedó desconcertado pero se acordó de estrechar la mano tendida.
—Es que no hay mucho que contar —respondió.
—¿Podemos llevarte? Estoy segura de que Delia está deseando que la pongas al día.
—¡No! —exclamó Carver, con tal contundencia que Anne Ribe parpadeó y esbozó una sonrisita suspicaz—. Gracias, pero es que tengo que ir andando.
—¿A dónde? —preguntó Delia, y se le acercó para decirle con el movimiento de los labios—: ¿Qué pasa?
—¡Nada! —contestó él del mismo modo mientras retrocedía.
Delia puso una cara muy larga.
—Es complicado —se justificó Carver.
—Sí, ya —replicó su amiga echándose hacia atrás y aplastándose contra el asiento.
—Bueno, pues ¡encantada de conocerte! —dijo Anne Ribe y el coche se puso en marcha.
Carver, confuso y angustiado, lo miró alejarse. Aunque a Delia le encantaba desafiarlo y chincharlo, formaba parte de su vida desde siempre. Pensó en llamar al carruaje o en perseguirlo para contárselo todo… pero no pudo. Ya tenía bastante con enfrentarse a su nueva vida.
Y a cincuenta y siete Jay Cusacks, de momento.