CARVER estaba rígido, con la cara caliente.
Clac, clac, clac, jisssssssssssssssss. Clac, clac, clac, jisssssssssssssssss.
¿Qué era ese ruido? Cuando abrió los ojos la luz del sol lo deslumbró. Los entrecerró y parpadeó antes de darse cuenta de que seguía en el Manicomio Blackwell. Mirando el lado bueno, eso quería decir que la Nueva Pinkerton también era real.
Miró en torno. Los siseos provenían de un radiador de hierro; los chasquidos, de Hawking, que pulsaba lentamente las teclas de una máquina de escribir con su agarrotada mano derecha.
—Sé que estás despierto, chico —dijo el detective—. Tómate un momento para aclararte las ideas, pero nada más. Esta noche ha hecho frío, aquí arriba no llega apenas la calefacción y el invierno se adelanta.
El detective parecía más animado, como si el ajetreo del día anterior hubiese barrido en parte de su mal genio. Aún así, Carver permaneció en silencio mientras se ponía los pantalones y la camisa que llevaba el Día de los Padres Potenciales, es decir, la víspera. ¿Era posible que hubiera transcurrido tan poco tiempo?
—¿Te gustan los rompecabezas? —preguntó Hawking—. Aquí tienes uno. Mira estas teclas de la máquina: QWERTY. ¿Te has preguntado alguna vez por qué siguen ese orden?
Carver repitió lo que había oído:
—Porque han juntado las letras más corrientes en inglés para facilitar la escritura.
—No, eso es lo que cree la mayoría de la gente, y la mayoría de la gente es tonta. Christopher Latham Sholes diseñó este teclado en 1874 con el fin de disminuir la velocidad del mecanógrafo y evitar, en consecuencia, que las teclas se trabaran. Los pacientes ya están desayunando; podrás ducharte solo. Después vas al comedor y subes dos desayunos.
Pese al mejorado humor de Hawking, Carver se alegró de alejarse de él un rato. Por la mañana, el hospital no parecía tan espantoso. Había menos quejidos y las duchas del piso inferior estaban, en efecto, desiertas. Carver hubiera querido cambiarse de ropa, pero al menos las toallas con que se secó estaban limpias.
Sin embargo, el estrecho comedor de la primera planta era puro bullicio. Intentó no mirar, pero los hinchados entrecejos y los diminutos ojos de ciertos pacientes eran fascinantes. Incluso las risas parecían desconectadas de sus propietarios. El único que le habló fue la mujer que estaba delante de él en la cola. Cuando Carver la miró sin querer demasiado rato, ella le explicó que era la esposa de Grover Cleveland, presidente de los Estados Unidos. Carver no tenía ni idea de cómo reaccionar. Le preocupaba que se pusiera violenta si la contradecía o que le contagiara su locura si se acercaba demasiado.
¿Sería capaz de acostumbrarse a aquel sitio? No tenía otra, si quería que Hawking y la Nueva Pinkerton le ayudaran a encontrar a su padre y le enseñaran a ser un detective de verdad. Valía la pena pasar ciertas incomodidades por eso, ¿no?
Cuando volvió a la planta superior, el té tibio, la avena grisácea y el pan eran tan insípidos que Carver echó de menos la comida de Curly. A Hawking no le importaba. Se puso el bol cerca de la máquina y alternó el aporreo de teclas con las cucharadas de papilla.
Cuando vació el cuenco, dijo:
—Pregúntame en qué estoy trabajando.
—¿Tiene que ver con mi padre?
—No, eso es cosa tuya. Esto son notas sobre Hunter y Smellie, los padres de la obstetricia moderna. Su trabajo, de hace más de un siglo, salvó la vida a innumerables mujeres. ¿Te parece una labor digna de alabanza?
—Sí —respondió Carver—, claro.
—Mira que eres insulso. Contesta ¡cielo santo, cuán angelicales! o ¡me importan menos que un cuesco de mis posaderas! Mejor aún, pregúntame por qué deberían interesarle a un detective.
—Está bien. ¿Por qué…?
—Porque eran asesinos —cortó Hawking—. Como necesitaban cadáveres frescos para investigar, encargaron el asesinato de un sinfín de mujeres, algunas embarazadas. ¿Sigue siendo una labor digna de alabanza?
—No —dijo Carver—, eran delincuentes.
—Define «delincuente» —exigió Hawking.
—Alguien que infringe la ley.
—Los hombres que fundaron los Estados Unidos infringieron la legislación británica. Benjamin Franklin dijo que o permanecíamos juntos o nos colgaban por separado. ¿Era un delincuente?
—No… bueno, sí, pero… esas leyes eran injustas y había que cambiarlas.
—Luego para ser como Franklin, ¿tienes que infringir la ley a veces?
—Sí —admitió Carver dubitativo.
Hawking se limpió los labios y echó la servilleta al cuenco.
—Anoche fui demasiado duro contigo, chico. Olvidé que tu sentido del bien y del mal proviene de noveluchas de tres al cuarto. En la vida real, las fronteras están mucho más desdibujadas.
—No soy idiota —objetó Carver.
—No he dicho que lo fueras —repuso Hawking entrecerrando los ojos—. Si pones en mi boca palabras que no he dicho, acabarás sin dedos. Hasta la mente de más valía puede precipitarse al abismo al ver desbaratadas sus esperanzas.
—¿Al qué? —preguntó Carver.
—Al abismo —repitió Hawking, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Te pondré un ejemplo, verdadero además. Una mujer está sentada en el teatro disfrutando de la representación cuando, de repente, un coche de bomberos sale al escenario. Forma parte de la obra pero, como es tan inesperado, la mujer grita. La cuestión es que cuando empieza a gritar le es imposible dejar de hacerlo. La sacan a rastras y la traen aquí, donde consideran que está total e irremediablemente loca. Cualquier idiota se percataría de que no lo está, pero entre el personal no hay ni un solo idiota: solo médicos, alienistas. Eso ocurrió hace dos años. Hasta la semana pasada no conseguí que me garantizaran su liberación.
—Pero… ¿por qué gritaba tanto si no estaba loca?
—Porque pensaba que conocía el mundo, y en su mundo los coches de bomberos estaban en la calle, no en los escenarios. No pudo soportar esa alteración de la realidad. Ese fue su abismo. Hasta tú encontrarás el tuyo algún día, no lo dudes. Pero ahora es tiempo de limpiar. Tus pertenencias llegarán esta tarde.
Carver no entendió muy bien lo del abismo, pero la clase había acabado. En las horas siguientes se dedicó a apilar libros y papeles en las estanterías de una pared, miniaturas en las de otra, instrumentos en las de una tercera y así sucesivamente. Debido a las muchas paredes de la estancia, pudo reservarse un sitio para él mismo, y darle cierta intimidad gracias a lo que al pronto le pareció un tablero de mesa plegado y al abrirlo resultó ser un biombo.
A la hora de comer bajó a por las bandejas, como en el desayuno, y al regresar a la habitación encontró dos celadores montando un jergón para él. Sus pertenencias, en efecto, ya estaban allí, y vio con sorpresa que Hawking estaba hojeando su pequeña colección de novelas detectivescas.
—Allan Quartermain, Nick Neverseen, y Holmes, Holmes, Holmes y más Holmes —dijo el detective—. ¿Eres un admirador de Doyle?
—Pues sí —contestó Carver.
—¿Serías capaz de resolver uno de sus casos basándote en la información que proporciona la historia?
—No, pero es que Holmes es un genio.
—El que es un genio es Doyle. En realidad, utiliza un truco barato: el lector no dispone nunca de toda la información, por lo que Holmes puede dar con las respuestas en el último minuto. Más te valdría leer sobre otro Holmes: H. H. Holmes, multiasesino. El año pasado lo atrapó un agente de la Pinkerton, Frank P. Geyer. El Philadelphia Inquirer está reproduciendo su confesión por capítulos. ¿Equivale eso al coche de bomberos del escenario?
Carver conocía a ese Holmes pese a los esfuerzos de la señorita Petty por evitarlo. Había cometido unos veinte asesinatos, muchos de ellos en la Exposición Universal de Chicago, ciudad en la que vivía y en la que atraía a sus víctimas hasta su casa, denominada por la prensa «Castillo del crimen». La idea de que un ser así escribiera artículos repelía a Carver, pero también lo fascinaba.
—¿Cree usted que contará la verdad?
—No, pero las mentiras siempre revelan algo del mentiroso. Nos dan la posibilidad de entrar en su cabeza, método que utiliza mi detective de ficción preferido.
A Carver le sorprendió que a Hawking le gustara algo, pero el hombre encorvado dejó a Sherlock Holmes y buscó en sus estanterías, de donde sacó un libro fino que arrojó a Carver.
Se llamaba: Los crímenes de la calle Morgue.
—C. Auguste Dupin, creado por Edgar Allan Poe, inventor de la novela policiaca. Dupin combina el raciocinio con la lógica y la imaginación para familiarizarse con el criminal y, en cierto modo, convertirse en él. ¿Crees que podrías hacerlo, chico? ¿Volverte loco para encontrar al loco? ¿Ser ladrón, o algo peor, para atrapar al ladrón?
Carver pensó en ello. ¿Se estaba refiriendo a robar de verdad? ¿Y qué había querido decir con eso de «o algo peor»?
Hawking lo observaba como si pudiera leerle los pensamientos en los surcos del ceño.
—Bueno, basta por hoy —dijo el detective—, ya me he hartado de ver cómo intentas pensar. Tengo que visitar a unos pacientes. Échate en tu cama y lee ese libro. Mañana temprano volverás a tu querida Nueva Pinkerton y empezarás la búsqueda de tu padre. Pronto comprobaremos hasta dónde estás dispuesto a llegar.