Capítulo 17

EL viento matutino del East River helaba los huesos, pero al menos Carver se había librado del manicomio y de Hawking. La palabra «excéntrico» se quedaba corta para definir a su mentor. Aquel hombre era como una trampa para osos, siempre dispuesto a rebanarte el tobillo si no te andabas con cuidado. Cada conversación con él era un examen. Hasta había subrayado un párrafo al principio de la Calle Morgue:

«Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria, parece sobrenatural».

Significara lo que significase. De todas formas, a Carver le había gustado. El inesperado final, que incluía un orangután, era divertido, y aunque durante todo el desayuno había estado temiendo que Hawking lo interrogara sobre el tema, al detective solo le interesaba mecanografiar. Cuando Carver estaba a punto de salir, Hawking había sacado la hoja de la máquina, la había metido en un sobre y, al dar este a Carver, le había advertido que no leyera la nota hasta llegar a su «dorado» destino. Carver se la guardó en el mismo bolsillo que había contenido la carta de su padre.

Un silbido ensordecedor lo devolvió con un respingo al mundo real; el ferry estaba atracando. Carver había regresado a esa ciudad que tan bien conocía, pese a la opinión de su maestro, y estaba en camino de vivir una gran aventura.

A pie, con tan poco dinero que apenas le llegaría para la comida y el billete de vuelta, Carver trotó alegremente por las calles, desviándose solo para acercarse a los vendedores de cacahuetes o de patatas asadas a fin de disfrutar tanto del aroma como del calorcillo de sus carritos humeantes. Hacía frío para septiembre, pero el día era claro y Broadway se extendía hasta el infinito.

Sin embargo, tuvo que contener sus ansias de regresar a la Nueva Pinkerton: la esquina con la calle Warren estaba cubierta por un mar de sombreros oscilantes. Carver no iba cometer el estúpido error de que le vieran usar la entrada secreta, así que cruzó al City Hall Park para esperar que el gentío se dispersara.

No obstante, después de unos veinte minutos fue incapaz de seguir esperando. Cruzó la calle y, con la expresión más inocente que pudo componer, giró el tubo en el orden establecido. Vio con alivio que, cuando la puerta se abrió y él se coló dentro, nadie le prestaba atención.

El ascensor lo manejó sin problemas, pero no recordaba cómo había arrancado Hawking el vagón cilíndrico. Tras un momento de pánico se acordó de una palanca y un pisotón, así que se sentó donde lo había hecho el detective y apretó los talones contra la base; al ver que no pasaba nada, pisó con más fuerza, una y otra vez. Seguía dando pisotones cuando al mirar por las ventanillas vio que ya estaba en marcha.

Los dos jóvenes agentes lo esperaban en el andén. El pálido Emeril, en pleno bostezo, leía un ejemplar de Judge’s Quarterly, una revista de humor. El musculoso Jackson, sin chaqueta y arremangado, se agachaba y se levantaba en plena serie de ejercicios calisténicos.

—¡Por fin llega el joven Sherlock! —dijo Emeril cuando Carver salió del vagón—. Tudd te ha visto en la calle.

—Nos preguntábamos por qué tardabas tanto —añadió Jackson, recogiendo su chaqueta de la barandilla.

—No quería que me vieran entrar —explicó Carver.

—Bien hecho, pero no era necesario —dijo Jackson dándole palmaditas en la espalda—. Es solo una puerta lateral de un edificio.

—Sin embargo, es bueno acostumbrarse a no llamar la atención —terció Emeril—. Mientras nadie sepa que existimos, nadie nos encontrará.

—Yo sí —precisó Carver.

—Porque Hawking te condujo hasta nosotros —objetó Jackson.

—Ya es hora de ponerse en marcha —dijo Emeril doblando la revista para guardársela en el bolsillo—. Vamos a ser tus guías. Tudd quería venir, pero está muy ocupado con su caso. Hawking piensa que deberías empezar por el ateneo.

—Que es el modo finolis de referirse a la biblioteca —aclaró Jackson con un guiño.

Al llegar a la plaza giraron a la derecha y cruzaron un pequeño puente para alcanzar la segunda construcción, más grande y también más extraña: la fachada principal consistía en un enorme muro de ladrillo donde el único vano era una puerta de dos hojas.

—¿Qué tal te va con Hawking en el manicomio ese? —preguntó Jackson.

—Um… —contestó Carver. Los jóvenes detectives le caían bien, pero no se sentía cómodo hablando de su mentor.

—Tudd se teme que al perder parte de su cuerpo, haya perdido también parte de su mente —dijo Jackson—. ¿No te tratará con demasiada dureza, no? ¿Está en sus cabales?

—Eh, eh —cortó Emeril—. Apenas hace tres días que lo conoce, y nosotros dos lo hemos visto menos de una hora.

—Entendido —respondió Jackson y salió disparado hacia la puerta para abrirla—. Si lo de ayer te impresionó, ya verás esto.

Carver se impresionó, desde luego, pero sobre todo por el olor. El tufo a moho lo golpeó como un puño. Del aire colgaba una manta de vetustez y silencio que lo envolvió de inmediato. No había pisos, ni habitaciones, ni pasillos. Docenas de lámparas de mesa descansaban sobre pequeños escritorios, pero ninguna suponía un desafío para la galopante oscuridad. Era como una cueva inmensa, una cueva forrada de libros.

Todo estaba lleno de estanterías, casi todas de suelo a techo, casi todas abarrotadas. Las escaleras corrían por toda su altura, como pilastras de un templo de madera y papel.

—Tenemos registros de inmigración —dijo Emeril en voz baja—, archivos clasificados de todos los diarios importantes de Nueva York publicados en la última década y, el orgullo de la Pinkerton, vieja o nueva, el mayor fichero de delincuentes del país: miles de expedientes y de fotografías y de…

—¡Chis!

Justo delante, sentado a un gran escritorio, un hombre con anteojos se llevaba el dedo a los labios y miraba con inquina a los recién llegados.

—Beckley, según lo apuntes en el registro puede empezar —susurró aún más bajo Jackson y, dirigiéndose a Carver, añadió—: Nosotros tenemos tarea, pero te echaremos un ojo.

Emeril dio a Carver un empujoncito hacia el hombre bajo, delgado y anguloso que respondía al nombre de Beckley. Sin decir palabra, este agarró una pluma estilográfica paralela a una hoja de papel, miró una lista hasta llegar al nombre de Carver Young y lo tachó rápidamente. Luego se levantó y echó a andar a zancadas entre los escritorios. Al estar con Hawking, Carver se sentía tieso como una tabla, pero al ver la tiesura de Beckley se sintió como encogido.

Mientras avanzaban, Carver jadeó cuando una mole metálica y oscura que la poca luz ocultaba se hizo visible. Un coloso de engranajes, ejes y bielas recorría casi toda una pared. Al acercarse, el chico vio cientos de tarjetas con agujeros diminutos sujetas en varias partes de la máquina mediante finos ganchos metálicos, como insectos atrapados en una telaraña de hierro.

—¿Qué es…? —balbuceó.

—Una máquina analítica —explicó Beckley—. No la usamos más que en contadas ocasiones porque, al igual que tú, hace demasiado ruido.

—¿Pero qué…?

—¡Chis!

Escarmentado, Carver guardó silencio. En el primer escritorio vacío equipado con papel y pluma, Beckley encendió la pequeña lámpara eléctrica, retiró la silla y regresó a su puesto a zancadas. Carver tomó asiento, brincó al crujir la silla y enlazó las manos sobre el tablero.

Bueno, pues allí estaba, listo para comenzar su vida como detective, listo para buscar a su padre. En algún lugar oculto entre aquellos millones de libros podía encontrarse su nombre, quizá incluso su dirección.

Lo malo era que no conocía ni siquiera el nombre. ¿Entonces… por dónde empezaba?

Pasaron los minutos. Pánico, un pánico mucho peor que el provocado por no acordarse del funcionamiento del vagón cilíndrico le atenazó el pecho. Se removió en el asiento y cada crujido fue un cañonazo en aquella quietud de iglesia. Sin mover ni un dedo, llevaba todas las de alcanzar el más absoluto de los fracasos.

Su mirada saltó de una persona a otra, todas leyendo o escribiendo con gran aplicación. Al lado opuesto de la sala vislumbró el bulto como de insecto de una máquina de escribir. Nadie se atrevía a usarla, por ruidosa, pero a él le recordó a Hawking, lo que a su vez le recordó la nota.

¡Seguro que contenía instrucciones! Era ridículo limitarse a aparcarlo en la biblioteca, ¿no? Sacó el sobre y lo abrió rasgándolo. El ruido le granjeó varias miradas severas y un segundo y sonoro ¡chis! de Beckley. Carver hizo una mueca de dolor, sacó la nota y la leyó:

Ponte en el lugar de tu padre.

¿Eso era todo? Miró el papel por delante y por detrás. Eso era todo. Le había llevado toda la mañana mecanografiar eso. Si Carver no hubiera estado en una biblioteca, habría soltado un grito.

Lo releyó. Era otro examen. Ponerse en el lugar de su padre. ¿Pero cómo iba ponerse en el lugar de un hombre que no conocía?

Y de pronto se le ocurrió: podía escribir lo que sí sabía. Sería una forma de empezar. Echó mano a la pluma y escribió una lista:

1. Tuvo un hijo, yo, alrededor de 1881.

2. Envió una carta al orfanato desde Inglaterra en 1889.

Esa carta era la pista más importante. ¿Qué indicaba la carta?

3. Que tenía mala letra y mala ortografía.

4. Compartimos una marca de nacimiento con forma de oreja.

5. Su mujer está muerta.

6. Trabaja con cuchillos… ¿un matarife, un carnicero?

7. Le dijo a su jefe que dejaba el trabajo porque había descubierto que yo estaba vivo.

Su mente se enganchó al último punto: dejaba el trabajo. Eso quería decir que su hijo le importaba, ¿no?

8. Sabía que yo estaba en el orfanato Ellis.

Tal como Delia había sugerido, eso daba lugar a otra posibilidad, otra a la que Carver tenía pocas ganas de enfrentarse:

9. No pudo o no quiso hacerse cargo de mí.

Quizá porque era pobre, como la madre de Delia. Pero si se había tomado la molestia de dejar su trabajo y de cruzar el océano, ¿por qué no había ido a conocerlo? Un momento.

10. Cruzó el océano desde Londres.

¿Qué había dicho Jackson sobre los registros de inmigración? ¿Figuraría la llegada de su padre? No sabía el nombre, pero sí el año. Quizá había una lista de inmigrantes de Inglaterra. Carver se dirigió al mostrador.

—¿Sí, señor Young? —preguntó Beckley en voz baja.

—¿Podría indicarme dónde están los registros de inmigración de 1889?

—Los manifiestos de pasajeros de los buques entrantes. Sección I, estantería cuarenta —dijo. Luego señaló una zona oscura situada a su espalda, abrió un cajón bien engrasado y sacó una lámpara sujeta a una correa para la cabeza—. Necesitará esto. Hay tomas de corriente en el borde de los estantes. Recuerde que está enchufado antes de subir o bajar. Estos aparatos son caros.

Dicho esto le indicó que bajara la cabeza y le sujetó rápidamente la correa alrededor de la frente. Carver enfiló hacia las estanterías sintiéndose como un minero.

El estante cuarenta de la sección primera se encontraba lo menos a seis metros de altura, así que acercó una escalera y trepó con el cable en la mano. Cuanto más subía, más oscuro estaba. Para cuando llegó al que suponía era el estante cuarenta, no veía nada en absoluto. Palpando el borde halló una toma de corriente circular y metió el enchufe. La bombilla zumbó; proyectaba un cono de luz blanca hacia cualquier lugar al que dirigiera la cabeza. Después de disfrutar un momento del artilugio, Carver se dedicó de lleno al trabajo.

Cada año de registros ocupaba varios volúmenes, salvo 1889, que estaba en uno solo. Con la esperanza de que aquello significara menor cantidad de nombres, Carver lo sacó y empezó a bajar. Poco más abajo, al sentir un tirón en la cabeza, recordó que no había desenchufado la lámpara frontal. Esta se le salió, se golpeó contra la estantería y se quedó oscilando en la oscuridad; el libro estuvo en un tris de escapársele de las manos. Todos lo miraban.

Por lo menos la bombilla no se había roto. Avergonzado, recobró el equilibrio, volvió a subir y desenchufó la lámpara.

Una vez en el suelo, abrió el libro con emoción, pero la página que vio estaba en blanco. Extrañado, miró otra; también en blanco. Las hojeó todas, y todas estaban igual. ¿Era una especie de trampa?

Regresó enfadado y se lo enseñó a Beckley.

Por primera vez el rostro del bibliotecario expresó algo parecido a un sentimiento: perplejidad. Dándose golpecitos en la barbilla, susurró:

—Ah, sí. Este volumen es un marcador. Desde 1855 a 1890 los inmigrantes se registraron en el Castillo de Clinton, en Battery Park. Cuando en 1892 se abrió la Isla de Ellis transfirieron los registros, aunque la mayoría fueron destruidos en un incendio.

A Carver se le cayó el alma a los pies.

—¿Un incendio? ¿No quedó ninguno?

—En la Isla de Ellis queda algo. Están tratando recuperar lo que pueden, pero con el tremendo flujo migratorio existente, no es una prioridad.

La Isla de Ellis, un largo trayecto que quizá no condujera a ninguna parte. Aunque el nombre de su padre siguiera allí, ¿cómo iba a reconocerlo? Un momento. ¡Había una manera! ¡La letra! La forma de escribir, casi de garabatear, de su padre era muy reconocible.

—¿En los registros hay firmas de los pasajeros?

—Si saben escribir, sí. En caso contrario hacen una cruz.

Entonces aún había esperanza, y estaba en la Isla de Ellis. Usaría el dinero de la comida para pagar el ferry.

Carver dejó la lámpara y el libro a Beckley, recogió sus notas y se dirigió a la salida. Jackson y Emeril se pegaron a él, aunque no abrieron la boca hasta que estuvieron fuera.

—¿Ya está? —preguntó Jackson.

—¿Sabéis si podré ver los registros de la Isla de Ellis?

—¿De la Isla de Ellis? —repitió Emeril con una sonrisa.

—Menos de una hora —dijo Jackson mirando su reloj—. Tudd ha perdido la apuesta.

—¿Pero qué pasa? —inquirió Carver.

—Ya lo verás —dijo Emeril echando a correr—. ¡Que no empiece la sesión sin mí!