Capítulo 10

EL giboso caballero asintió hacia un lugar situado detrás de Carver.

—Estabas haciendo algo antes de ser interrumpido. Continúa.

—¿Cómo dice, señor?

—En la carta que le mandaste a Roosevelt —dijo Hawking irritado— afirmabas que querías ser detective, ¿cierto?

—Sí, señor, pero ¿cómo sabe usted…?

—¡Mal, mal, mal! —cortó Hawking haciendo un brusco gesto de negación con la cabeza—. Una respuesta llevaría a otra pregunta y nos pasaríamos aquí toda la noche. Si quieres ser detective, vuelve a lo que estabas haciendo. Detectar.

Agitó su bastón hacia el cuarteto de cañerías del parche de cemento.

—¿Qué estabas mirando?

—Este trozo de cemento de la acera —contestó Carver confuso—; parece como si hubieran enterrado algo, señor.

—En 1873, para ser exactos. Sigue mirando, cuéntame más y no me llames señor cada dos por tres. Detesto la repetición.

Carver miró fijamente los tubos.

—Los caños… ¿están fuera de lugar?

Hawking frunció los labios. Emitía irritación en oleadas.

—Los caños están donde están. Todo está donde está. ¡Lo que no sabes es por qué demonios están ahí! ¿Cómo lo averiguas?

Carver apenas había dicho esta boca es mía, y ya lo estaba haciendo todo mal. Aquello era como hablar con Delia, solo que peor.

—¿Preguntando?

—¿Preguntando a quién?

—¿A usted? ¿A alguien de Devlin?

—Devlin está cerrado y yo no pienso decírtelo.

Era otro examen, como lo de la tarjeta. Carver se concentró, pero no se le ocurría nada. Los acerados ojos de Hawking no le perdían de vista, calándolo. Carver se preguntó si podría saber lo que pensaba por su postura o recitar de corrido lo que había desayunado, a la manera de Sherlock Holmes.

—El trato no está decidido, chico, dame menos de lo mejor de ti y te devuelvo de cabeza al Ellis. ¡Deja de perder el tiempo! ¡Usa las aptitudes que te han traído hasta aquí!

Sintiéndose más intimidado de lo que se había sentido nunca en presencia de Finn, Carver se arrodilló junto al tubo más cercano. No era más que eso: un tubo de metal. ¿Qué más podía ser? Metió la mano por la abertura. A pocos centímetros del borde tocó una tela metálica: un filtro.

Quizá estaban conectados a algo de abajo. ¿Sería una parte del sótano de los almacenes? Hawking se apoyó en la fachada, y su rostro expresó el alivio de no tener que seguir soportando el peso de su cuerpo. Tras él había una puerta rara. Hacía juego con el diseño del edificio, pero era más nueva y distinta, como el cemento, y no tenía picaporte ni ojo de cerradura. El marco de metal dorado se encrespaba en el cristal del centro, dibujando intrincadas volutas. Ese cristal era ahumado y lo que hubiera detrás estaba oscuro.

Hawking tamborileó con los dedos sobre el pelo blanco de su sien.

—No te limites a pensar, date algo en qué pensar. El cerebro es como una rata dando vueltas en la rueda de una jaula. Está atrapado y ni siquiera lo sabe. Solo sabe lo que le cuentan los sentidos: úsalos.

Carver era un manojo de nervios, se sentía como un idiota, pero quería seguir. Rodeó el tubo con las manos. Era grueso y pulido. Su superficie estaba decorada a intervalos regulares con aros en relieve.

—Es caro —supuso.

—Bueno, ya es algo. ¿Para qué puede servir?

Si era una tubería de desagüe, estaba al revés. Carver puso la oreja contra la abertura, pero el ruido de la calle le impedía oír. Un viento gélido recorría Broadway ululando, los caballos golpeteaban el suelo con los cascos, las ruedas traqueteaban sobre el empedrado. Al cubrirse la otra oreja y concentrarse, logró oír y sentir una corriente constante, casi mecánica, de aire cálido.

—¡Es un respiradero! —soltó.

—Enhorabuena, no eres un completo zoquete —anunció Hawking—. Y ahora ¿cómo puedes averiguar qué hay debajo?

El pequeño triunfo acicateó a Carver, que recordó una historia del New York Detective Library protagonizada por Nick Neverseen. Nick no era Holmes, pero para encontrar a unos secuestradores escondidos en una mina, se dirigió a un conducto de ventilación y…

—Atascando el conducto —propuso Carver—. Quienquiera que esté ahí abajo tendría que salir.

La risa de Hawking lo sorprendió, no se parecía en nada al cloqueo de las risitas anteriores: era fuerte y resonante.

—Esto me gusta —dijo el detective—, pero a «quienquiera que esté ahí abajo» le haría bastante menos gracia. No se te ha ocurrido intentar moverlo, ¿verdad? Claro, ¿para qué? Al fin y al cabo está empotrado en cemento. Rodéalo otra vez con las manos y gíralo a la derecha.

Carver lanzó a Hawking una mirada de perplejidad, pero obedeció. La sección situada sobre el aro superior giró un cuarto de vuelta, se paró y volvió a su posición original con un clic.

Al ver la expresión de Carver, el detective dijo:

—Si esa tontería te impresiona tanto, no pasas de esta noche. Empuja hacia abajo, gira a la izquierda, tira hacia arriba y gira a la derecha. Vamos.

Carver movió el tubo en el orden indicado, sin tener ni idea de lo que podía suceder. Recordó otra historia en la que Allan Quartermain entraba en un templo antiguo apretando ciertas piedras en un orden determinado, pero esto pasaba en medio de una calle de Nueva York, ciudad que Carver creía conocer al dedillo.

Después del giro final, una serie de sonidos metálicos resonó en el tubo. Mientras Carver se levantaba y se echaba hacia atrás por miedo de que la acera se abriese chirriando, hubo un último y débil clic, pero no del tubo en cuestión, sino de la puerta situada detrás de Hawking.

Se había abierto sola.

Carver sonrió como un crío de siete años.

—¿Una cerradura de combinación?

—Eso mismo. El diseñador es aficionado a los artilugios. Yo, por mi parte, no los soporto —dijo Hawking y agarró la puerta—. ¿Entramos?

El detective entró poco más de medio metro y se giró hacia la calle. Carver creyó que lo estaba esperando, pero al acercarse vio que Hawking no podía avanzar más. El cuarto mediría medio metro cuadrado, espacio apenas suficiente para cuatro personas de pie. No había otras entradas; las paredes estaban cubiertas de rejas metálicas similares a las de la puerta.

Una vez que Carver cruzó el umbral, Hawking bajó una palanca y cerró la entrada. Hubo un olor aceitoso de maquinaria y el cuartito se llenó de un sonido similar al que había seguido al último clic del tubo: un giro suave y continuo de engranajes ocultos. Pero lo más raro era que el viento no se había detenido y que, en vez de soplar de izquierda a derecha, soplaba de arriba abajo.

Carver contempló maravillado el exiguo espacio.

Hawking se encogió de hombros.

—¿No has montado nunca en ascensor?