CON un dedo índice tembloroso, Hawking oprimió el botón escondido tras un panel de la pared. El chirrido de los engranajes fue más insistente, el viento más fuerte. Carver sí que había montado en ascensor, pero siempre había oído un retumbo y había experimentado una sensación de movimiento. Allí no había nada de eso.
—Este es neumático. El hueco es hermético y un gran ventilador sube o baja la cabina —explicó el detective, y añadió con cierto desdén—: proporciona un desplazamiento más suave, digo yo.
Al poco el viento se detenía y la puerta se abría con un clic, revelando una sala inmensa y de considerable altura tenuemente iluminada por pequeños apliques de gas. Un enorme cilindro de acero con una igualmente enorme rueda dentada dominaba el fondo de la estancia, de suelo a techo. El metal estaba cubierto por una artística celosía de madera entre cuyos huecos se veían las enormes palas giratorias.
—¿Eso es el ventilador? —preguntó Carver.
—La parte de arriba —contestó Hawking distraídamente—. Ahora verás el resto. Y no preguntes más, que nos entretenemos.
Pasaron por delante de una placa metálica que rezaba: Transporte Neumático Beach. Aparte de eso, el lugar parecía abandonado. Cruzaron un largo vestíbulo sin ninguna característica especial y bajaron varios escalones que conducían a una habitación diminuta. Carver pensó que se trataba de otro ascensor, pero Hawking se limitó a abrir una segunda puerta y, con un vago gesto de la mano dijo:
—Bienvenido al futuro, o al menos a cómo lo imaginó el señor Alfred Beach hace veinticinco años.
Carver profirió un grito ahogado. Había candelabros, cortinajes, divanes, poltronas, butacas y un piano y, en el medio, una fuente en funcionamiento con peces de colores nadando en el poco profundo pilón. Las paredes estaban decoradas con frescos y, a la derecha, detrás de un tabique bajo, giraban lentamente el eje y los engranajes del gigantesco ventilador que habían visto arriba. Todo era más propio de una refinada mansión de los Astor o de una novela de Julio Verne que de un lugar escondido bajo tierra.
Pero lo más increíble era el resplandeciente vagón de tren situado entre dos escaleras de bajada. Consistía en un cilindro metálico horizontal con una puerta en cada plano de corte y una ventana oval a cada lado de la puerta. No se parecía a nada que Carver hubiera visto ni a nada sobre lo que hubiese leído. Estaba aislado, sin locomotora. Detrás de él se abría un túnel circular de hierro, perfectamente adaptado a la forma del coche y con la boca orlada de vistosas bombillas rojas, blancas y azules.
Carver estaba deseando recorrer aquel lugar extraño y fascinante milímetro a milímetro, pero Hawking lo empujó hacia el vagón.
—Ya te lo explicaré ahí dentro. ¡Quiero sentarme!
Al llegar a las escaleras, se hizo evidente por qué estaba tan enfadado. Tras colocar el bastón en el primer peldaño y retorcer la cadera para bajar el pie, su rostro se crispó de dolor. Sobreponiéndose a sus pocas ganas de tocar al truculento detective, Carver lo agarró del brazo. Hawking masculló algo que sonó a «bien» y siguió refunfuñando hasta que entraron al vagón.
El penumbroso espacio de unos seis metros de largo estaba dividido por un exiguo pasillo bordeado por dos cómodos sofás, en cuyo centro había una mesilla con una lámpara y otra ventana oval. Parecía un salón lujoso pero muy estrecho.
Hawking se arrastró hasta una de las mesillas y se sentó al lado. Tras una única exhalación, se inclinó y giró la válvula de la lámpara.
—Luz de circonio —dijo suspirando—. Dos pequeños tanques, uno de oxígeno y otro de hidrógeno, situados bajo los asientos alimentan esta boquilla que contiene una chispa de circonio.
Dicho esto bajó la cabeza para protegerse los ojos, prendió una cerilla y encendió la lámpara. De ella brotó una llama fina como un lápiz y de una luminosidad inaudita.
A diferencia de la amarillenta luz de gas, esta era blanca como la del sol. A Carver le encantó.
Hawking manoteó hacia ella como si espantara un mosquito.
—Son juguetes, chico, meros juguetes. Cuanto mayor seas, más artefactos te irás encontrando; pero si mis lecciones te son de alguna utilidad, aprenderás que todo esto es simple y llana decoración. Lo importante es lo que haya dentro de ti y lo que veas en el interior de los demás, ¿lo entiendes?
—Sí, señor.
—No, no lo entiendes. Es posible que te hagas una idea cuando esté a punto de finalizar el tiempo que pasaremos juntos.
Dio la espalda a la luz y le indicó por señas que se sentara a su lado. Luego empujó con el pie una palanca situada en la base de la mesilla. En repuesta, el vagón se puso en marcha, pero tan suave y silenciosamente que, de no ser por lo que veía a través de las ventanillas, Carver no se hubiera enterado.
—Allá por 1870 —dijo Hawking—, Alfred Beach excavó este túnel en secreto para demostrar que su medio de transporte era mucho más elegante que los trenes elevados que silbaban, pedorreaban y apestaban. La gente llegó a utilizar su pequeño metropolitano por pura curiosidad, pero Alfred no consiguió el permiso para ampliar la línea. En consecuencia, este lugar fue cerrado y olvidado hasta que yo colaboré en su adquisición.
Otra sorpresa más en un día lleno de ellas.
—¿Esto es suyo?
—No empieces a imaginarte una fabulosa herencia; aparte de que el dinero no era mío, ya apenas queda. Era de Allan Pinkerton. Ya supongo que lo conoces, porque en caso contrario mi tarjeta no hubiera picado tu curiosidad.
—Sí, era un hombre asombroso.
Los ásperos modales del detective se suavizaron un poco.
—En eso llevas razón. Yo estaba presente cuando frustró un intento de asesinato contra el Presidente Lincoln. Participé en sus operaciones secretas durante la guerra de Secesión, y después le ayudé a capturar algunos de los peores criminales que ha visto nuestro país. ¿Asombroso? Se parecía más a una fuerza de la naturaleza que a un hombre, o eso pensaba yo. En 1869 sufrió una apoplejía. Los médicos se empecinaban en decirle que se quedaría paralítico de por vida, pero él se empecinó en llevarles la contraria. Fue tan doloroso como volver de entre los muertos, pero poco a poco, día a día, se obligó a levantarse, tambalearse y andar. Al cabo de doce meses caminaba de nuevo, puede que más despacio, pero seguía valiendo lo que diez hombres con la mitad de sus años… —Hawking hizo una pausa—. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí.
—¿Qué… qué le pasó a usted? —preguntó Carver.
—Las vidas de una en una, chico. Mientras Allan Pinkerton se recuperaba, sus hijos se hicieron cargo del negocio y en él siguieron. Él pasó el resto de su vida luchando con uñas y dientes para defender su propia obra: sus hijos querían especializarse en la seguridad de las fábricas, y ese no era el legado que Pinkerton quería dejar. Por ese motivo legó una importante suma de dinero a los dos agentes en quienes más confiaba, yo mismo y Septimus Tudd, a fin de que fundasen una nueva agencia dedicada a la lucha contra el crimen. Por otra parte, como Tudd ha sentido siempre debilidad por los artilugios, me enredó para utilizar este sitio como sede central.
—¿Y por qué no es usted conocido?
—El cuerpo de policía de Nueva York —contestó Hawking con creciente enfado— dispone de un presupuesto anual de cinco millones de dólares, y recoge otros diez gracias a los sobornos. Pinkerton estipuló que nuestra organización fuera secreta a fin de evitar la corrupción y de luchar contra la policía si era preciso.
El vagón salió deslizándose a una gran zona abierta. Seguían en el subsuelo, pero aquel lugar era tan espacioso que daba la impresión de encontrarse al aire libre. Muy, muy arriba, Carver vio una inmensa cúpula de ladrillo reforzada por vigas metálicas. La vía acababa en un pequeño andén, al borde del gran espacio que los agentes llamaban «plaza». A ambos lados se alzaban construcciones de tres pisos de altura, a modo de edificios. Uno tenía grandes vanos, el otro era una mole maciza.
En el primero, Carver vio el interior de muchas habitaciones: oficinas llenas de archivadores o armerías donde se almacenaban revólveres, rifles y artefactos extraños; distinguió también un amplio recinto plagado de cables y conductos que parecía un laboratorio. A diferencia de las elegantes pero abandonadas estancias situadas bajo los almacenes Devlin, estas estaban bien iluminadas y bullían de actividad. Carver vio unas veinte personas: hombres con traje y bombín o en mangas de camisa, varias mujeres, y una pareja de hombre y mujer con gafas protectoras y monos grasientos que se encorvaba sobre un mecanismo cuya función resultaba indescifrable.
En el andén los esperaban tres hombres. Dos de ellos, altos y bastante jóvenes, flanqueaban a uno mayor y más robusto ataviado con sombrero hongo. Era más o menos de la edad de Hawking, unos cincuenta años, y tenía cierto parecido con un amistoso perro pastor.
—Durante un tiempo fue bien —caviló Hawking—, hasta que el dinero empezó a escasear.
—¿Está usted al mando de todo esto? —preguntó Carver extasiado.
La puerta del vagón se abrió y el hombre con aspecto de perro pastor se plantó enfrente de ellos con los brazos en jarras, bloqueándoles la salida.
—¡Le has dado la combinación, Hawking! —exclamó—. ¡No habíamos quedado en eso!
—No, no estoy al mando —contestó Hawking a Carver—, el que manda es este: Septimus Tudd.