CARVER entró en el vagón y pateó la palanca. ¿Cómo había sabido Hawking que iban a conocerse? Se sentía como un peón en el juego de otro. «Ya tienes el siguiente rompecabezas», había dicho Tudd. Le estaba poniendo a prueba, igual que Hawking.
Al ver una sombra respingó y su pie mandó rodando un cilindro de metal oscuro a la otra punta del coche. Carver se levantó para recogerlo. Parecía una especie de catalejo. Era frío al tacto y pesaba, pero podía llevarse en el bolsillo. Tenía un único botón. Sin molestarse a pensar si debía hacerlo o no, Carver lo apretó.
¡Shiiic!
El cilindro se alargó tan deprisa que el chico respingó de nuevo. Desplegado parecía un bastón corto y negro, acabado en una punta roma de cobre. Carver lo balanceó unas cuantas veces. Cortaba el aire con facilidad.
Pero cuando en la última oscilación rozó la pared de metal del coche, el bastón profirió una horrenda serie de chispazos. Aterrado, Carver lo arrojó al suelo. De la marca que había dejado en la pared salían volutas de humo. Era un arma, seguro que era un arma.
Carver le dio un empujoncito cauteloso con el pie. Como no pasó nada, lo recogió y presionó el botón. ¡Shiiic! y el artilugio se plegó hasta recuperar su forma original.
Carver no tenía ni idea de cómo se usaba un arma así, pero supo por instinto que no la había encontrado por casualidad, y ese mismo instinto le dijo que se la guardara. Algo se había puesto en marcha y estaba casi seguro de que, incluso en ese preciso instante, los Pinkerton no le quitaban ojo.
Se guardó en el bolsillo el asombroso ingenio y echó a andar por Broadway. Enseguida enfilaba hacia el sur en un tranvía que iba lo menos a treinta kilómetros por hora. Lo llamaban de «electricidad subterránea» porque funcionaba gracias a un raíl central electrificado. ¿Pero qué alimentaba al bastón?
Cuando llegó a los muelles de la calle South, la vista de los clíperes de altos mástiles amarrados junto a inmensos trasatlánticos de vapor borró todas sus preocupaciones de un plumazo. Zigzagueó relajado entre estibadores, inmigrantes recién llegados y pasajeros. Aquella ciudad era su hogar. Nadie podría seguirle si él no quería.
La estela de un barco hizo cabecear al viejo ferry de la Isla de Ellis, que se acercaba a la punta de Manhattan como un cansado burro de carga. Cuando hundió la proa, un sinfín de hombres, mujeres y niños, boquiabiertos ante su nuevo hogar, se precipitaron hacia delante; cuando la alzó, todos se inclinaron hacia atrás. Parecían sobrecogidos. El padre de Carver pudo haber salido de aquel mismo ferry. ¿Qué pensaría en aquella época?
En cuanto el ferry atracó, Carver subió a bordo. Después de una travesía un tanto accidentada, la embarcación viró para adentrarse en el canal que dividía la Isla de Ellis y atracó casi enfrente del edificio de cuatro torres que albergaba el Centro de Inmigración Federal. A espaldas de Carver, y a menos de un kilómetro de distancia, brotaban del agua el brazo y la cabeza verde azulados de una figura ciclópea: la Estatua de la Libertad.
En el interior del edificio, la masa humana habría sido abrumadora de no ser por la amplitud del espacio. Docenas de lenguas se entremezclaban en un rugido continuo. Entre la masa había agentes gritando las mismas órdenes una y otra vez respecto a las colas a ocupar. Detrás del mostrador, tres hombres uniformados se aplicaban con denuedo a la formulación de preguntas. Después de una larga espera, un guarda robusto de gesto ofendido le hizo señas para que se acercara.
Cuando el chico le explicó el motivo de su visita, el hombre señaló el fondo del vestíbulo y dijo:
—Vete a las escaleras de Separación.
Al ver su cara de perplejidad, el agente añadió:
—Escaleras de Separación. La central es para los que pueden entrar al país; la derecha y la izquierda, para los retenidos. Baja por la derecha. En el primer descansillo hay una puerta que da al sótano. Empuja lo que haga falta, nadie de esa cola lleva prisa.
Mientras Carver se abría camino, el vestíbulo se abarrotó aún más. Se dirigió a la cola de la derecha, ganándose miradas de través por adelantar a los que esperaban. Casi nadie protestó pero, mientras bajaba la escalera, un hombre corpulento con barba de tres días le agarró del brazo.
Cuando abrió la boca Carver esperó que hablara inglés, para así al menos poder explicarse, pero en lugar de pronunciar palabras el hombre le soltó una bocanada de aire fétido y empezó a toser. Carver contuvo el aliento y, forcejeando con violencia, consiguió liberarse.
Después corrió aterrado hasta el pie de la escalera, donde encontró la puerta del sótano. Daba paso a un corredor limpio pero desierto donde el chico se quedó respirando pesadamente, con el corazón desbocado.
Por la primera puerta, gruesa y metálica, se filtraba un leve olor a carbón. El picaporte estaba atascado, pero tirando un poco logró girarlo. El desorden del despacho de Hawking no era nada comparado con el de ese cuarto, del que ni siquiera se apreciaba el tamaño. Estaba revestido de estanterías y mesas, ambas cubiertas por rimeros de papeles quemados: la fuente del olor.
Pero lo más raro no eran esos montones carbonizados, sino los cordeles, innumerables, de todos los colores, deshilachados y podridos, que conducían desde los rimeros hasta el extraño montículo situado en un rincón oscuro. En conjunto, parecía una mugrienta telaraña multicolor.
En ese instante el montículo se movió y agitó la telaraña. Carver echó mano al bastón de manera instintiva, pero se abstuvo de usarlo al ver que el montículo era en realidad un hombre. Sin afeitar, como Hawking, y con la ropa tan sucia que había adquirido un tono uniforme de gris. No llevaba lentes, pero abría mucho los ojos, como si viera mal.
—¿Qué? —inquirió a guisa de saludo.
—¿Es usted el Contador? —preguntó Carver.
Al fruncir la cara, el hombre convirtió sus arrugas en una telaraña más.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce. Vengo de parte de…
—¿Fecha de nacimiento? ¿Estatura? ¿Peso?
—¿Perdón?
—Son cifras, ¿no? Tienes que llevar la cuenta, si no todo… —dijo barriendo el aire con el brazo y agitando en consecuencia las cuerdas— desaparecerá.
—De acuerdo —contestó Carver. Luego recitó de un tirón su peso, su estatura y su fecha de nacimiento, pero con eso solo consiguió desatar más preguntas: ¿Número del calzado? ¿Cantidad de dientes? Carver siguió respondiendo hasta que el hombre pareció darse por satisfecho y el chico pudo explicarle el motivo de su visita y quién lo enviaba.
—Hawking —repitió el Contador—, el número uno de mi libro. ¿De qué año es ese registro?
—Eh… de 1889.
—Inmigrante nuevo —dijo el hombre, recorriendo los cordeles con sus largos dedos. Agarró algunos y soltó otros.
—¿Nuevo? —preguntó Carver.
—Hasta 1870 la mayoría de los inmigrantes eran anglosajones y protestantes, salvo los irlandeses; es decir, como la gente de aquí. Después de esa fecha, empezaron a llegar viajeros del este y del sur de Europa: católicos, judíos rusos, asiáticos… Ideas distintas, inmigrantes nuevos.
—¿Cuántos cree usted que llegarían en 1889?
—333 207 —respondió el Contador sin dudar ni un segundo.
Carver se encogió, abrumado por el peso de la inmensa cifra.
—Demasiado grande, ¿no? Ese número es como un león; a ver si podemos domarlo. ¿País de origen?
—Inglaterra, Londres.
El Contador dejó caer varios cordeles.
—60 552. Más pequeño, un mero lince. ¿Mes?
—Um… julio —Carver recordó que aquella era la fecha de la carta.
—5 046. Un simple minino. ¿Hombre o mujer?
—Hombre.
Más cuerdas cayeron.
—3 279. ¿Viajaba solo o con la familia?
—Solo —contestó Carver: dudaba que su padre tuviera familia.
—Bien. Eso es poco común. 522. Un gatito recién nacido. ¿Con profesión o sin ella?
La carta hablaba de cuchillos. Podía ser un carnicero, y además tenía jefe, así que seguro que ejercía una profesión.
—Con profesión.
—316. ¿Traía dinero? ¿Sabes su edad? —El Contador tiró suavemente de un cordel, como si tentara a un pez con el cebo.
—Eso es todo lo que sé —respondió Carver encogiéndose de hombros.
El hombre miró los seis cordeles que le quedaban en la mano y ordenó:
—Sigue el rastro.
La emoción de Carver venció a su repulsión y el chico siguió los cordeles. No era fácil pero, cada vez que se despistaba, el Contador daba un tironcito al que correspondía. Los cordeles le condujeron a una pequeña pila de manifiestos de embarque, algunos demasiado quebradizos para ser movidos y otros demasiado negros para poder leerse.
Carver se quedó mirándola con inquietud.
—¿Cuántos registros quedan de ese año?
—108 —dijo el Contador—, pon que tienes un treinta por ciento de probabilidades.
Carver hojeó el montón con mucho cuidado, saltándose la letra clara y de trazo suave y las equis de los analfabetos, para buscar los duros garabatos de su padre. Le parecía que llevaba así más de una hora y estaba a punto de rendirse cuando su corazón dio un vuelco ante una firma especial. La letra era inconfundible. En media hoja chamuscada, de tinta casi brillante, estaba la firma de su padre, el nombre de su padre… Jay Cusack.
No parecía inglés. ¿Sería irlandés? Jay Cusack. ¿Sería posible encontrarlo?
La voz del Contador lo devolvió a la habitación:
—¿Lo tienes ya?
—¡Sí! ¡Muchas gracias!
El Contador le dedicó una inclinación de cabeza que envió vibraciones por los cordeles.
—En tal caso, buena suerte. Dale recuerdos a Hawking de mi parte. De no ser por él, yo seguiría en el manicomio. Y ya sabes, hijo, hagas lo que hagas, procura que cuente.