—AL ferry de la isla de Blackwell —dijo Hawking al cochero y, volviéndose hacia Carver, advirtió—: No te acostumbres a esto. Es tarde y estoy deseando volver a casa, pero tú te desplazarás sobre todo a pata.
A Carver no le importaba lo más mínimo. Descontando cuando se colgaba de la parte trasera de algún carruaje o se colaba sin pagar en un tren elevado, iba siempre a pie. Sin embargo, sí había dos cosas que le preocupaban: haber dejado la carta de su padre y el hecho de que en la isla Blackwell había tan solo una cárcel y un manicomio; aunque le molestaba más lo de la carta. Intentó distraerse con el hipnótico y perezoso ruido de los cascos sobre el empedrado, pero no podía librarse de la persistente sensación de que había hecho mal.
En el ferry, el viejo detective se empeñó en subir a la cubierta superior, completamente abierta. Treparon por la estrecha escalera metálica y se dirigieron a proa, justo cuando el capitán aceleraba las máquinas. El súbito movimiento a punto estuvo de tirar a Hawking. Carver se apresuró a sujetarlo, pero él se agarró a la barandilla con su estropeada mano derecha.
—Le encanta este jueguecito —dijo Hawking, mirando con desprecio al capitán. El tipo entrecano que manejaba el timón soltó una risita burlona. Carver pensó que ojalá supiera algún día que había insultado a un maestro y patrón de detectives.
Una rociada de agua humedeció el rostro de Carver. Detrás de sí dejaban la estela de humo de carbón; olía a mar. El tiempo era desapacible, pero resultaba difícil preocuparse por nada con las luces de Nueva York a un lado y las de Brooklyn al otro reflejándose en el agua picada y negra como la pez del río.
Tras recorrer un kilómetro y medio, la punta de la isla de Blackwell se hizo visible. Era tan baja y tan plana que la mole gris del Hospital Penitenciario parecía asentada en el agua. Cuando el ferry se acercó a un muelle, Carver pensó que no estaría tan mal vivir entre personal sanitario, pero, una vez que salieron los otros pasajeros, Hawking le hizo un gesto de negación con la cabeza y dijo:
—La próxima parada.
El barco siguió avanzando entre resoplidos y abandonó un lugar de agradable verdor: un huerto donde los presos cultivaban su propia comida. Poco después alcanzaba uno de los imponentes muros que dividían la isla y a continuación otro más, este con torres de vigilancia y guardias armados. El resto del terreno estaba dominado por una construcción tenebrosa, que más parecía un lugar de tortura que de tratamiento, en cuyo centro se erguía una torre octogonal abovedada.
El ferry se detuvo.
—Aquí es —anunció Hawking.
Carver intentó disimular que se le había caído el alma a los pies.
Mientras caminaban, su mentor señaló las encrespadas aguas del extremo norte de la isla.
—La Puerta del Infierno. Cientos de barcos se hundieron en ese lugar hasta que el ejército utilizó trescientas mil libras de explosivos para volar las rocas. Tal explosión originó un géiser de doscientos cincuenta pies de altura, y el estruendo llegó hasta Princeton, Nueva Jersey.
Petrificado por la constatación de que iba a vivir en un manicomio, Carver se limitó a asentir educadamente.
Hawking se detuvo y se apoyó en el bastón con ambas manos.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Carver.
—¿Quieres hacerme creer que un chico como tú, criado en esta ciudad, no conoce la mayor explosión artificial de su historia?
—Yo… yo no he dicho que no la conociera —balbuceó Carver perplejo.
—No, pero has asentido como si no la conocieses. Si te hubiera dicho que la calle Broadway debe su nombre a que era una avenida muy ancha, ¿hubieras asentido también?
—¿Sí, señor? Esto… ¿no, señor?
Hawking lo estudió desapasionadamente.
—De aquí en adelante me dirás con exactitud lo que conoces y me harás preguntas sobre lo que no conozcas. No quiero perder el tiempo explicándote lo que ya sabes ni quiero pasar por alto lo que ignores.
Apoyó la mano agarrotada en el hombro de Carver. Pesaba mucho, como algo muerto. Demasiado amedrentado para mirarla, el chico clavó los ojos en el sombrío rostro de su mentor.
—Para conseguir algo, necesito tu mente; la necesito abierta y la necesito sincera. Farfulla mentiras a los demás, si quieres, pero yo no te voy a permitir ni una palabra, ni un asentimiento, ni un guiño falsos, ¿entendido?
—Sí.
—¿En qué año fue esa explosión que acabo de mencionar? —preguntó Hawking entrecerrando los ojos.
—En 1885 —respondió Carver, y tras una breve pausa añadió—: El 10 de octubre.
La sombra de una sonrisa cruzó por el rostro de Hawking, que ladeó la cabeza hacia el ominoso edificio.
—¿Qué sabes de este lugar?
—Que es el manicomio de Blackwell —contestó Carver, encogiéndose de hombros. Luego trató de recordar algo más, pero la mano de su hombro le ponía nervioso—. Una mujer se hizo pasar por loca para que la encerraran y contó en un libro lo mal que vivían los pacientes.
—Nellie Bly —precisó Hawking—. Diez días en un manicomio. ¿Lo has leído?
—No, pero Delia… una amiga, me habló de él una vez.
Hawking le quitó la mano del hombro y lo condujo hacia los escalones de la torre central.
—También lo llaman el Octágono. Es el primer manicomio de financiación pública de Nueva York. Las dos alas construidas hasta el momento se llenaron en cuestión de meses. Para ahorrar dinero, los guardias son presos de la cárcel, así que durante casi todo el día los pacientes están en manos de los tiernos desvelos de ladrones y asesinos. El librito de Bly hizo que todos se portaran mejor durante un tiempo, pero las cosas han cambiado poco.
Hawking esperó a que Carver abriera la puerta. Cuando este lo hizo, vio una espectacular escalera que se elevaba en curva desde el suelo de baldosas hasta la cúpula; un círculo de columnas delimitaba cada piso.
Encima del mostrador delantero colgaba el lema: Mientras hay vida, hay esperanza. Un guardia sin afeitar yacía en el suelo cerca de la puerta interior doble, roncando.
—¿Tú crees que eres un huérfano? Los huérfanos de verdad están aquí.
La puerta de doble hoja daba paso a un corredor largo y tenebroso por el que vagaban figuras imprecisas. Algunas estaban sentadas con apatía en bancos estrechos, otras caminaban como si avanzaran bajo el agua. Un hombre anduvo hacia la pared, se golpeó la cabeza, retrocedió y volvió a golpearse. En cada golpe, Carver oía un ruido sordo que le recordaba al bote de una pelota en la acera del orfanato Ellis. Pom, pom, pom.
—Ese es Simpson —dijo Hawking—. En el fondo de su corazón, se cree capaz de atravesar las paredes. Al final tendrá que venir un celador para llevárselo en camilla y atarlo a la cama.
A continuación se dirigieron a la escalera curva. Por mucho que Carver ayudara a Hawking, la subida resultaba lenta y dolorosa, y estaba salpicada por los extraños gemidos y los lastimeros gritos de los internos.
Para horror de Carver, Hawking identificaba a los pacientes por sus ruidos:
—Ese gruñido es del señor Gilbert. Entró hace dos años y está diagnosticado de «orgullo mortificante». ¿El gemido? De Grace Shelby, siete meses por «pasión desenfrenada». El gañido, de Reginald Cowyn, aquejado de «esperanzas frustradas». Esperanzas frustradas, ¡ja! Lo que Nelly Bly no llegó a comprender es que los médicos están tan locos como sus pacientes.
Cuando Carver pensaba que aquella tortura se prolongaría eternamente, llegaron al último descansillo y a una sencilla puerta de madera. Hawking, que apenas podía respirar mientras buscaba la llave, se volvió hacia atrás para mirar los muchos peldaños y explicar:
—Por eso no me gusta salir.
Luego empujó la puerta con la cadera y pasaron a una sala oscura y octogonal, como la propia torre pero más pequeña. Cuatro de las paredes tenían ventanales que llegaban casi al suelo; las otras cuatro, estanterías. Había además un sofá, una mesa, unas cuantas sillas y algo que parecía una cama.
Con un gesto falto de gracia, Hawking se sentó a la mesa y encendió un viejo farol de mano. La estancia estaba abarrotada de objetos, como un cerebro demasiado pequeño atiborrado de pensamientos. Había libros, mapas, instrumentos, cosas grotescas e irreconocibles en frascos llenos de líquido e incluso un cuenco con algo muy similar a fragmentos de hueso; y periódicos, un sinfín de periódicos desparramados por el suelo, algunos desgarrados.
Sobre la mesa, junto a la lámpara de queroseno, descansaba una máquina de escribir rodeada de bolas de papel arrugado y una bandeja de hospital con los restos del desayuno de Hawking, que daban la impresión de ser tan poco apetitosos como los huesos.
El detective señaló la silla del otro lado de la mesa. Carver obedeció despacio, intentando no respirar hondo en las proximidades de la bandeja.
—¿Qué opinas? —preguntó Hawking.
Le había exigido sinceridad, así que Carver contestó:
—Me gusta más la sede de la Nueva Pinkerton.
Hawking profirió un gruñido y barrió la mesa con el bastón. La bandeja, con plato, cubiertos y vaso incluidos, salió volando y se estampó contra el suelo. Carver se quedó atónito, aterrado. Por debajo, los gemidos aumentaron en cantidad y volumen.
El farol de mano dejaba en sombras medio rostro de Hawking.
—Escúchame con mucha atención: ¡todos esos artilugios deslumbrantes no son más que zarandajas para necios! La sede central está debajo de una cloaca porque se lo merece. Este es el único sitio honrado de toda la ciudad, el único donde los pedazos de la mente, esos que nos hacen ser como somos, no enmudecen ni por miedo ni por el qué dirán. Por eso estoy aquí, teóricamente como asesor de los delincuentes locos, pero en la práctica como director. Aquí es donde podemos aprender cuál es el origen de la delincuencia, cuál es el origen del hombre. Piénsalo… y recoge lo del suelo.
Hawking se levantó, caminó pisando fuerte hasta lo que parecía una cama y se derrumbó en ella.
—Echa al suelo los cojines de las sillas. Mañana te buscaremos algo más apropiado.
Carver recogió lo mejor que pudo los pedazos de cristal y los dejó en la bandeja, esperando que la luz de la mañana revelara alguna papelera. Después, sin decir ni pío, agarró un cojín, despejó un trozo de suelo y se tumbó.
Acabó por dormirse entre llantos doloridos, risas histéricas y algún que otro grito provenientes del piso inferior, mientras pensaba en el verdadero significado de que los sueños se hicieran realidad.