Capítulo 13

—ES solo una teoría —se defendió Tudd—. La policía está estancada, y la resolución de este asesinato nos daría la oportunidad de hacer pública la existencia de la Nueva Pinkerton.

—Si eso pretendes, ¿por qué no lo haces sin más? ¿Por qué necesitas esconderte detrás de una victoria imaginaria? —inquirió Hawking.

—Aparte de que dar publicidad a la agencia contradice los deseos de Allan, es preciso fortalecer nuestra posición. Por otro lado, admito que capturar al asesino más famoso del mundo resulta muy tentador.

—Para alimentar tu ego, supongo.

—¡No! Yo sólo quiero…

Mientras los dos seguían discutiendo, Carver se inclinó hacia delante para echarle otro vistazo al escritorio. Le llamó la atención un informe policial que describía al asesino de la señora Rowley como «un hombre de una fuerza inaudita», pero Tudd lo quitó del medio rápidamente y lo condujo hasta una de las dos lujosas butacas situadas frente al escritorio.

—Me gustaría contar con tu ayuda, Albert —dijo tras dejar sentado a Carver—. En tal caso nuestros hombres podrían…

—Ese tema está zanjado.

Tudd suspiró.

—Es una verdadera pena que un hombre de tu valía pierda el tiempo con locos.

¿Con locos? ¿Qué era aquello?

—Lo mismo podría decirse de ti, en cierto modo.

—¿Te refieres a Roosevelt? —preguntó Tudd—. Aparte de Allan Pinkerton, es el hombre más íntegro que he conocido en mi vida. Me cuesta un mundo mentirle todas las mañanas cuando voy a trabajar.

Carver ya no sabía qué preguntar primero:

—¿Trabaja usted para Roosevelt? ¿Por eso vieron mi carta?

—Revelando tus propios secretos, ¿eh, Tudd? —Hawking se carcajeó—. La palabra adecuada sería «interceptaron», chico. Venga, cuéntaselo todo, dile que eres el escribano de Roosevelt.

—Yo podría citar algunos de los puestos que has ocupado por amor de la investigación y que no son precisamente para enorgullecerse —repuso Tudd entrecerrando los ojos. A continuación se volvió hacia Carver—. Hijo, casi todos nuestros agentes ocupan puestos en dependencias policiales, políticas o periodísticas. Yo soy ayudante del Comisionado.

—Escribano —entremetió Hawking.

—¡Ejem! Tu carta… me impresionó. Pensé que el señor Hawking necesitaba un ayudante, y que tu presencia en este lugar le quitaría de la cabeza la idea de jubilarse. No se me ocurrió que pensara arrebatarme mi trabajo para dártelo a ti en tu primera visita.

—En este momento solo me interesa encargarle un trabajo.

—¿De verdad? —preguntó Carver—. ¿Y de qué se trata, señor?

—De que busques a tu padre.

A Carver estuvo a punto de salírsele el corazón por la boca.

—Es una forma excelente de iniciar tu formación, con un misterio que estés deseando resolver. Si crees que podrás desenvolverte, claro está. Tendrás que patearte las calles, pero contarás con estas instalaciones…

—Hasta cierto punto —interrumpió Tudd—. Quiero ayudar, por supuesto, pero nuestros recursos no son ilimitados. Supongo que podría hacer que alguien le echara un vistazo a esa carta que encontraste para buscar huellas, analizar la letra…

Carver se mareó de la emoción. ¿Disponer de aquel sitio para encontrar a su padre?

—El señor Tudd —dijo Hawking inclinándose hacia delante— ha contratado a un nuevo analista de documentos forenses que tiene escarceos con la grafología. ¿Conoces la diferencia?

—El analista deduce la identidad del autor; el grafólogo, su personalidad.

—Bien, bien —dijo Tudd—, quizá no sea tan descabellado pensar que podrías dirigir esto algún día. Umm… ¿Te ha dicho el señor Hawking que trajeras la carta?

—No era necesario —respondió este—. He supuesto que siendo algo tan preciado para él lo llevaría siempre encima. ¿Estoy en lo cierto, chico?

—Sí —contestó Carver sonriendo.

—No es una prioridad, pero tampoco hay razón para no ponerla a la cola —dijo Tudd extendiendo la mano.

Carver, emocionado, dirigió la mano a su bolsillo, pero el bastón de Hawking le impidió completar el movimiento.

—Espera —ordenó su mentor—, si vas a ser mi ayudante quiero que tengas acceso ilimitado a las instalaciones. No podrás examinar esa escritura, pero puedes hacer otras cosas.

—¡Eso es imposible! —bramó Tudd.

—Al contrario: es de lo más posible.

El director resopló con tanta fuerza que le tembló el bigote.

—¿Podemos hablar de eso en privado? —preguntó.

Carver se levantó de un salto, no fuesen a creer que necesitaba niñera. Los dos hombres guardaron silencio mientras él abría la puerta y salía, con la cabeza a punto de explotar por todas las preguntas que había ido acumulando.