LOS dos agentes más jóvenes esperaban en la puerta cuando Carver salió.
—Los viejos pistoleros quieren decirse unas palabritas, ¿eh? —dijo Emeril y extendió la mano para estrechar la de Carver—. John Emeril. Hace tres años que estoy en la agencia.
Jackson hizo lo mismo, aunque con un apretón bastante más fuerte. Tenía la nariz torcida, como si se la hubiesen roto en una pelea a puñetazo limpio, y una cicatriz poco visible en la mejilla derecha.
—Josiah Jackson. Impresionante el sitio, ¿verdad?
—La primera vez que vi ese metropolitano pensé que había entrado en una novela de Julio Verne —comentó Emeril. Tenía un cutis impoluto, pero estaba pálido y entrecerraba continuamente los ojos, como para leer una letra diminuta.
—Vaya que sí —contestó Carver. Tras el sombrío Hawking y el rugiente Tudd, aquellos dos eran un alivio.
—Y el metro solo es el principio —dijo Jackson, desabotonándose la chaqueta y apoyándose en la pared—. Han inventado cosas que dejarían bizco a Verne.
—Sí, pero ya podían inventar un cheque mensual inamovible —intervino Emeril.
—¿Entonces los dos son detectives? —preguntó Carver.
—Así es —dijo Emeril—. No estamos de porteros todo el día. Solicitamos esta labor de hoy porque queríamos ver al señor Hawking.
—¿En qué tipo de casos han trabajado?
—No creo que podamos hablarte de ellos —contestó Jackson—, pero sí puedo decirte que no son tan excitantes como los que salen en los libros.
—¡No le digas eso! —protestó Emeril—. ¡Jackson y yo nos hemos enfrentado a secuestros, sobornos y atracos de bancos! No podemos dar detalles de los casos, es verdad, pero también lo es otra cosa: no todo consiste en corretear por las cloacas revólver en mano, estropeando tus mejores trajes, para atrapar a un ladrón.
—Ahí está el busilis —convino Jackson—. Hay que atraparlos antes o durante. Después el daño ya está hecho. Y para eso hay que investigar mucho y suponer mucho, a fin de intentar meterse en la mente del criminal.
—Lo que Jackson suele dejarme a mí —dijo Emeril—. Quien es un verdadero entendido en el cerebro del delincuente es el señor Hawking. Se dice que guarda uno en su escritorio. El bueno de Hawking… todo un personaje.
—Te vas a formar con el mejor —dijo Jackson.
—¿Por qué quiere jubilarse? —preguntó Carver.
—¿No te lo ha contado? —preguntó Emeril a su vez—. No sé mucho de su trabajo con la Pinkerton original, pero se dice que cuando empezó aquí era un cerebrito, como yo.
—¿Ah, sí? Yo creía que era un musculitos, como… ejem.
Emeril puso los ojos en blanco.
—Hace unos ocho años —prosiguió este—, se obsesionó con una banda callejera especializada en secuestros.
—Y en extorsiones, ¿no? —dijo Jackson.
—Sí, pero sobre todo en secuestros. Por suerte o por falta de ella, secuestraron a la mujer de un individuo muy rico y le advirtieron, como es habitual, que no llamara a la policía. Dada la corrupción existente, el marido sospechó que algunos polis podrían estar involucrados, así que nos contrató a nosotros.
—¿Contrató? —preguntó Carver.
—No tenemos inconveniente en aceptar dinero…
—… de quienes pueden pagarlo —completó Jackson.
—En cualquier caso —siguió Emeril—, Hawking se aplicó a fondo. No había la menor pista, pero él sacó respuestas de la nada.
—¡De su trasero, dirás!
—¿Y qué importa eso? El caso es que resolvió el problema. Se figuró dónde la retenían.
—En un almacén. Y allí se plantó con el propósito de tomarse la justicia por su mano. Se llevó a cinco agentes…
Pese a estar tremendamente excitados, los dos jóvenes guardaron silencio de golpe.
—¿Y? —preguntó por fin Carver.
—Resultó que además de secuestradores había, en efecto, policías implicados, y que tenían revólveres nuevos que disparaban más deprisa y con más precisión que cualquier otro de la época. Hawking no esperaba encontrarse con tal potencia de fuego. La secuestrada murió y todos los agentes también. Hawking recibió cinco balazos.
Carver exhaló. Ya imaginaba que la operación había sido un drama, pero no que fuese también un trágico error.
—Se marchó al extranjero a operarse —dijo Jackson con voz más suave— y ha estado fuera casi un año, pero lo más que han podido hacer ha sido devolverle un poco de movilidad en el brazo. Ya has visto cómo está. Ya no quiere saber nada de trabajar, pero sí quiere controlar a Tudd… y Tudd…
—No es un mal hombre —interrumpió Emeril—, aunque yo no le confiaría la inversión de mis ahorros, y es un buen detective.
—Pero no como Albert Hawking.
El mentor de Carver empezaba a cobrar sentido. ¿Cómo no iba a estar amargado y malhumorado después de aquello?
En ese momento, la voz de Tudd, hueca y diminuta, salió de la nada:
—Que pase Carver.
Este miró a su alrededor, incapaz de figurarse de dónde provenía.
—Tubo acústico —explicó Emeril—, transporta los sonidos por un conducto. Los barcos llevan usándolos desde hace un siglo y las buenas oficinas también.
Mientras Jackson extendía la mano hacia la puerta, Emeril sacó de la pared un pequeño tubo de caucho y dijo al embudo metálico del extremo:
—Ahora mismo, señor Tudd.
Cuando Carver entró en el despacho, Hawking señaló a Tudd con su agarrotada mano derecha y dijo:
—Dale la carta.
—¿Qué…? —preguntó Carver parándose en seco.
—Te lo diré en dos palabras. Por ahora, entrégale al señor Tudd tu preciosa misiva. Quizá en un año o dos se dignarán a mirarla y descubrirán que eres el Príncipe de Gales. Vamos.
Carver sacó la nota doblada de su bolsillo trasero. Habían pasado demasiadas cosas demasiado rápido. Poco antes aquella carta era lo que más le importaba en la vida. Hawking, Tudd, la Nueva Pinkerton… aún le parecían irreales. La carta era sólida, real. No estaba seguro de querer desprenderse de ella pero tampoco veía razón para no hacerlo. Aunque al cerrar los ojos podía reproducir hasta la menor mancha de tinta, sintió una punzada de dolor al entregarla.
Tudd, consciente de la importancia del gesto, dedicó a Carver una sonrisa de simpatía y desdobló el papel con la mayor delicadeza.
—¿Un año? —dijo tras examinarlo—. Ni mucho menos. Pero tardaremos un poco, hijo.
—Se lo… se lo agradezco mucho —contestó Carver enredándose en las palabras.
—Umm —respondió Tudd. Luego rebuscó en su escritorio hasta encontrar un tubo de cristal de unos ocho centímetros de diámetro cerrado en ambos extremos con tapones de goma. Quitó un tapón, enrolló la carta con cuidado y la introdujo en el tubo. Después de sellar el otro extremo, metió el tubo en uno de mayor diámetro situado detrás del escritorio. El más pequeño fue absorbido con un súbito zoc.
—Sistema de correo neumático, cortesía del caballero que construyó el metro —explicó Tudd alegremente—. En la Bolsa de Londres llevan usándolo desde 1853, pero supongo que nuestro querido Hawking, aquí presente, opinará que es tirar el dinero.
—Si fuese a quebrar, sí —replicó el aludido levantándose—. El laboratorio no está lejos, ¿verdad?
Dicho esto se dirigió a la puerta, lanzó a Carver una sacudida de mentón para indicarle que lo siguiera y dijo:
—Hasta pronto, Septimus.
Una vez en el vestíbulo, Carver se figuró que ya no había problemas para formular preguntas:
—¿Qué…?
Hawking cortó el aire con su mano sana y dijo:
—Delante de los agentes no. Buenas noches, Jackson, Emeril.
—Encantado de verle, señor.
—Buenas noches, señor Hawking.
Carver se hubiera quedado eternamente entre los tubos acústicos, los metropolitanos neumáticos y los espejos periscopio, pero Hawking lo condujo de nuevo al metro. No le dirigió la palabra hasta que se deslizaban por el túnel:
—Ya está decidido —anunció—, se te permite el acceso completo.
Carver dejó escapar una risa de asombro.
—Eso es genial, señor, pero el señor Tudd se oponía. ¿Cómo ha conseguido usted que cediera?
—Una mentira piadosa —contestó Hawking encogiéndose de hombros—. Le he dicho que deseaba que tuvieras acceso libre porque, de cuando en cuando, te encargaría tareas para que las hicieses en mi lugar. Darte acceso a ti sería como dármelo a mí.
—Pero… ¿ya no le interesa a usted resolver delitos?
—No desde el incidente que sin duda te han contado Jackson y Emeril con todo su trillado esplendor. Hay mucho más de lo que ellos suponen y preferiría que tú no te molestaras ni en preguntar. Lo pasado, pasado está. Respecto a ti, chico, ahora que ya has visto todas estas paparruchadas lujosas, puedes dedicarte a lo que de verdad interesa: el estudio de la mente criminal.
La extraña sonrisa de Hawking le recordó a Carver la conversación del despacho, así que comentó:
—El señor Tudd ha dicho que pasa usted mucho tiempo con locos.
Hawking ladeó la cabeza a la derecha y después a la izquierda.
—En lo que algunos llaman manicomio y yo llamo… hogar.