Capítulo 12

HAWKING se dispuso a levantarse y dijo:

—Tampoco te pregunto si puedo ir al retrete, Septimus. Si este chico va a ser mi aprendiz, tendrá que saber cómo se entra aquí, digo yo.

—Te lo ruego, Albert, no me des más sorpresas —replicó Tudd.

—Lo intentaré —dijo Hawking dedicándole una sonrisa ecuánime—, pero no te prometo nada.

Los dos más jóvenes trataron de disimular unas risitas.

—Bienvenido, señor Hawking —dijo el más delgado, sonriendo de oreja a oreja—. Cuánto tiempo sin verlo.

Hawking apoyó el bastón en el suelo.

—No tanto, Emeril y… mhhh… Jackson, ¿no?

Los dos asintieron con la cabeza, agradecidos.

Carver se apresuró a ayudarlo, pero el viejo detective lo apartó con un suave codazo. En la puerta, el esférico Tudd enganchó un brazo de Hawking con su manaza, atrajo al detective hacia él y susurró con fuerza suficiente para que Carver también lo oyera:

—Por favor, no me rebajes delante de los agentes. Ya tengo bastante con no poder pagarles a fin de mes.

Hawking se encogió de hombros con expresión evasiva. Al salir al andén de baldosas y ladrillos, Tudd hizo ademán de dirigir la comitiva, pero era obvio que Hawking conocía muy bien el camino. Mientras lo recorrían, los ojos de todos los demás estaban clavados en ellos. Al principio Carver pensó que lo miraban a él, por nuevo, pero se percató de que estaban mucho más interesados en Hawking.

Después de aguantar matones toda su vida, a Carver le costaba imaginarse lo que sería infundir tanto respeto. Sin embargo, Hawking hizo una mueca y aceleró su ladeado caminar, como si aquella admiración le resultara insoportable.

Por fin entraron a un vestíbulo abierto que acababa en una gran puerta doble de caoba. A su izquierda había dos placas; la de arriba rezaba Director y la de abajo Septimus Tudd. El desvaído rectángulo que rodeaba a la segunda daba a entender que el predecesor de Tudd había merecido una placa mayor. ¿Hawking?

Emeril y Jackson abrieron la hoja derecha pero se quedaron fuera. Tudd, Hawking y Carver pasaron a un despacho grande y abarrotado, con un enorme escritorio y tres mesas de roble para reuniones llenas de archivos, fotos y recortes de periódicos. Las paredes, revestidas con paneles de madera oscura, estaban cubiertas de planos con calles marcadas y mapas de ferrocarriles y carreteras.

El único objeto decorativo parecía ser un espejo oval de fabricación defectuosa, ya que distorsionaba los reflejos como un espejo de feria. Carver se rió por lo bajo al recordar la envidia que había sentido cuando Delia vio uno en el parque de atracciones de Coney Island, aunque solo había ido para colaborar en la vigilancia de sus compañeros más pequeños.

Se moría por contarle que había visto la sede central secreta de la agencia… pero no iba a poder. Por algo era secreta y tenía aquella extraña y fantástica cerradura.

Y descubrió algo más.

—¿Señor Tudd? —dijo hablando por primera vez—. ¿Puedo preguntarle cómo sabe que el señor Hawking me ha dado la combinación?

El voluminoso detective se volvió para mirarlo con ojos chispeantes.

—Porque lo vi —contestó señalando el espejo—. Esta es una de las creaciones de nuestro departamento de investigación. Ven, échale un vistazo, aquí no tengo muchas oportunidades de lucirlo, que digamos.

Carver se acercó. La periferia del cristal permaneció borrosa, pero en el centro apareció la fachada lateral de los almacenes Devlin, con la puerta del ascensor, los tubos metálicos clavados al suelo y hasta la mitad inferior de un coche de punto y su correspondiente caballo avanzando por Broadway.

—¿Pero cómo…?

Tudd señaló un tubo plateado que salía de la parte trasera y se perdía en el techo.

—Espejos, colocados en ángulos precisos a lo largo de este conducto que comunica con la superficie. Periscopio, lo llaman.

—¡Increíble! —exclamó Carver.

—Y caro —rezongó Hawking—. ¿Y tú te preguntas dónde se ha ido el dinero?

—Has de saber —replicó Tudd ceñudo— que el ejército está interesado en adquirir la patente.

—«Interesado», pero de momento no has visto ni un penique.

Tudd se estiró cuan largo era y de pronto, pese a su contorno, se convirtió en un hombre imponente.

—¡No tengo por qué dar explicaciones a alguien que lleva meses sin venir! ¡Yo he convertido este lugar en la instalación vanguardista para luchar contra el crimen que Pinkerton soñó! No puedes ni imaginar los avances que hemos hecho. En unas semanas nos entregarán nuestros primeros carruajes eléctricos.

—¿Carruajes eléctricos? —soltó, encantado, Carver.

—¡Cállate, chico! —espetó Hawking—. ¿Y cuánto cuestan?

—¡Qué más dará lo que cuesten! —replicó Tudd, parapetándose detrás del escritorio.

Siguió hablando, pero Carver notó que Hawking ya no le prestaba atención. Los perspicaces ojos del detective recorrían la mesa para examinar las fotos y los recortes de periódico. Cuando Carver siguió la mirada de su mentor, vio que todos se referían al asesinato de la biblioteca. Las fotos del crimen demostraban la veracidad de los rumores: el cuerpo había sido mutilado. Carver, que no había visto nunca un cadáver y menos en aquellas condiciones, sintió un mareo. Era justo el tipo de tema que la señorita Petty pretendía evitarle.

Un fuerte silbido, como de tetera, salió de entre los dientes apretados de Tudd. El hombre apartó a Carver del escritorio mientras decía:

—Lo siento, señor Young, pero la información que esta agencia recopila no es para consumo público.

—¿Todavía sigues persiguiendo fantasmas? —preguntó Hawking. Luego resopló y el desdeñoso sonido irritó aún más al director.

—Por desgracia no todos disponemos de tu soberbio instinto —replicó Tudd.

—Si tú contaras con la mitad de mi instinto, no seguirías perdiendo el tiempo —dijo Hawking entre risitas desdeñosas.